Danny observó, más nubes eclipsaron la luna, la puerta se abrió y los hombres entraron. Risas, un brusco crescendo, un momento de luz. Danny sintió un hormigueo. Apretado entre el seto y la pared se dirigió hacia una gran ventana con cortinajes de terciopelo. Había una estrecha rendija entre las dos cortinas rojas, y una franja de luz permitía ver esmóquines girando en el parqué, tapices, copas chispeantes. Danny apretó la cara contra la ventana y miró al interior.
Tan cerca tuvo una distorsión, problemas en la Cámara Humana. Retrocedió para captar un cuadro más amplio, vio esmóquines entrelazados, tangos arrimados, todos varones, las caras tan cerca que no se distinguían unas de otras; Danny alejó y acercó su Cámara Humana hasta quedar apretado contra el cristal, el hormigueo localizado entre las piernas mientras sus aguzados ojos captaban medios y primeros planos, rostros.
Más distorsiones, imágenes de brazos y piernas, un carro de bebidas, un hombre de blanco llevando un cuenco de ponche. Afuera, adentro, afuera, mejor encuadre, ningún rostro, luego Tim y Coleman, el saxo alto, juntos, bailando al son de una pieza de jazz. El hormigueo se hacía doloroso. Tim se esfumó y un efebo rubio lo reemplazó. Luego las sombras le taparon la visión. Dio un paso atrás y su lente captó una toma perfectamente encuadrada de dos gordos feos de piel grasienta e inflamada y pelo brillante que no bailaban. Se daban besos en la boca.
Danny regresó a casa, evocando San Berdoo en el 39: Tim frunciendo el ceño cuando él se negó a acostarse con Roxie. Encontró su botella de I. W. Harper, empinó los cuatro tragos habituales y vio algo peor. Tim enfadado, diciendo: sí, nos manoseamos en broma, pero a ti te gustó en serio. Dos tragos más, el Chateau Marmont a todo color, gente atractiva con el cuerpo de Tim.
Bebió directamente de la botella, y el buen sourmash le quemó como el peor aguardiente. La Cámara Humana captó mujeres, mujeres, mujeres. Karen Hiltscher, Janice Modine, chicas de cabaret a quienes había interrogado por un asalto en el Club Largo, exhibiendo pechos y sexos en el vestuario, habituadas a que las miraran los hombres. Rita Hayworth, Ava Gardner, la muchacha de guardarropía de Dave's Blue Room, su madre saliendo de la bañera antes de engordar y hacerse testigo de Jehová. Todas feas y distorsionadas, como los dos gordos del Marmont.
Danny bebió de pie hasta que se le aflojaron las piernas. Al desplomarse, arrojó la botella contra la pared. La botella se estrelló contra una ampliación de los dibujos sanguinolentos de Tamarind 2307.
16
Mal ordenó sus mentiras en el umbral y llamó al timbre. Se oyó un taconeo en el interior de la casa; Mal se estiró el chaleco para disimular que el pantalón le iba ancho en la cintura: demasiadas comidas olvidadas. La puerta se abrió y apareció la Reina Roja, perfectamente peinada, elegantemente vestida en seda y tweed, a las nueve y media de la mañana.
– ¿Sí? ¿Es usted un vendedor? Hay una ordenanza de Beverly Hills contra las ventas a domicilio.
Mal comprendió que ella sabía que no era un vendedor. -Soy de la Fiscalía de Distrito.
– ¿Beverly Hills?
– Ciudad de Los Ángeles.
Claire de Haven sonrió como una estrella de cine.
– ¿Imprudencias peatonales al cruzar la calle?
Aplomo de polizonte. Mal supo que ella lo había calado como el tipo bueno del interrogatorio López-Duarte-Benavides.
– La ciudad necesita su ayuda.
La mujer rió con elegancia y mantuvo la puerta abierta.
– Entre y hábleme de ello, señor…
– Considine.
