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Rojos, 1; la ciudad de Los Ángeles y el público amante del cine, O.

Un mundo loco.

Buzz dejó el periódico, recordando al loco Dudley en el 38: casi había matado a un negro drogadicto a golpes de manopla por haberle babeado el abrigo de cachemira con que lo había sobornado Ben Siegel. Llamó por el interfono.

– Cariño, ¿alguna respuesta a esas llamadas?

– Aún estoy a la espera, señor Meeks.

– Iré a Los Ángeles Este. Deja los mensajes en mi escritorio, por favor.

– Sí, señor.

Era una mañana fresca que amenazaba lluvia. Buzz tomó por Olympic, desde Hughes Aircraft hasta Boyle Heights con un mínimo de semáforos en rojo, sin paisajes bonitos, tiempo para pensar. La calibre 38 que llevaba encima le formaba extraños pliegues en los michelines; su tarjeta de identificación y el número de Racing Form le deformaban los bolsillos como un lastre que lo obligaba a tirar de la entrepierna para equilibrar el peso. Benavides, López y Duarte habían pertenecido a las bandas White Fence, Flats de la calle Uno o Apaches; los mexicanos de los Heights ansiaban portarse como buenos americanos y le darían buena información. Además, la idea lo aburría.

Sabía por qué: hacía años que no estaba con una mujer que no fuera una ramera o una actriz de segunda categoría ansiosa de llegar a Howard. Audrey Anders lo tenía a mal traer, al extremo de que aun su magnífico trato con la Fiscalía perdía importancia. Apostar con Leotis Dineen era estúpido; perseguir a Audrey era estúpido pero significaba algo: una razón para dejar de atiborrarse de bistecs, platos gratinados y pastel de melocotones y perder unos cuantos kilos para que sus trajes de calidad le sentaran bien, aunque ambos nunca podrían verse en público.

El paisaje iba y venía; la mujer permanecía. Buzz trató de concentrarse en el trabajo. Viró al norte en Soto, internándose en las laderas escalonadas de Boyle Heights. Los judíos habían cedido el vecindario a los mexicanos antes de la guerra; Brooklyn Avenue había cambiado el olor a pastrami y pollo por el de maíz y cerdo frito. La sinagoga de Hollenbeck Park era ahora una iglesia católica; los viejos con gorros que jugaban al ajedrez bajo los turbintos habían sido reemplazados por pachucos con pantalones color caqui: arrogantes y acicalados, caminaban con un contoneo y hablaban como convictos. Buzz rodeó el parque, observándolos y sacando conclusiones: hombres en paro, poco más de veinte años, quizá vendiendo cigarrillos de marihuana de cincuenta céntimos y cobrando protección a los comerciantes judíos demasiado pobres para mudarse al nuevo cañón kosher de Beverly y Fairfax. White Fence, Flats o Apaches, con tatuajes que los identificaban entre el pulgar y el índice izquierdo. Peligrosos cuando los excitaban el mescal, la marihuana, los barbitúricos o las hembras; inquietos cuando se aburrían.

Buzz aparcó y se acomodó la porra en la parte de atrás de los pantalones, con lo cual le sentaban aún peor. Se acercó a cuatro mexicanos jóvenes; dos lo vieron venir y se alejaron, obviamente para deshacerse de alguna mercancía comprometedora, reconocer el terreno y ver qué quería ese polizonte gordo. Los otros dos se quedaron allí presenciando una pelea de cucarachas: dos bichos en una caja de zapatos apoyada en un banco, gladiadores luchando por el derecho a devorar un bicho muerto empapado en jarabe de arce. Buzz miró la acción mientras los pachucos fingían no verlo; vio una pila de monedas de diez y veinticinco en el suelo y puso encima un billete de cinco dólares.

– Apuesto por la que tiene la mancha en el lomo.

Los mexicanos reaccionaron con parsimonia; Buzz hizo una rápida evaluación: tatuajes White Fence en los musculosos antebrazos derechos; los dos chivatos eran flacos y fuertes, en el límite del peso wélter; una camiseta sucia, una limpia. Cuatro ojos castaños que lo estaban evaluando.

– Hablo en serio. Ese hijo de perra tiene estilo. Es un maestro del baile, como Billy Conn.

