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Ellis Loew tenía la mano apoyada en la mesa; Dudley Smith la cubrió con la suya y sonrió, todo amabilidad. Mal pasó revista a sus casos: el asesinato de una ramera en Chinatown, la muerte de dos negros en Watts, el asalto a un prostíbulo frecuentado por altos mandos del Departamento de Policía. Baja prioridad, ninguna prioridad. Apoyó la mano encima de las otras y dijo:

– Acepto.

Separaron las manos. Smith le guiñó el ojo.

– Compañeros en una grandiosa cruzada -comentó.

Ellis Loew se levantó.

– Primero os diré qué tenemos, luego os explicaré qué necesitamos.

»Tenemos declaraciones juradas de miembros de Transportistas que hablan de una infiltración roja en la UAES. Tenemos una lista de afiliación del Partido Comunista cotejada con una lista de los miembros de la UAES, y muchos nombres coinciden. Tenemos copias de películas prosoviéticas realizadas durante la guerra, pura propaganda roja, en las que trabajaron miembros de la UAES. Tenemos la artillería pesada que mencionaré dentro de un momento, y estoy tratando de conseguir fotos tomadas por personal de vigilancia del FBI: miembros del trust de cerebros de la UAES implicados con conocidos miembros del Partido Comunista y condenados por el HUAC en las protestas de Sleepy Lagoon en el 43 y el 44. Buena munición para empezar.

– El asunto de Sleepy Lagoon podría ser contraproducente -observó Mal-. Los chicos que fueron condenados eran inocentes, nunca dieron con el verdadero asesino y la causa fue demasiado popular. Algunos republicanos firmaron la petición de protesta. Tendríamos que revisar ese enfoque.

Dudley Smith apagó el cigarrillo en los restos del café.

– Eran todos culpables, amigo. Los diecisiete. Conozco ese caso. Mataron a golpes a José Díaz, lo arrastraron a la laguna y lo atropellaron con un vehículo viejo. Crimen pasional de pachucos [4] puro y simple. Díaz se follaba a la hermana del hermano de algún primo. Esos mexicanos se casan y procrean entre familiares. Son todos idiotas mongólicos.

Mal suspiró.

– Fue una farsa, teniente. Fue poco antes de los disturbios, y todos estaban locos por los mexicanos. Y el que indultó a esos chicos fue un gobernador republicano, no un comunista.

Smith miró a Loew.

– Nuestro amigo respeta más la palabra del cuarto poder que la de un compañero de armas. Pronto nos dirá que el Departamento fue el responsable de todos esos hermanos latinos heridos durante los disturbios. Una interpretación popular entre los rojos, dicho sea de paso.

Mal cogió un panecillo. Mantuvo la voz firme para demostrar al corpulento irlandés que no le tenía miedo.

– No, una interpretación popular en el Departamento de Policía. Yo estaba allí entonces, y los hombres con quienes trabajaba calificaron el trabajo de pura y simple basura. Además…

Loew elevó la voz justo cuando la de Mal empezaba a temblar.

– Caballeros, por favor.

La interrupción permitió a Mal tragar saliva, recobrar la compostura y dispararle una fría mirada a Dudley Smith. El grandote le respondió con una sonrisa blanda.

– Basta de discutir por un inútil mexicano muerto -dijo, y extendió la mano. Mal la estrechó; Smith le guiñó el ojo.

– Así está mejor -aprobó Ellis Loew-, porque aquí no nos importa si eran culpables o no. Lo cierto es que el caso de Sleepy Lagoon atrajo a muchos subversivos y ellos lo explotaron para sus propios fines. Esa es nuestra perspectiva. Sé que ambos queréis estar con vuestra familia, así que seré breve. Esencialmente, traeréis lo que los federales llaman «testigos amigables», miembros de la UAES y otros izquierdistas deseosos de salir limpios de sus asociaciones con comunistas y de cantar nombres. Tenéis que conseguir declaraciones estableciendo que las películas procomunistas en que trabajó la UAES formaban parte de una conspiración consciente, propaganda para apoyar la causa roja. Tenéis que conseguir pruebas legales: actividades subversivas dentro de la ciudad de Los Ángeles. Tampoco vendría mal conseguir nombres importantes. Es sabido que muchos astros de Hollywood apoyan este movimiento. Eso nos serviría como…

Loew hizo una pausa.

