– Reynolds Loftis, señor Hartshorn. Lo arrestaron con usted. Dígame qué sabe sobre él y le diré al detective que trabaja en el caso Lindenaur que lo deje en paz, que usted tiene una coartada. ¿Le parece bien?
Hartshorn se cruzó de brazos.
– No conozco a ningún Reynolds Loftis y no hago tratos con polizontes que apestan a colonia barata. Lárguese de mi casa.
Hartshorn estaba muy nervioso. Buzz fue hasta el mueble bar, llenó un vaso de whisky y se lo ofreció al abogado.
– Para tus nervios, Charlie. No quiero que sufras un ataque cardíaco.
– ¡Lárguese de mi casa, gusano!
Buzz dejó el vaso, aferró a Hartshorn por el cuello y lo aplastó contra la pared.
– Estás tratando mal a la persona equivocada, abogado. No te conviene joderme los planes. Voy a explicarte la situación: o me hablas de ti y Reynolds Loftis o voy al salón y le cuento a tu hijita que papá chupa vergas en el servicio de caballeros de Westlake Park y le dan por el culo en Selma y Las Palmas. Y si le dices una palabra a alguien, saldrás en Confidential follando negros. ¿Entiendes?
Hartshorn estaba rojo como la grana y al borde de las lágrimas. Buzz le soltó el cuello, vio la huella de una manaza y cerró esa manaza en un puño. Hartshorn caminó hasta el mueble bar y cogió la botella de whisky. Buzz giró hacia la pared, conteniendo el puñetazo en el último momento.
– Canta lo de Loftis, maldición. Pónmelo fácil, así podré largarme de aquí.
Se oyó un tintineo de vidrio, seguido por un suspiro y un silencio. Buzz miró la pared. Hartshorn habló con voz hueca y muerta.
– Reynolds y yo sólo tuvimos… una aventura. Nos conocimos en la fiesta que organizaba un belga, un director de cine. El hombre estaba muy en boga, y organizaba muchas fiestas en clubes para la gente como nosotros… como él. Lo de Reynolds nunca fue serio porque él salía con un guionista, y había un tercer hombre entre ambos. Yo era un extraño… así que nunca…
Buzz dio media vuelta y vio a Hartshorn derrumbado en una silla, entibiándose las manos con un vaso de whisky.
– ¿Qué más sabes?
– Nada. Nunca vi a Reynolds después de esa vez en el Knight in Arms. ¿A quién va usted…?
– A nadie, Charlie. Nadie va a saberlo. Sólo diré que he oído decir que Loftis es…
– Oh Dios. ¿De nuevo la caza de brujas?
Cuando Buzz salió, el pobre diablo sollozaba.
Había empezado a llover mientras él interrogaba al abogado: goterones gruesos, la clase de diluvio que amenazaba con fundir las colinas con el mar y ocultar la mitad de la Cuenca de Los Ángeles. Buzz apostó tres contra uno a que Hartshorn mantendría la boca cerrada; doble contra sencillo a que un poco más de presión policial lo sacaría de quicio; uno contra uno a que iría a cenar a Nickodel y pasaría la noche en casa redactando el informe del día. Olía el sudor del maricón en su cuerpo, mezclándose con su propio sudor; sintió esa depresión que lo aplastaba después de haber maltratado a un pardillo. A medio camino de la oficina, abrió la ventanilla para recibir el estímulo del aire y la lluvia, cambió de dirección y fue a su casa.
Su casa estaba en el edificio Longview, Beverly y Mariposa, cuatro habitaciones en el sexto piso, vista al sur, un apartamento decorado con restos de platós cinematográficos de la RKO. Buzz entró en el garaje, dejó el coche y subió en el ascensor. Audrey Anders estaba sentada en la puerta. Llevaba un vestido de lamé dorado con lentejuelas, salpicado por la lluvia, y un abrigo de visón mojado en el regazo. Lo usaba de cenicero; cuando vio a Buzz apagó el cigarrillo en el cuello.
– Modelo del año pasado -explicó-. Mickey me comprará uno nuevo.
Buzz la ayudó a levantarse, sosteniéndole las manos un segundo de más.
– ¿De veras tengo tanta suerte?
