Y aún no sabía quiénes le habían disparado. Las balas que le extrajeron indicaban que eran dos; Buzz tenía dos sospechosos: pistoleros de Dragna o muchachos contratados por Mal Considine, el esposo de Laura, el sargento de Antivicio que había vuelto de la guerra. Buscó información sobre Considine, oyó que rehuía las trifulcas de los bares de Watts, que se divertía enviando a novatos para encargarse de las rameras cuando dirigía el turno de noche en Antivicio, que había traído a una mujer checa y a su hijo de Buchenwald y planeaba divorciarse de Laura. Nada concreto en ningún sentido.
Lo único seguro era que Considine sabía que él había andado con su futura ex mujer y lo odiaba. Había pasado por la Oficina de Detectives, una oportunidad para despedirse y recoger su placa de cortesía, una oportunidad para conocer al hombre a quien había puesto los cuernos. Pasó frente al despacho de Considine, vio a un tipo alto que se parecía más a un abogado que a un policía y le tendió la mano. Considine lo miró lentamente, dijo: «A Laura siempre le gustaron los chulos», y se dedicó a sus asuntos.
Probabilidades al cincuenta por ciento: Considine o Dragna. Podía elegir.
Un descapotable Pontiac último modelo frenó ante el 1187. Dos mujeres con vestidos de fiesta bajaron y caminaron hacia la puerta con zapatos de tacón muy alto; las siguió un griego corpulento con la chaqueta demasiado ceñida y pantalones demasiado cortos. La muchacha más alta se cayó cuando el agudo tacón se le atascó en una hendidura de la acera; Buzz reconoció a Audrey Anders, el cabello a lo paje, el doble de hermosa que en la foto. La otra muchacha -la «jugosa Lucy», según las fotos publicitarias- la ayudó a levantarse y a entrar en la casa. El griego corpulento las siguió. Buzz apostó tres contra uno a que Tommy no sabría apreciar sutilezas, manoteó la porra y se acercó al Pontiac.
El primer cachiporrazo arrancó la cabeza de indio que adornaba el capó; el segundo destrozó el parabrisas. El tercero, el cuarto, el quinto y el sexto siguieron una tonadilla de Spade Cooley, hundiendo la parrilla del radiador, que soltó bocanadas de vapor. El séptimo fue un golpe a ciegas contra una ventanilla. Al estrépito siguió un estentóreo «¿Qué diablos…?» y un familiar ruido metálico: un dispositivo de escopeta metiendo un cartucho en la recámara.
Buzz se volvió. Tommy Sifakis se acercaba por la acera, la escopeta de cañón recortado en las manos trémulas. Cuatro contra uno a que el griego estaba demasiado rabioso para notar que el arma pesaba poco; dos contra uno a que no tenía tiempo de asir la caja de municiones para cargar de nuevo. Una apuesta segura.
Porra en ristre, Buzz embistió. Cuando estuvieron a muy poca distancia, el griego apretó el gatillo y se produjo un pequeño chasquido. Buzz contraatacó, buscando una velluda mano izquierda que frenéticamente trataba de insertar municiones que no estaban allí. Tommy Sifakis gritó y soltó la escopeta; Buzz lo tumbó de un golpe en las costillas. El griego escupió sangre y se arqueó, acariciándose la zona lastimada. Buzz se arrodilló junto a él y le habló suavemente, exagerando el acento de Oklahoma:
– Hijo, olvidemos el pasado. Rompe las fotos, tira los negativos, y no le diré a Johnny Stompanato que lo estafaste en la extorsión. ¿Trato hecho?
Sifakis escupió sangre y una maldición. Buzz le golpeó las rodillas. El griego soltó un grito gangoso.
– Iba a daros a ti y a Lucy otra oportunidad -continuó Buzz-, pero creo que ahora le aconsejaré que encuentre una vivienda más adecuada. ¿Quieres pedirle disculpas?
– Vete al diablo.
Buzz soltó un largo suspiro, como cuando hacía el papel de un vaquero harto de abusos en una serie de Monogram.