Los dos pachucos señalaron la caja de zapatos.

– Billy ha muerto -dijo Camiseta Limpia.

Buzz miró y vio la cucaracha manchada patas arriba, pegada al cartón en un charco de viscosidad amarilla. Camisa Sucia rió entre dientes, recogió el cambio y el billete de cinco; Camiseta Limpia cogió un palo de helado, sacó al ganador de la caja y lo puso en la corteza de un turbinto junto al banco. La cucaracha se quedó allí lamiéndose las antenas.

– Doble o nada por un truco que aprendí en Oklahoma -propuso Buzz.

– ¿Qué es?-preguntó Camiseta Limpia-. ¿Un puto truco de polizonte?

Buzz sacó la porra y la sostuvo de la correa.

– En cierto modo. Tengo algunas preguntas sobre unos muchachos que vivían por aquí, y podéis ayudarme. Si hago el truco habláis. No es una delación, sólo unas preguntas. Si no hago el truco, os vais. ¿Entendido?

El chivato de la camiseta limpia decidió largarse. Camiseta Sucia lo detuvo y señaló la porra de Buzz.

– ¿Qué tiene que ver esa cosa?

Buzz sonrió y retrocedió tres pasos, los ojos clavados en el árbol.

– Hijo, quémale el trasero a ese bicho, y te mostraré.

Camiseta Limpia sacó un encendedor, lo encendió y puso la llama bajo la cucaracha vencedora. El bicho trepó por el árbol; Buzz apuntó y lanzó la porra, que chocó contra el árbol y cayó al suelo. Camiseta Sucia la recogió y palpó la pulpa de la punta.

– Es la cucaracha. Demonios.

Camiseta Limpia hizo la señal de la cruz en versión pachuca, tocándose los testículos con la mano derecha; Camiseta Sucia se persignó a la manera tradicional. Buzz arrojó la porra al aire, la acunó en el brazo, la agarró y la hizo girar detrás de la espalda, la hizo rebotar en el pavimiento y se la apoyó en el hombro dando un tirón a la correa. Los mexicanos estaban boquiabiertos; Buzz atacó mientras aún los tenía deslumbrados.

– Mondo López, Juan Duarte y Sammy Benavides. Andaban por aquí con sus bandas. Hablad bien y os mostraré más trucos.

Camiseta Sucia soltó un borbotón de palabrotas en español; Camiseta Limpia tradujo:

– Javier odia a los Flats como perros. Como putos perros malignos.

Buzz se estaba preguntando si podría deslumbrar a Audrey Anders mostrándole algunos trucos con la porra.

– ¿Así que esos chicos andaban con los Flats?

Javier escupió en el suelo, un gesto elocuente.

– Traidores, hombre. En el 43 o el 44 los Fence y los Flats tenían un tratado de paz. Se suponía que López y Duarte tenían que estar en él, pero se unieron a esos putos condenados nazis, los Sinarquistas, luego a los putos condenados comunistas de Sleepy Lagoon, cuando tendrían que haber estado peleando con nosotros. Los condenados Apaches les dieron una puta tunda a los Flats y los Fences, hombre. Yo perdí a mi primo Caldo.

Buzz sacó otros dos billetes de cinco.

– ¿Qué más? Di cosas malas, si quieres.

– ¡Benavides era malo! ¡Violó a su propia hermanita!

Buzz entregó el dinero.

– Despacio ahora. Dime algo más sobre eso, lo que recuerdes, y algunos datos sobre la familia. Despacio.

– Es sólo un rumor sobre Benavides -continuó Camiseta Limpia-, y Duarte tiene un primo maricón, así que tal vez él también sea maricón. Ser maricón es hereditario. Leí eso en un número de Argosy.

Buzz se guardó la porra en los pantalones.

– ¿Y las familias? ¿Alguno tiene parientes por aquí?

– La madre de López murió -respondió Javier-, y creo que tiene algunos primos en Bakersfield. Salvo el maricón, la mayor parte de la familia de Duarte volvió a México, y sé que los padres de ese puto Benavides viven en la calle Cuatro y Evergreen.

– ¿Casa? ¿Apartamento?

– Una choza con estatuas enfrente -intervino Camiseta Limpia. Se atornilló la sien con el dedo-. La madre está loca de remate.