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Ellis Loew celebró la ceremonia en su oficina, con Mal y Dudley Smith como testigos oficiales.

Buzz Meeks se plantó junto a la mesa con la mano derecha alzada; Loew recitó el juramento:

– Turner Meeks, ¿juras por Dios cumplir leal y conscientemente los deberes de investigador especial de la División Gran Jurado de la Fiscalía de Distrito de la ciudad de Los Ángeles, defendiendo las leyes de este municipio, protegiendo los derechos y la propiedad de sus cuidadazos?

– Claro -dijo Buzz Meeks. Loew le entregó un documento de identidad que incluía el fotóstato de la licencia y la placa de la Fiscalía. Mal se preguntó cuánto le pagaría Howard Hughes a ese canalla, y calculó que no menos de tres mil.

Dudley se reunió con Meeks y Loew en un círculo de espaldas insultantes; Mal abonaba un viejo rumor que aún circulaba: Meeks creía que Mal era responsable del tiroteo que le había ganado su pensión; Jack D. había fallado y había olvidado sus rencores cuando el policía de Oklahoma dejó de pertenecer al Departamento. Que lo creyera. Cualquier cosa con tal de mantener a su nuevo colega a la mayor distancia posible entre dos policías que trabajaban en el mismo caso.

Y Dudley.

Y quizá también Loew.

Mal miró mientras los tres brindaban con Glenlivet en vasos de cristal. Llevó su libreta hasta el extremo de la mesa mientras Meeks y Dudley intercambiaban frases y Ellis lo miraba con el ceño fruncido, aunque dando a entender que su enfado era sólo temporal. Mal pensó: él debería estar en deuda conmigo, ahora yo estoy en deuda con él. Cogió la pluma para garabatear, le palpitaron los nudillos. Supo que Loew tenía razón.

Después del episodio con Celeste, había andado sin rumbo hasta que se le hinchó la mano. El dolor brutal echaba a perder todos los planes de consolar a su hijo. Fue al Central, mostró la placa y recibió un tratamiento especiaclass="underline" una inyección que lo remontó a más altura que diez cometas. Le arrancaron fragmentos de dientes de los dedos, lo limpiaron, suturaron y vendaron. Llamó a casa y habló con Stefan, farfullando explicaciones: por qué lo había hecho, cómo Celeste lo había herido aún más, que ella los quería separar para siempre. El chico, aturdido y desconcertado, había tartamudeado detalles acerca de la cara ensangrentada de Celeste, pero había terminado la conversación llamándolo «Papá» y diciendo «Te quiero».

Y esa pequeña inyección de esperanza le hizo pensar como policía. Llamó a Ellis Loew, le contó lo ocurrido, avisó que habría abogados y una batalla por la custodia, que no debía permitir que Celeste presentara cargos y obtuviera una ventaja. Loew tomó las riendas. Fue hasta la casa y condujo a Celeste al Hollywood Presbyterian, donde les esperaba el abogado de ella. El hombre fotografió la cara magullada y ensangrentada; Loew lo convenció de que Celeste no presentara cargos contra un oficial de la Fiscalía de Distrito, amenazando con represalias, prometiendo no interceder en el caso de custodia si aceptaba. Llegaron a un acuerdo; arreglaron la nariz rota de Celeste y dos cirujanos dentales le repararon las encías y la dentadura casi destrozada. El furioso Loew llamó al teléfono público donde él esperaba y dijo: «Arréglate solo con el chico. Nunca me pidas otro favor.»

Mal regresó a casa y encontró a Stefan dormido, el aliento le olía al sedante europeo de Celeste, ginebra y leche caliente. Besó la mejilla del chico, trasladó una maleta llena de ropa y fichas de Lesnick a un motel en la esquina de Olympic y Normandie, pidió a una mujer policía que conocía que echara una ojeada a Stefan una vez al día, durmió bajo efecto de los sedantes en una cama extraña y despertó pensando en Franz Kempflerr.

No podía dejar de pensar en él, y ninguna racionalización le indicaba que Celeste fuera una embustera. En cambio hizo varias llamadas para conseguir un abogado: Jake Kellerman, un pragmático que afirmó la conveniencia de postergar el juicio por la custodia hasta que el capitán Considine fuera un héroe. Kellerman le aconsejó que se mantuviera alejado de Celeste y Stefan, dijo que pronto lo llamaría para elaborar una estrategia, y lo dejó solo con su resaca de Demerol, los nudillos doloridos y la certeza de que debía tomarse el día libre y mantenerse alejado de su jefe.

