Buzz suspiró.
– ¿Eso es todo lo que recibo por quince dólares y mi espectáculo?
– Cada chivato de los Heights odia a esos cabrones -dijo Javier-. Pregúnteles.
– Podríamos armar algún revuelo. Nos podría pagar por eso -aventuró Camiseta Limpia.
– Tratad de sobrevivir -replicó Buzz, y se dirigió a Cuatro y Evergreen.
El jardín era un altar.
Había estatuas de Jesús alineadas, de cara a la calle; había un establo armado con troncos de juguete, excrementos de perro en el pesebre del niño Jesús. Buzz caminó hasta el porche y llamó al timbre; vio a la Virgen María en una mesa. El frente de la ondeante túnica blanca tenía una inscripción: «Fóliame.» Buzz hizo una pronta deducción: los Benavides no tenían buena vista.
Una anciana se acercó a la puerta.
– ¿Quién es?-preguntó en español.
– La policía, señora -dijo Buzz-. Y no hablo español.
La vieja acarició un collar de cuentas que llevaba colgado.
– Pues yo hablo inglés. ¿Es por Sammy?
– Sí, señora, ¿Cómo lo sabe?
La anciana señaló la pared, encima de un hogar de ladrillos desconchados. Allí habían dibujado un diablo: traje rojo, cuernos y tridente. Buzz caminó hasta la pared y la miró. En la cara del diablo habían pegado la foto de un chico mexicano, y una hilera de estatuas de Jesús lo miraba desde la repisa, haciéndole el mal de ojo.
– Mi hijo Sammy es comunista -contestó la mujer-. El diablo encarnado.
Buzz sonrió.
– Parece que usted está bien protegida, señora. Ha puesto a Jesús a hacer el trabajo.
Mamá Benavides cogió un fajo de papeles de la repisa y se los dio. La página inicial era propaganda del Departamento de Justicia del Estado: organizaciones comunistas en orden alfabético. El Comité de Defensa de Sleepy Lagoon tenía una marca, y al lado una nota entre paréntesis: «Escriba al apartado de correos 465, Sacramento, 14, California, para pedir la lista de miembros.» La vieja cogió el fajo, lo hojeó y clavó el dedo en una columna de nombres. Benavides, Samuel Tomás Ignacio y De Haven, Claire Katherine estaban destacados en tinta.
– Allí está. Es la verdad. Esa Anticristo comunista.
La mujer tenía lágrimas en los ojos.
– Bien -dijo Buzz-, Sammy tiene sus defectos, pero yo no diría que es el diablo.
– ¡Es verdad! ¡Yo soy la madre del diablo! -exclamó la mujer en español-. ¡Arréstelo! ¡Comunista!
Buzz señaló el nombre de Claire de Haven.
– Señora Benavides, ¿qué tiene contra esa mujer? Déme buenos datos y le daré una tunda a ese maldito con mi porra.
– ¡Comunista! ¡Drogadicta! Sammy la llevó a la clínica para que se curara, y ella…
Buzz vio un espléndido comienzo.
– ¿Dónde está esa clínica, señora? Dígalo despacio.
– Junto al mar. ¡Un doctor diabólico! ¡Puta comunista!
La madre de Satanás empezó a soltar alaridos. Buzz se largó de Los Ángeles Este y se dirigió a Malibú: brisa marina, un médico que le debía favores. Sin peleas de cucarachas ni vírgenes que decían «Fóllame».
La clínica Pacific Sanitarium estaba en Malibú Canyon. Era un sanatorio para alcohólicos y drogadictos instalado en las colinas a un kilómetro de la playa. El edificio principal, el laboratorio y los barracones de mantenimiento estaban rodeados por alambre de espino electrificado; el precio para abandonar el alcohol, la heroína y los fármacos era de mil doscientos dólares por semana; en el lugar se procesaba heroína para desintoxicación, según un acuerdo de caballeros entre el doctor Terence Lux, director de la clínica, y el Consejo de Supervisores del condado de Los Ángeles. El acuerdo se basaba en la estipulación de que los políticos de Los Ángeles que necesitaran el lugar podían recibir atención gratuita. Buzz se acercó a la entrada pensando en las referencias que había dado a Lux: alcohólicos y adictos de la RKO que se habían salvado de la cárcel y la mala publicidad porque el doctor Terry, cirujano plástico de las estrellas, les había dado refugio a ellos y una tajada del diez por ciento a él. Había un caso que aún recordaba con ira: una muchacha que había tenido una sobredosis cuando Howard la echó de su refugio preferido y la mandó de vuelta a la calle, a prostituirse en bares de hotel. Casi había quemado los trescientos que Lux le dio por ese negocio.
