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– Como un asiento trasero con mierda -replicó Buzz, y colgó. Manoteó su porra reglamentaria y se dirigió a Cahuenga Pass.

Tardó una hora en llegar al Valle; pasó otros veinte minutos recorriendo complejos residenciales en busca de Vista View Court: cubos de estuco dispuestos en semicírculos al pie de Hollywood Hills. El número 1187 era una casa prefabricada color melocotón. La pintura ya se estaba desconchando y los paneles de aluminio tenían manchas de óxido.

Alrededor había construcciones similares. Edificios de color amarillo, lavanda, turquesa, salmón y rosa alternaban en la ladera, y terminaban ante un letrero que proclamaba: ¡JARDINES DE VISTA VIEW! ¡LO MÁS DISTINGUIDO DE CALIFORNIA! ¡NO HAY DESCUENTOS PARA VETERINARIOS! Buzz aparcó frente a la casa amarilla, pensando en pelotas de goma arrojadas a una zanja.

Chiquillos con triciclos realizaban competiciones en los patios de grava; no había adultos tomando el sol. Buzz se clavó en la solapa una placa de policía sacada de una caja de cereales. Bajó del coche y llamó a la puerta del 1187. Pasaron diez segundos. Ninguna respuesta. Mirando en torno, insertó una horquilla en el agujero de la cerradura y movió el picaporte. La cerradura cedió; Buzz abrió la puerta y entró en la casa.

La luz que se filtraba por las cortinas le dio una perspectiva de la sala: muebles baratos, pósters de películas en las paredes, radios Philco apiladas junto al sofá, obvio producto de un robo en un almacén. Buzz sacó la porra del cinturón y atravesó la grasienta cocina para entrar en el dormitorio.

Más fotos en las paredes: chicas casi desnudas. Buzz reconoció a Audrey Anders, la «chica explosiva», que presuntamente había obtenido un título universitario en algún pueblo de mala muerte; junto a ella había una rubia esbelta. Buzz encendió una lámpara para ver mejor; vio discretas fotos publicitarias: la «jugosa Lucy» en un chispeante traje de baño de una pieza, con un sello donde figuraba el domicilio de una agencia artística. Entornó los ojos y advirtió que la muchacha tenía la mirada turbia y una sonrisa boba. Tal vez estaba drogada.

Buzz decidió que registraría el sitio en cinco minutos. Miró la hora y puso manos a la obra. Al vaciar cajones descubrió prendas interiores de hombre y mujer enredadas y varios cigarrillos de marihuana; en un armario había discos de 78 revoluciones y novelas baratas. El guardarropa revelaba a una mujer en ascenso y a un hombre que le iba a la zaga: vestidos y faldas de tiendas de Beverly Hills, uniformes de la Marina que apestaban a naftalina, chaquetas jaspeadas de caspa.

A los tres minutos y veinte segundos, Buzz registró la cama: sábanas de satén azul, un cabezal tapizado con cupidos y corazones bordados. Metió la mano bajo el colchón, palpó madera y metal, sacó una escopeta de cañón recortado, grueso y negro, tal vez del calibre 10. Registró la recámara y comprobó que estaba cargada: cinco tiros, municiones de doble grado. Sacó las municiones y se las guardó en el bolsillo; siguiendo una corazonada, miró bajo la almohada.

Una Luger alemana, cargada, una bala en la recámara.

Buzz extrajo la bala y vació el cargador. Le fastidió no tener tiempo para buscar una caja fuerte y encontrar las fotos del perro. Habría querido arrojarlas a la cara de Lucy Whitehall para alejarla de los griegos con caspa y artillería de alcoba. Regresó a la sala y se detuvo al ver una libreta con direcciones en una mesita.

La hojeó. No descubrió nombres conocidos hasta llegar a la G, donde vio a Sol Gelfman, su casa particular y números de la MGM rodeados con círculos; en la M y en la P encontró a Donny Maslow y Chick Pardell, detectives que él había echado de Narcóticos, vendedores de marihuana en bares de poca monta, pero no chantajistas. Cuando llegó a la S encontró datos para dejar al griego fuera de combate y de paso ganarse unos pavos.

Johnny Stompanato, Crestview-6103. Guardaespaldas de Mickey Cohen. Según los rumores, había financiado su retiro de la Combinación Cleveland mediante violentas extorsiones. Según los rumores, proporcionaba marihuana mexicana a los vendedores locales a cambio del treinta por ciento de las ganancias.

El apuesto Johnny Stompanato: dólares y signos de interrogación.

Buzz regresó al coche para esperar. Puso la llave de contacto, encendió la radio, recorrió varias emisoras hasta dar con Spade Cooley y su programa de música country y escuchó con el volumen bajo. La música era excesivamente dulzona, toda azúcar. Le hizo recordar con añoranza su pueblo de Oklahoma. Luego Spade fue demasiado lejos: canturreó algo sobre un hombre que iría a la horca por un crimen que no había cometido. Eso le hizo pensar en el precio que él había pagado por salir.