Claire repitió el nombre y se hizo a un lado, Mal entró en un amplio salón decorado con motivos florales: sofás con gardenias, sillas con orquídeas, mesitas con incrustaciones de margaritas de madera. Las paredes estaban cubiertas de escenas cinematográficas tomadas de películas antinazis populares a finales de los 30 y principios de los 40. Mal se acercó a una ostentosa escena de El alba de los justos: un ruso noble enfrentado a un camisa negra babeante que empuñaba una Luger. El sol aureolaba al chico bueno; el alemán estaba sumido en la oscuridad. Bajo la mirada de Claire de Haven, Mal devolvió el golpe:
– Sutil.
Claire rió.
– Artístico. ¿Es usted abogado, señor Considine?
Mal se volvió. La Reina Roja sostenía un vaso con hielo y un líquido claro. No captó olor a ginebra y apostó a que sería vodka: más elegante, no dejaba aliento a alcohol.
– No, soy investigador de la División del Gran Jurado. ¿Puedo sentarme?
Claire señaló dos sillas ante una mesa de ajedrez.
– Me estoy preparando para esto -dijo-. ¿Quiere café o quizás una copa?
– No -rechazó Mal, sentándose. La silla estaba tapizada en cuero, las orquídeas eran de seda bordada.
Claire de Haven se sentó delante y cruzó las piernas.
– Usted está loco si cree que informaré. No lo haré, mis amigos no lo harán, y tendremos los mejores abogados.
Mal restó importancia a los tres mexicanos.
– Señorita De Haven, ésta es sólo una entrevista preliminar. Mi compañero y yo nos equivocamos al hablar de ese modo con sus amigos de Variety International, nuestro jefe está enfadado y nos han cortado los fondos. Cuando preparamos los informes iniciales sobre la UAES, con material antiguo del HUAC, no encontramos su nombre en ningún lugar, y todos sus amigos parecían… bien… bastante doctrinarios. Decidí seguir una corazonada y presentarle mi caso, esperando que usted mantenga una actitud abierta y vea aspectos razonables en lo que voy a decirle.
Claire de Haven sonrió y bebió un sorbo.
– Habla usted muy bien para ser policía.
Mal pensó: y tú le das al vodka por la mañana y follas con malandrines mexicanos.
– Estudié en Stanford, y fui mayor de la Policía Militar en Europa. Contribuí a acumular pruebas contra criminales de guerra nazis. Como usted verá, siento alguna afinidad con esos pósters que tiene en la pared.
– Y además irradia comprensión. Y ahora lo han empleado los estudios, porque es más fácil cazar comunistas que pagar sueldos decentes. Dividirá, conquistará, logrará que la gente informe e introducirá especialistas. Y sólo causará dolor.
De la provocación al insulto en medio segundo. Mal trató de parecer dócil, pensando que podía vencerla si mostraba los dientes, pero la dejó ganar.
– Señorita De Haven, ¿por qué la UAES no hace huelga para lograr sus exigencias contractuales?
Claire bebió un lento sorbo.
– Los Transportistas entrarían y se quedarían adentro como empleados temporales.
Una buena apertura; una última oportunidad de jugar al buen chico antes de retirarse, publicar artículos en los periódicos e infiltrar a alguien.
– Me alegra que usted mencione a los Transportistas, porque me preocupan. Si este gran jurado tiene éxito, y dudo que lo tenga, el próximo paso lógico sería una medida extorsiva contra los Transportistas. Están plagados de elementos criminales tanto como la izquierda norteamericana está infiltrada por los comunistas.
Claire de Haven no mordió el anzuelo. Miró a Mal, deteniendo los ojos en la automática que llevaba sujeta al cinturón.
– Expone usted el caso con inteligencia. Estilo doctoral, como el que aprendió en sus clases de composición de Stanford.
Mal pensó en Celeste para alimentar su indignación.
– Señorita De Haven, vi Buchenwald, y sé que lo que está haciendo Stalin es igualmente malo. Queremos llegar al fondo de la influencia comunista totalitaria en la industria cinematográfica y dentro de la UAES, terminar con ella, impedir que los Transportistas les den una buena tunda y establecer, mediante testimonios, una línea de demarcación entre la agresión propagandística comunista y la actividad política izquierdista legítima. -Una pausa, hombros encogidos, un ademán que indicaba frustración-. Señorita De Haven, soy policía. Reúno pruebas para encerrar a ladrones y asesinos. No me gusta este trabajo, pero creo que es preciso hacerlo y voy a hacerlo bien. ¿Entiende?