Buzz tocó la bocina; la voz del guardia de la puerta chilló en el altavoz.
– Sí, señor.
Buzz habló por el aparato que había junto a la alambrada.
– Turner Meeks para ver al doctor Lux.
– Un momento, señor -dijo el guardia. Buzz esperó. Luego-: Señor, siga hasta la encrucijada izquierda al final del camino. El doctor Lux está en el criadero.
La puerta se abrió; Buzz dejó atrás el edificio de la clínica y los barracones y viró hacia una calzada lateral en un pequeño pasaje lleno de arbustos. Había un cobertizo al finaclass="underline" paredes bajas de alambre y techo de hojalata. En el interior cloqueaban pollos; algunas de las aves chillaban como el demonio.
Buzz aparcó, salió y miró a través de la alambrada. Dos peones con botas y pantalones caqui mataban pollos, degollándolos con palos que tenían hojas de afeitar en la punta, las estacas cortantes que los polizontes de Disturbios usaban a principios de los 40 para capar vagos mexicanos de un tajo en los pantalones. Los peones eran buenos: un tajo, el siguiente. Los pocos pollos que quedaban trataban de correr y revolotear; el pánico los impulsaba hacia las paredes, el techo y sus verdugos. Buzz pensó: esta noche no comeré pollo en el Derby. Oyó una voz a sus espaldas.
– Dos pájaros de un tiro. Mal chiste, buen negocio.
Buzz dio media vuelta: atractivo y canoso como una definición de «médico» tomada del diccionario.
– Hola, doc.
– Sabes que prefiero Terry o doctor, pero siempre he hecho concesiones a tu estilo familiar. ¿Visita de negocios?
– No exactamente. ¿Qué es eso? ¿Autosuministro de alimentos?
Lux señaló el corral en silencio. Los peones guardaban pollos muertos en bolsas.
– Dos pájaros de un tiro. Primero, hace años leí un estudio que aseguraba que una dieta de pollo resulta beneficiosa para las personas que tienen bajo el nivel de azúcar, lo cual es típico de los alcohólicos y drogadictos. Segundo, mi curación especial para adictos a las drogas. Mis técnicos les sacan la sangre contaminada y les inyectan sangre fresca y saludable llena de vitaminas, minerales y hormonas animales. Así que tengo un criadero. Resulta económicamente ventajoso, y beneficioso para mis pacientes. ¿Qué pasa, Buzz? Si no vienes por negocios, buscas un favor. ¿En qué puedo ayudarte?
El tufo de la sangre y las plumas lo estaba aturdiendo. Buzz vio un sistema de poleas que conectaba los barracones de mantenimiento con la clínica, una vagoneta aparcada en una rampa a diez metros del cobertizo de los pollos.
– Vamos a tu despacho. Tengo algunas preguntas sobre una mujer que sin duda fue tu paciente.
Lux frunció el ceño y se limpió las uñas con un escalpelo.
– Nunca proporciono información confidencial acerca de mis pacientes. Lo sabes. Es una de las razones por las cuales Hughes y tú usáis mis servicios con exclusividad.
– Sólo unas preguntas, Terry.
– Supongo que no preferirás dinero.
– No necesito dinero, necesito información.
– ¿Y si no te doy esa información irás con la música a otra parte?
Buzz señaló el vehículo.
– No me iré sin respuestas. Sé amable conmigo, Terry. Ahora trabajo para la ciudad de Los Ángeles, y podría sentir el impulso de hablar de la droga que fabricas aquí.
Lux se rascó el cuello con el escalpelo.
– Sólo con propósitos curativos, y con la aprobación del estamento político.
– Doc, ¿me estás diciendo que no le vendes mercancía a Mickey C. para sus propios recomendados? La ciudad odia a Mickey, ¿sabes?