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La pregunta parecía un mapa de los viejos rumores. Ellis veía en él al hombre que había matado a un nazi, y tal vez sospechaba que era responsable del frustrado intento de liquidar a Buzz Meeks. Y Dudley Smith no sacaría a relucir las viejas historias de Antivicio y la calle Setenta y Siete.

– No veo ningún problema, abogado.

– Bien. ¿Cómo andan las cosas con Celeste y Stefan?

– No quieras saberlo.

Loew sonrió.

– Anímate. La suerte está llamando a tu puerta.

3

Turner «Buzz» Meeks observó a los detectives privados que custodiaban Hughes Aircraft, apostó cuatro contra uno a que Howard contrataba a esos inútiles porque le gustaban los uniformes, y dos contra uno a que él mismo los diseñaba. Lo cual significaba que Mighty Man Agency era un «perro extraviado» de RKO Pictures/Hughes Aircraft/Tool Company, denominación del gran hombre para sus antojadizas operaciones de evasión de impuestos. Hughes poseía una fábrica de sujetadores en San Ysidro, donde todos los empleados eran inmigrantes mexicanos ilegales; una planta que manufacturaba trofeos galvanizados; cuatro bares estratégicamente situados, esenciales para mantener su rigurosa dieta de hamburguesas y perros calientes. Buzz se plantó en la puerta de la oficina, se fijó en las solapas de los bolsillos del agente de Mighty Man que estaba de pie junto al hangar, dedujo que el corte era idéntico al de una blusa que Howard había diseñado para destacar el busto de Jane Russell y calculó las probabilidades. Por trillonésima vez en la vida se preguntó por qué siempre hacía apuestas cuando estaba aburrido.

Ahora estaba mortalmente aburrido.

Eran poco más de las diez de una mañana de Año Nuevo. Buzz, en su condición de jefe de seguridad de Hughes Aircraft, había pasado toda la noche al mando de los agentes de Mighty Man Agency en lo que Howard Hughes llamaba «patrulla de perímetro». Los guardias regulares de la planta tenían la noche libre; espectros alcoholizados habían recorrido el terreno desde el anochecer, en una excursión que culminaba con el regalo de Año Nuevo del Gran Howard: un camión cargado de perros calientes y Coca-Cola que llegó justo cuando 1949 se convirtió en 1950, cortesía del local de hamburguesas de Culver City. Buzz había dejado sus cálculos de jugador para ver cómo comían los Mighty Men; apostó seis contra uno a que Howard perdería los estribos si les sorprendía una mancha de mostaza con chucrut en los uniformes con bordados.

Buzz miró el reloj de pulsera. Las diez y cuarto. Podía irse a casa y dormir al mediodía. Se desplomó en una silla, escrutó las paredes y contempló las fotos enmarcadas. Cada una le hizo calcular probabilidades a favor y en contra de sí mismo: su tarea aparente y su verdadera actividad eran perfectas.

Allí estaba él, bajo, rechoncho, tirando a gordo, de pie junto a Howard Hughes, alto, apuesto, con traje rayado: un palurdo de Oklahoma y un millonario excéntrico haciendo cuernos con la mano. Buzz veía las fotos como las dos caras de un maltrecho disco de canciones de frontera: una cara sobre un sheriff corrompido por las mujeres y el dinero; y la otra, un lamento por el hombre que lo había comprado. A continuación había una colección de fotos de policía: Buzz atildado y pulcro como agente del Departamento de Policía de Los Ángeles en el 34; cada vez más gordo y mejor vestido a medida que las fotos avanzaban en el tiempo: puestos en Estafas, Atracos y Narcóticos; chaquetas de cachemira y pelo de camello, el nerviosismo en los ojos, típico de los «recaudadores». Luego el detective sargento Turner en una cama en Queen of Angels, rodeado por altos oficiales, señalándose las heridas a las que había sobrevivido mientras se preguntaba si otro policía le había tendido una trampa. Una hilera de fotos civiles sobre el escritorio: un Buzz más gordo y más canoso con el alcalde Bowron, el ex fiscal de distrito Buron Fitts, Errol Flynn, Mickey Cohen, productores para quienes había hecho trabajos sucios, actrices de poca monta a quienes había sacado de litigios y metido en abortos, médicos especialistas en drogadicción que le agradecían las recomendaciones. Intermediario, chico de los recados, matón.

