Un hombre corpulento de cara mofletuda bajó del coche y le miró a los ojos. Danny lo reconoció por las fotos de los periódicos: el sargento detective Gene Niles, jefe de escuadrón de la División Hollywood, metido hasta las cejas en el escándalo Brenda Allen. No procesado, pero tampoco ascendido a teniente, su carrera estaba frenada; según los rumores, no recibía dinero de las muchachas de Brenda, sólo cobraba en especies. La ropa del hombre contradecía esta hipótesis: chaqueta elegante y pantalones grises de raya impecable, ropa a medida que ningún policía honesto se podía permitir.
Dos enfermeros sacaron camillas plegables. Danny advirtió que Niles se había olido que era policía y se le acercaba, cada vez más curioso y enfadado: un extraño en su territorio, demasiado joven para estar trabajando en la Oficina de Homicidios de la ciudad.
Le salió al encuentro mientras inventaba una nueva historia, algo que pudiera satisfacer a un policía listo. Cara a cara, le dijo:
– Soy del Departamento del sheriff.
Niles rió.
– ¿Se ha equivocado de jurisdicción, agente?
Escupió «agente» como si fuera sinónimo de «cáncer».
– Estoy investigando un homicidio parecido a los dos que tiene colina arriba.
Niles lo taladró con la mirada.
– ¿Duerme con la ropa puesta, agente?
Danny cerró las manos.
– He estado de guardia.
– ¿Alguna vez ha oído hablar de llevar hojas de afeitar en estos casos, agente?
– ¿Alguna vez ha oído hablar de cortesía profesional, Niles?
El sargento Gene Niles miró su reloj.
– Un hombre que lee los periódicos. Veamos. ¿Cómo llegó aquí veintidós minutos después de que recibiéramos la denuncia en nuestra oficina?
Danny sabía que el único modo de cubrir esa mentira era echándole cara dura.
– Estaba desayunando en Western, y había un coche patrulla con la radio encendida. ¿Cómo tardó tanto usted? ¿Paró para hacerse una manicura?
– Hace un año lo habría castigado por eso.
– Hace un año usted tenía futuro. ¿Quiere hablar del homicidio o quiere continuar discutiendo?
Niles arrancó un hilillo de fibra de la chaqueta.
– Por la radio dijeron que parecía un asunto entre maricas. Odio los asuntos de maricas, así que si usted tiene otro no quiero oír hablar de ello. Lárguese, agente. Y consígase ropa decente. Mickey Hebraico tiene una tienda, y sé que hace descuentos a sus muchachos.
Danny regresó hacia el Chevy hecho una furia. Condujo por el camino del parque hasta Los Feliz y Vermont. Desde un teléfono público llamó al doctor Layman, le dijo que dos colegas de Martin Goines iban en camino y le pidió que se encargara de la autopsia. Al cabo de un instante el coche de Niles y la camioneta del forense pasaban rumbo al sur sin luces ni sirenas, perdiendo el tiempo en una bonita mañana de invierno. Danny les dio cinco minutos de ventaja, tomó atajos hacia el centro y aparcó a la sombra de un almacén frente a la entrada del depósito de cadáveres de la ciudad. Transcurrieron catorce minutos hasta que llegó la caravana. Niles condujo las camillas cubiertas hasta la rampa con gran ceremonia, Norton Layman salió a ayudar. Danny oyó que amonestaba a Niles por haber separado los cuerpos.