En 1931, Lizard Ridge, Oklahoma, era un pueblo moribundo en el corazón del Dustbowl. Tenía una fuente de ingresos: una planta que fabricaba armadillos embalsamados, monederos de armadillo y billeteras con forma de monstruo Gila, y después los vendía a los turistas que pasaban por la carretera. Los lugareños y los indios de la reserva mataban y despellejaban a los reptiles y los vendían a la fábrica; a veces se entusiasmaban y se mataban entre ellos. Luego las tormentas de polvo cerraron la ruta U.S.1 durante seis meses. Los armadillos y los Gilas se trastornaron, se atiborraron de malezas que les provocaron una enfermedad, se fueron a morir a otra parte o invadieron la calle principal de Lizard Ridge y acabaron aplastados por los coches. De un modo u otro, las pieles estaban demasiado maltrechas y arrugadas para que nadie ganara un céntimo. Turner Meeks, gran cazador de monstruos Gila, capaz de liquidarlos con un calibre 22 a treinta metros -justo en el espinazo, donde la fábrica ponía las costuras- supo que era momento de largarse.

Se mudó a Los Ángeles y consiguió trabajo en el cine como extra para películas del Oeste: Paramount un día, Columbia el otro, las producciones de bajo presupuesto de Gower Gulch cuando las cosas se ponían difíciles. Cualquier blanco presentable que supiera manejar una cuerda y cabalgar era mano de obra calificada en el Hollywood de la Depresión.

Pero en el 34 se empezaron a filmar menos westerns y más comedias musicales. El trabajo escaseaba. Estaba a punto de presentarse a la Compañía Municipal de Autobuses de Los Ángeles -tres vacantes para unos seiscientos aspirantes- cuando Hollywood lo salvó de nuevo.

El Monogram Studio estaba sitiado por piquetes: una combinación de sindicatos bajo el estandarte de la Liga de Fútbol Americano. Lo contrataron como esquiroclass="underline" cinco dólares diarios, más trabajo adicional garantizado una vez sofocada la huelga.

Machacó cabezas dos semanas seguidas, y era tan diestro que un policía fuera de servicio lo apodó «Buzz», por el zumbido de la porra, y lo presentó al capitán James Culhane, jefe de la Sección de Disturbios en el Departamento de Policía de Los Ángeles. Culhane tenía ojo para reconocer a un policía nato. Dos semanas después Buzz hacía su ronda en el centro de Los Ángeles; un mes después era instructor de tiro en la Academia de Policía. Enseñó a la hija del jefe Steckel a disparar un calibre 22 y a montar a caballo. Gracias a eso llegó a sargento, obtuvo puestos en Estafas, Atracos y el plato más picante: Narcóticos.

El servicio en Narcóticos implicaba una ética no escrita: arrestabas a lo peor de la humanidad, caminabas con mierda hasta la rodilla, obtenías una zona. Si eras cabal, no delatabas a los corruptos. Si no lo eras, dabas un porcentaje de la droga confiscada a los tipos de color o a los muchachos que les vendían sólo a los negros: Jack Dragna, Benny Siegel, Mickey C. Y vigilabas a los honestos de otras divisiones, los fulanos que querían echarte para conseguir tu puesto.

Cuando ingresó en Narcóticos en el 44, Buzz llegó a un trato con Mickey Cohen, que entonces era el caballo ganador en el hampa de Los Ángeles, el ambicioso en ascenso. Jack Dragna odiaba a Mickey; Mickey odiaba a Jack; Buzz presionaba a los vendedores de Jack, sacaba cinco gramos por onza y los vendía a Mickey, quien lo apoyaba porque le amargaba la vida a Jack. Mickey lo llevaba a las fiestas de Hollywood, le ponía en contacto con gente que necesitaba favores de la policía y estaba dispuesta a pagar; le presentó a una rubia de buenas piernas cuyo esposo estaba en Europa con la Policía Militar. Conoció a Howard Hughes y empezó a trabajar para él, escogiendo a granjeras con ínfulas de actriz para las guaridas que el gran hombre había instalado por todo Los Ángeles para follar. Le iba al pelo en todos los frentes: el trabajo, el dinero, la aventura con Laura Considine. Hasta el 21 de junio de 1946, cuando una denuncia anónima sobre un robo en la Sesenta y Ocho y Slauson lo llevó a una emboscada en un callejón: dos en el hombro, una en el brazo, una en la nalga izquierda. Eso le permitió salir del Departamento de Policía con pensión completa, para caer en brazos de Howard Hughes, quien casualmente necesitaba a alguien…