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Se dirigió a la oficina. Karen Hiltscher acababa de entrar de servicio; le llevó bombones y flores para aplacar su curiosidad sobre Tamarind y su irritación ante el diluvio de trabajo que le arrojaba: examinar todos los archivos individuales de la Hollywood Oeste y la Oficina del sheriff en busca de hombres con antecedentes en talleres dentales, cotejar con el tipo sanguíneo y la descripción física; llamadas a los talleres dentales de la lista para obtener información sobre empleados con la misma descripción física. La muchacha recibió el encargo mientras un grupo de agentes reunidos en la sala reía a carcajadas; ella pareció herida y enfadada, no mencionó el 2307 y, con una mueca maligna a lo Bette Davis accedió a hacer las averiguaciones en su «tiempo libre». Danny no insistió; ella supo que había ganado la partida.

Danny terminó su trabajo de clasificación, pensando en la calle Tamarind como territorio virgen para averiguaciones, preguntándose si el socio que mencionaba Leo Bordoni estaría relacionado con el caso, si tendría algo que ver con ese chico de cara quemada del pasado de Martin Goines. Sus datos cubrían cincuenta y pico de páginas; había pasado quince de las últimas veinticuatro horas escribiendo. Se había resistido a recorrer Tamarind, esperar, mirar, charlar con los vecinos, alertar al Departamento de Policía. Si Niles tuviera una pista sobre el lugar, el doctor Layman lo habría llamado; lo más probable era que la calle siguiera su ritmo habitual, mientras los vecinos olvidaban pequeños incidentes que podrían resolver el caso. ¿Telefonear a Dietrich para mencionar lo del hospital de Lexington, fingiendo que había recibido la llamada en casa, e informar a Karen sobre la mentira? ¿O hacerlo después, sin riesgo de que el capitán le diera el trabajo a su colega de la Policía, en una acción conjunta que él había solicitado?

Prefirió no arriesgarse. Fue a Hollywood, a la calle Tamarind.

El lugar, en efecto, seguía su ritmo habitual. Hacía más calor que dos días atrás, había peatones en la acera, gente sentada en el porche, o podando el césped y los arbustos. Danny aparcó e hizo averiguaciones hasta media tarde. Nada: ningún episodio extraño en el vecindario, ningún vehículo raro, ninguna información sobre Martin Goines, nada inusitado en el apartamento del garaje del 2307 de Tamarind. Ningún curioso, ningún ruido extraño, nada. Y nadie mencionó su Chevy marrón claro aparcado en la calle. Empezaba a impacientarse cuando una anciana que paseaba a un pequeño schnauzer respondió afirmativamente a su pregunta.

Tres noches atrás, alrededor de las diez, había sacado a Wursti a pasear y vio a un hombre alto de hermoso pelo plateado enfilando hacia el garaje del 2307 en compañía de dos «borrachos tambaleantes», uno a cada lado. No, nunca había visto a ninguno de esos tres hombres; no, no hubo ruidos raros en el apartamento; no, ella no conocía a la propietaria de la casa; no, los hombres no conversaban, y dudaba que pudiera identificar al hombre de pelo plateado si lo veía de nuevo.

Danny dejó ir a la anciana, regresó al coche, se dispuso a vigilar el 2307. El instinto le decía algo:

Sí, el asesino vigilaba el lugar para ver si aparecían polizontes. Sí, ya tenía planeado arrojar los cuerpos al Griffith Park. El nombre de Goines no había llegado a los periódicos, era un simple vagabundo, el asesino sabía que la escena del crimen no estaba afectada por la publicidad del caso Goines. Los únicos conocidos de Goines que estaban al corriente de su muerte eran los músicos que él había interrogado, lo cual los eliminaba como sospechosos. Con Goines identificado por la ley, ningún asesino listo llevaría futuras víctimas al apartamento de ese hombre. Lo cual significaba que si nadie aparecía en la calle Tamarind, el asesino podría llevar más víctimas allí. Si evitaba que se enterase el Departamento de Policía, si mantenía su vigilancia, rogando que el asesino no hubiera presenciado su irrupción ni la de Bordoni, ni sus interrogatorios de hoy, era posible que el hombre cayera en sus manos cuando llevara al número cuatro.

Danny esperó, los ojos clavados en la casa, el espejo retrovisor orientado para reflejar la calzada. El tiempo transcurrió despacio; pasó un hombre de aspecto raro, luego dos ancianas empujando carritos de compras y un grupo de muchachos con chaquetas de cuero de la escuela Hollywood. Sonó una sirena, acercándose. Danny pensó en un problema código tres Boulevard abajo.

Luego todo sucedió deprisa.

Una anciana abrió la puerta de la casa del 2307; un coche de la Policía sin insignias frenó en seco en la calzada. El sargento Gene Niles se apeó, miró enfrente y vio a Danny: había reconocido el coche. Niles iba a cruzar cuando la mujer lo detuvo señalando el apartamento del garaje. Niles se detuvo; la mujer le aferró las mangas de la chaqueta; Danny trató de urdir mentiras. Niles se dejó arrastrar por la calzada. Danny se puso nervioso y decidió ir a Hollywood Oeste para inventar pretextos.

Dietrich fumaba un cigarrillo en la entrada de la oficina, Danny le cogió el brazo y lo guió hacia su cubículo. Dietrich se dejó llevar. Dio media vuelta cuando Danny cerró la puerta.

– El teniente Poulson me acaba de llamar. Gene Niles lo telefoneó porque recibió una llamada de la señora que le alquilaba el apartamento a Martin Goines. Sangre y ropas ensangrentadas en todo el piso, a un kilómetro del Griffith Park. Nuestra víctima, y las dos del Departamento de Policía, fueron liquidadas allí, no hay duda. Te vieron vigilando el lugar y te largaste. ¿Por qué? Dame una buena respuesta para que no tenga que suspenderte.

Danny la tenía preparada.

– Un hombre del Hospital Estatal de Lexington me llamó esta mañana a casa y me dijo que había recibido una carta de Martin Goines dirigida a otro paciente. El remitente era Tamarind Norte 2307. Pensé en nuestra charla, en arreglar las cosas con Poulson, en colaborar a pesar de la actitud de Niles. Pero no confiaba en que ellos investigaran a conciencia, así que decidí interrogar a los vecinos por mi cuenta. Estaba descansando en mi coche cuando Niles me vio.

Dietrich cogió un cenicero y apagó el cigarrillo.

– ¿Y no me llamaste? ¿Con semejante pista?

– Me adelanté, señor. Lo lamento.

– No estoy seguro de creerte -dijo Dietrich-. ¿Por qué no hablaste con la propietaria antes de interrogar a otros? Poulson comentó que según Niles la mujer era un buen testigo. Fue ella quien descubrió la carnicería.

Danny se encogió de hombros, tratando de quitarle importancia.

– Llamé un poco más temprano, pero tal vez la anciana no me oyó.

– Poulson dijo que parecía una dama muy avispada. Danny, ¿fuiste al vecindario para una función matinal?

Danny no captó la pregunta.

– ¿En el cine?

– No, en la cama. Tu amiga tiene un piso cerca de esa tienda donde ayer captaste ese mensaje, y Tamarind está cerca. ¿Estabas follando en horas de trabajo?

El tono de Dietrich era más blando; Danny puso sus mentiras en orden.

– Interrogué, después follé. Estaba descansando en mi coche cuando apareció Niles.

Dietrich sonrió torciendo el gesto; sonó el teléfono del escritorio. Dietrich atendió.

– Sí, Norton, está aquí. -Escuchó y añadió-: Una pregunta. ¿Sabe quiénes son los dos hombres?