Se instaló en el coche para esperar las revelaciones de Layman; estirándose en el asiento, cerró los ojos e intentó dormir, consciente de que el doctor tardaría cuatro horas o más en realizar los análisis. No podía dormir; un día caluroso empezó a calentar el coche, poniendo pegajosa la tapicería. Cuando se estaba adormilando de pronto recordó sus mentiras, qué podía decir o no y a quién. Podía apoyar su mentira del desayuno en Western a las seis poniendo cara tímida para insinuar que estaba con una mujer; tenía que persuadir a Karen Hiltscher de que mantuviera en secreto su estancia en Tamarind 2307. No podía permitir que nadie viera el contenido de su maletín. Tenía que informar al Departamento de Policía sobre la carta que lo había llevado al cubil de Martin Goines, pero daría al episodio una fecha posterior y le restaría importancia, para que ellos descubrieran la carnicería por sí solos. Leo Bordoni era una carta peligrosa, pero quizá tuviera el buen tino de guardar silencio. Tenía que inventar una historia para dar cuenta de su paradero del día anterior, y lo más conveniente era un informe falso ante Dietrich. Y el gran miedo y las grandes preguntas: si el Departamento de Policía registraba Tamarind, ¿informaría algún vecino que había visto un Chevrolet 1947 marrón claro aparcado toda la noche frente al 2307? ¿Debía aprovechar su pista, buscar testigos en el vecindario y luego informar acerca de la carta, esperando que la peor acusación fuera la de no llamar al Departamento? Si el Departamento decidía ceder los dos homicidios -ya que Niles odiaba los «asuntos de maricas»-, ¿llevarían a cabo alguna investigación? Él había recibido la llamada del Hospital Estatal de Lexington a través de la centralita de Karen Hiltscher. Si las cosas se complicaban, ¿hablaría ella para salvarse? ¿La rivalidad entre ambos Departamentos reduciría los homicidios a algo que sólo a él le importaba?
El calor que rebotaba en el parabrisas y el corto circuito de muchos cables cerebrales arrullaron a Danny sumiéndolo en el sueño. Los calambres y el resplandor lo despertaron. Estaba sudado e irritado, golpeó la bocina con el pie y la negrura del despertar se convirtió en ondas de sonido rebotando en cuatro paredes ensangrentadas. Miró el reloj. Eran las doce y diez. Había dormido por lo menos cuatro horas, tal vez el doctor hubiera terminado con los cadáveres. Se apeó del coche, se desperezó y cruzó hasta el depósito de cadáveres.
Layman estaba cerca de la rampa, comiendo algo ante una plancha de metal, usando una sábana para cadáveres como mantel. Vio a Danny, tragó un trozo de bocadillo y dijo:
– Tienes mal aspecto.
– ¿Tanto se nota?
– También pareces asustado.
Danny bostezó. Le dolieron las encías.
– Vi los cuerpos, y creo que al Departamento de Policía no le importa. Eso me asusta.
Layman se enjugó la boca con la punta de la sábana.
– Entonces aquí tienes más razones para asustarte. Hora de la muerte: veintiséis a treinta horas atrás. Ambos fueron violados analmente por un cero positivo, según el semen. Las heridas de la espalda eran idénticas en tamaño y contenido fibroso a las de Martin Mitchell Goines. El hombre al que le falta un dedo murió de un corte en la garganta producido por un cuchillo afilado y dentado. No tengo la causa de la muerte del otro, pero apostaría por una sobredosis de barbitúricos. En nuestro amigo sin dedo encontré una cápsula pinchada con una aguja, sucia de vómito, bajo la lengua. Hice algunas pruebas y encontré un compuesto casero: secobarbital sódico y estricnina. El secobarbital actuaría primero, dejándolo inconsciente, la estricnina lo mataría. Creo que Sin Dedo sufrió una indigestión, vomitó parte de la droga y luchó por sobrevivir. Así perdió el dedo, peleando con el hombre del cuchillo. En cuanto analice la sangre de ambos y les haga un lavado de estómago, lo sabré con certeza. El hombre sin dedo era más grande. Más corriente sanguínea, por eso el compuesto no lo mató como al otro.
Danny pensó en el 2307, los restos de vómito entre la sangre.
– ¿Las mordeduras en el estómago?
– No humanas pero humanas -dijo Layman-. Encontré saliva cero positivo y jugo gástrico humano en las heridas, pero las dentelladas eran demasiado frenéticas y estaban demasiado superpuestas para sacar moldes. Tengo tres cortes de dientes individuales, demasiado grandes para atribuirlos a un molde dental humano y demasiado desgarrados para identificarlos con métodos forenses. Además encontré un grumo de empaste dental en una herida. Usa postizos, Danny. Muy probablemente, encima de sus propios dientes. Podrían ser de acero o de otro material sintético, podrían ser dientes sacados de cadáveres de animales. Y ha hallado un modo para mutilar a las víctimas con ellos y tragar. No son humanos. Sé que esto no suena profesional, pero creo que este hijo de perra tampoco es humano.