Aún no podía olvidar a Kempflerr.

Revisó las fichas de Lesnick sólo para distraerse. Estaba acumulando datos sobre Claire de Haven, y cada detalle lo excitaba; sabía que el interrogatorio directo quedaba excluido por el momento, y que ante todo debían organizar una operación. Aun así, reconstruir el pasado de esa mujer resultaba estimulante, y cuando dio con un dato que había pasado por alto -Mondo López alardeando ante el psiquiatra acerca de un vestido que había robado para Claire cuando ella cumplió treinta y tres años en mayo del 43, con lo cual tenía exactamente la edad de Mal-, decidió ir a investigar en la biblioteca pública en compañía de la mujer y el nazi.

Revisó microfilmes durante horas, olvidando al alemán, concentrándose en la mujer.

Buchenwald liberada, los juicios de Nuremberg, los nazis más importantes afirmando que sólo obedecían órdenes. La increíble brutalidad mecanizada. Sleepy Lagoon, una buena causa defendida por mala gente. La corazonada de que el debut de Claire de Haven había figurado en las páginas de sociedad; confirmación: verano de 1929, Claire, diecinueve años, en Las Madrinas Ball, una desvaída foto en blanco y negro donde apenas se veía quién era.

Con Kempflerr eclipsado por Göring, Ribbentrop, Dönitz y Keitel, la mujer cobró más fuerza. Llamó a circulación y obtuvo el permiso de conducir de Claire. Fue hasta Beverly Hills y vigiló la mansión estilo español. A las dos horas, Claire salió de la casa. Su foto era apenas un reflejo de la belleza hecha realidad. Era elegante, pelo castaño con mechones grises. La cara era de belleza natural con todo lo que el dinero podía comprar, pero revelaba carácter. Mal siguió el Cadillac hasta la Villa Frascati; Claire comió con Reynolds Loftis, un tipo envarado que él había visto en varias películas. Se tomó una copa en el bar mientras los observaba: el actor bisexual y la Reina Roja se cogieron las manos y se besaron varios minutos; sin duda eran amantes. Mal recordó las palabras de Loftis a Lesnick: «Claire es la única mujer que amé de veras.» Sintió celos.

Pusieron vasos y ceniceros en la mesa; Mal apartó los ojos de sus garabatos -esvásticas y nudos de horca- y vio que los demás cazadores de rojos lo miraban. Dudley le acercó un vaso limpio y la botella. Mal se la devolvió y dijo:

– Teniente, echaste a perder lo de los mexicanos. Esto es oficial. No debe haber interrogatorios directos hasta que Meeks consiga algún material criminal tangible que podamos usar como amenaza. Insisto en que nos dediquemos exclusivamente a izquierdistas al margen de la UAES, los convirtamos en testigos voluntarios, obtengamos información y coloquemos un señuelo en cuanto lo encontremos. Debemos protegernos de los mexicanos publicando algún artículo en los periódicos. Los amigos de Ed Satterlee, Victor Reisel y Walter Winchell, odian a los comunistas, y probablemente la UAES los lee. Algo como esto: «El equipo del gran jurado designado para investigar la influencia roja en Hollywood se encuentra frenado por falta de fondos y las discusiones políticas internas.» Cada rojo de la UAES sabe qué ocurrió el otro día en Variety International. Opino que debemos taparlo por ahora para que lo olviden.

Todas las miradas estaban sobre el irlandés; Mal se preguntó si recogería el guante ante dos testigos de una lógica irrefutable.

– Sólo puedo pedir disculpas, Malcolm -dijo Dudley-. Tú fuiste prudente, pero yo actué con tozudez y me equivoqué. Sin embargo creo que deberíamos presionar a Claire de Haven antes de pasar al trabajo clandestino. Es la clave para denunciar a los dirigentes, no tiene experiencia con grandes jurados, y si la dominamos desmoralizaremos a todos esos hombres enamorados que cuentan con tantas excusas tristes. Nunca ha tenido problemas con la policía, y creo que es posible que ceda.