Sin un céntimo.

Buzz se sentó al escritorio y anotó sus pertenencias y deudas. Contaba con catorce acres de tierras en el condado de Ventura; era un terreno árido y poco productivo que había comprado para cuando sus padres se retiraran, pero lo habían burlado pasando a mejor vida en el 44, durante una epidemia de tifus. El agente de bienes raíces le había hablado de treinta dólares por acre como máximo. Más le valía conservarlo. No podía devaluarse mucho más. Poseía un cupé Eldorado 48 verde, igual al de Mickey C., pero sin el blindaje a prueba de balas. Tenía un montón de trajes de Oviatt's y London Shop, y todos los pantalones le apretaban la cintura: Mickey le había regalado ropa, pues Buzz y el menudo y ostentoso judío gastaban la misma talla. Pero Mick tiraba las camisas que había usado dos veces, y la lista de deudas estaba desbordando la página para ocupar el secante del escritorio.

Sonó el teléfono. Buzz lo cogió.

– Seguridad. ¿Quién habla?

– Sol Gelfman, Buzz. ¿Me recuerdas?

El viejo de la MGM cuyo nieto robaba coches, un simpático muchacho que sacaba descapotables de los aparcamientos de Restaurant Row, atravesaba Mulholland como un bólido y siempre dejaba su tarjeta de visita -una gran pila de excrementos- en el asiento trasero. Había sobornado al agente que lo había arrestado, quien había alterado su informe para denunciar dos robos -en vez de veintisiete-y había omitido toda mención a los excrementos. El juez había puesto al muchacho en libertad condicional, aduciendo su buena familia y su brío juvenil.

– Claro. ¿En qué puedo servirle, señor Gelfman?

– Bien, Howard dijo que te llamara. Tengo un pequeño problema, y Howard aseguró que podías ayudarme.

– ¿Su nieto ha vuelto a las andadas?

– No, por Dios. En mi nueva película hay una muchacha que necesita ayuda. Unos malandrines tienen fotos obscenas de ella, anteriores a mi contrato. Les di algo de dinero para que se portaran bien, pero no se dan por satisfechos.

Buzz resopló. Al parecer tendría que machacar cabezas.

– ¿Qué clase de fotos?

– Desagradables. Con animales. Lucy y un gran danés que tiene una verga como la de King Kong. Ojalá tuviera yo una verga como ésa.

Buzz Meeks cogió una pluma para anotar en el dorso de su lista de deudas.

– ¿Quién es la chica y qué sabe usted de los chantajistas?

– No sé nada de los recaudadores. Envié a mi ayudante de producción con el dinero para que los conociera. La chica es Lucy Whitehall. Un detective privado rastrea las llamadas. El que dirige la extorsión es un griego que folla con ella, Tommy Sifakis. ¿Has visto qué descaro? Chantajea a su propia amiga y pide el dinero desde su acogedor nido de amor. Otros se encargan de recoger la pasta y Lucy ni siquiera sabe que le están tomando el pelo. Vaya desfachatez.

Buzz pensó en etiquetas con precios; Gelfman continuó.

– Buzz, para mí esto vale quinientos dólares, y te hago un favor, porque Lucy hacía strip-tease con Audrey Anders, la amiguita de Mickey Cohen. Podría haber acudido a Mickey, pero una vez te portaste bien conmigo, así que te doy el trabajo. Howard dijo que sabrías cómo solucionarlo.

Buzz vio su vieja porra colgada del picaporte del cuarto de baño y se preguntó si aún tendría práctica.

– El precio es mil dólares, señor Gelfman.

– ¿Qué? ¡Es un atraco!

– No, es extorsión criminal solucionada fuera de los tribunales. ¿Tiene el domicilio de Sifakis?

– ¡Mickey lo haría gratis!

– Mickey metería la pata y le implicaría en un homicidio. ¿Dónde vive Sifakis?

Gelfman suspiró.

– Maldito patán de Oklahoma. En Vista View Court 1187, en Studio City, y por mil dólares quiero que esto quede bien limpio.