– ¿Marquesina?-insinuó Mal.

– Sí, bien dicho, aunque un poco cínico. Veo que el patriotismo no te resulta natural, Malcolm. Pero deberías tratar de infundir cierto fervor a esta misión.

Mal recordó el rumor de que Mickey Cohen había comprado parte del sindicato de Transportistas a su representante de la Costa Este, un ex pistolero que buscaba capital para invertir en casinos de La Habana.

– Mickey Cohen podría suministrar unos dólares si el Ayuntamiento anda corto de fondos. Apuesto a que no le molestaría echar a la UAES para que entren sus muchachos. En Hollywood se puede ganar mucho dinero.

Loew se sonrojó. Dudley Smith tamborileó sobre la mesa con su enorme nudillo.

– Nuestro amigo Malcolm no es tonto. Así es, muchacho. A Mickey le gustaría que sus Transportistas entraran y a los estudios les gustaría que la UAES saliera. Lo cual no impide que la UAES esté llena de rojos. ¿Sabías que una vez fuimos casi colegas?

Mal lo sabía: en el 41, Thad Green le había ofrecido una transferencia al Escuadrón Especial, cuando acababan de ascenderlo a sargento. Mal la había rechazado porque no tenía agallas para pelear con atracadores y derribar puertas pistola en mano, la diplomacia de las armas: obligar a sujetos peligrosos a respetar la libertad condicional, moliéndolos a palos para disuadirlos de viajar a San Quintín. Dudley Smith había matado a cuatro hombres en ese puesto.

– Yo quería trabajar en Antivicio.

– No te culpo, muchacho. Menos riesgos, más posibilidades de ascenso.

Los viejos rumores: el agente/sargento/teniente Mal Considine, Departamento de Policía/Fiscalía de Distrito, no quería ensuciarse las manos. Se había asustado cuando era novato y trabajaba en la División de la calle Setenta y siete, el corazón de la selva. Mal se preguntó si Dudley Smith sabría algo sobre el nazi de Buchenwald.

– Así es. Nunca vi posibilidades allí.

– Era divertido, muchacho. Habrías congeniado bien. Los demás no lo creían así, pero tú los habrías convencido.

Está al corriente de los rumores. Mal miró a Ellis Loew y dijo:

– Concretemos esto. ¿Cuál es la artillería pesada que mencionaste?

Loew los miró a ambos.

– Tenemos dos hombres que nos ayudan. El primero es un ex federal llamado Edmund J. Satterlee. Es jefe de un grupo llamado Contracorrientes Rojas. Es asesor de varias empresas y de lo que podríamos llamar gentes «astutas» de la industria del espectáculo. Investiga antecedentes de posibles empleados para averiguar si están vinculados con el comunismo, y ayuda a identificar los elementos subversivos que ya se puedan haber infiltrado. Ed es un experto en comunismo y os indicará cómo usar las pruebas con mayor eficacia. El segundo hombre es un psiquiatra, el doctor Saul Lesnick. Ha sido psiquiatra «oficial» del Partido Comunista de Los Ángeles desde los 40, y ha colaborado con el FBI durante años. Tenemos acceso a su archivo de historiales psiquiátricos: los cabecillas de la UAES, sus trapos sucios desde antes de la guerra. Artillería pesada.

Smith palmeó la mesa y se levantó.

– Un cañón, un obús, tal vez una bomba atómica. ¿Nos vemos mañana en tu casa, Ellis? ¿A las diez?

Loew gesticuló con el dedo.

– A las diez en punto.

Dudley imitó el gesto.

– Hasta entonces, socio -le dijo a Mal-. No será el Especial, pero aun así nos divertiremos.

Mal asintió y el grandote se fue del local. Transcurrieron unos segundos.

– Un trabajo difícil -comentó Loew-. Si no pensara que los dos haréis un gran trabajo juntos, no habría permitido que Smith participara.

– ¿Se ofreció voluntario?

– Tiene una conexión con McPherson, y se enteró del asunto antes de que me dieran la aprobación. ¿Crees que podrás tenerlo con la rienda corta?