– No cantes victoria. Lavonne Cohen se fue de viaje con su club de majong y Mickey piensa que se ha abierto la temporada de caza conmigo. Hoy me tocaba el Mocambo, el Grove y copas de última hora con los Gerstein. Me las ingenié para escapar.
– Pensé que tú y Mickey estabais enamorados.
– El amor tiene su lado malo. ¿Sabías que eres el único Turner Meeks de la guía?
Buzz abrió la puerta. Audrey entró, tiró el visón al suelo y echó un vistazo al salón. Los muebles incluían sofás de cuero y mecedoras de Vacaciones en Londres y adornos de Bwana de la selva; las puertas-vaivén que daban al dormitorio parecían sacadas del saloon de Furia en el Río Grande. La moqueta era verde lima con franjas rojas, la colcha era la que había acogido los revolcones de la amazona de Canción de las Pampas.
– Meeks, ¿pagaste por esto?-preguntó Audrey.
– Regalos de un tío rico. ¿Quieres un trago?
– No bebo.
– ¿Por qué no?
– Mi padre, mi hermana y mis dos hermanos son borrachos, así que opté por prescindir de la bebida.
Buzz estaba pensando que Audrey estaba guapa, aunque no tanto como cuando iba sin maquillaje y con la camisa de Mickey hasta las rodillas.
– ¿Y te dedicaste al strip-tease?
Audrey se sentó, se quitó los zapatos y se abrigó los pies en el visón.
– Sí, y no me pidas que te haga el número de las borlas, porque no lo haré. Meeks, ¿qué demonios te pasa? Pensé que te alegrarías de verme.
Buzz aún percibía el olor del maricón.
– Hoy he maltratado a un tipo. Ha sido espantoso.
Audrey movió los dedos de los pies, haciendo saltar al visón.
– ¿Y? Es tu forma de ganarte la vida.
– Por lo general presentan más resistencia.
– ¿Me estás diciendo que es un juego?
Una vez Buzz le había dicho a Howard que las únicas mujeres que valían la pena eran las que te comprendían.
– Tenemos que ser mejores en algo más que darnos cornadas y hacernos preguntas.
La Chica Explosiva lanzó el visón hacia arriba de una patada. El abrigo aterrizó en su regazo.
– ¿El dormitorio es tan llamativo como el resto?
Buzz rió.
– Casbah Nocturna y El paraíso es rosa. ¿Eso te dice algo?
– Ésa es otra pregunta. Pregúntame a mí algo provocativo.
Buzz se quitó la chaqueta, se desenganchó la sobaquera y la arrojó en una silla.
– De acuerdo. ¿Mickey te hace vigilar?
Audrey negó con la cabeza.
– No. Le hice desistir de eso. Me hacía sentir barata.
– ¿Dónde tienes el coche?
– A tres calles.
Tenía luz verde para transformar su mayor estupidez en una superproducción.
– Has pensado en todo.
– Supuse que no dirías que no -dijo Audrey. Agitó el abrigo de visón-. Y he traído una toalla para mañana.
Buzz pensó: RIP Turner Prescott Meeks, 1906-1950. Respiró hondo, escondió la barriga, atravesó la puerta-vaivén y empezó a desnudarse. Audrey entró y se rió al ver la cama: una colcha de satén rosa, dosel rosa, gárgolas rosas con bordados como postes. Se desnudó en un santiamén; a Buzz se le aflojaron las piernas cuando le vio los pechos al aire. Audrey se le acercó y le desanudó la corbata, le desabrochó la camisa, le aflojó el cinturón. Él se quitó los zapatos y los calcetines de pie, se libró de la camisa temblando. Audrey rió y le acarició los músculos de los brazos, luego le pasó las manos por las partes que más odiaba de sí mismo: la barriga, los michelines, las cicatrices del pecho. Cuando ella empezó a lamerlo allí, Buzz comprendió que a ella no le molestaban; la levantó en brazos para mostrarle lo fuerte que era -faltó poco para que las piernas lo traicionaran- y la llevó a la cama. Se quitó los pantalones y los calzoncillos impulsivamente y se tendió junto a ella. En medio segundo ella se convirtió de un torbellino de brazos y piernas que lo besaba con la boca abierta y lo apretaba como si nunca hubiera deseado otra cosa.