– Hijo, mi última oferta. O le pides disculpas a Lucy o le diré a Johnny que lo estafaste, a Mickey C. que estás extorsionando a la amiga de su chica y a Donny Maslow y Chick Pardell que los denunciaste a Narcóticos. ¿Aceptas?
Sifakis trató de extender el triturado dedo medio; Buzz acarició la porra, mirando a las boquiabiertas Audrey Anders y Lucy Whitehall, de pie en la puerta de la casa. El griego volvió la cabeza sobre la acera y jadeó:
– Pido disculpas.
Buzz vio fugaces imágenes de Lucy y su coestrella canina, Sol Gelfman arruinándole la carrera con películas clase Z, la muchacha regresando al griego en busca de sexo rudo. Dijo: «Así me gusta», hundió la porra en el vientre de Sifakis y se acercó a las mujeres.
Lucy Whitehall volvió a entrar en la sala; Audrey Anders le cerró el paso, descalza. Señaló la placa de Buzz.
– Es falsa.
Buzz captó el acento sureño; recordó charlas de vestuario: la Muchacha Explosiva podía hacer girar las borlas adhesivas que le cubrían los pezones en ambas direcciones al mismo tiempo.
– La saqué de una caja de cereales. ¿Eres de Nueva Orleans? ¿Atlanta?
Audrey miró a Tommy Sifakis, que se arrastraba hacia el borde de la acera.
– Mobile. ¿Mickey te mandó hacer eso?
– No. Me preguntaba por qué no parecías sorprendida. Ahora lo sé.
– ¿Quieres contestarme?
– No.
– ¿Pero has trabajado para Mickey?
Buzz vio que Lucy Whitehall se sentaba en el sofá y cogía una de las radios robadas para tener algo en las manos. Tenía la cara congestionada. Ríos de maquillaje le resbalaban por las mejillas.
– Claro que sí. ¿Mickey no le tiene afecto al señor Sifakis?
Audrey rió.
– Sabe reconocer a un canalla cuando lo ve, debo admitirlo. ¿Cómo te llamas?
– Turner Meeks.
– ¿«Buzz» Meeks?
– Exactamente. Escucha, ¿tienes un lugar donde alojar a la señorita Whitehall?
– Sí. ¿Pero qué…?
– Mickey todavía pasa el Año Nuevo en el Ham'n'Eggs de Breneman?
– Sí.
– Pues dile a Lucy que haga las maletas. Os llevaré allá.
Audrey se sonrojó. Buzz se preguntó cuántas salidas ocurrentes le aguantaría Mickey a Audrey antes de ponerla en cintura, si Audrey le haría el número de las borlas. Audrey fue a arrodillarse junto a Lucy Whitehall. Le acarició el cabello y suavemente le quitó la radio. Buzz acercó el coche y lo hizo entrar en el jardín de grava sin dejar de vigilar al griego, que todavía gemía en voz baja. Los vecinos atisbaban por las ventanas, ocultos detrás de las persianas en todo el callejón. Audrey sacó a Lucy de la casa unos minutos después, rodeándole los hombros con el brazo y llevando un maletín en la otra mano. Camino al coche, Audrey se paró para darle a Tommy Sifakis una patada en los testículos.
Buzz tomó por Laurel Canyon para regresar a Hollywood. Un camino más largo: más tiempo para pensar qué haría si Johnny Stompanato se ponía de parte de su jefe. Lucy Whitehall murmuraba letanías sobre Tommy Sifakis, repitiendo que era un buen hombre aunque con algunos defectos. Audrey la arrullaba para calmarla y le daba cigarrillos para que no hablara.
En apariencia sería un negocio triple: mil dólares de Gelfman, lo que Mickey le diera si se conmovía por Lucy y un obsequio o un favor de Johnny Stompanato. Tenía que tratar suavemente a Mick. No lo había visto desde que había dejado de ser policía y de andar en tratos con él. Desde entonces el hombre habría sobrevivido a la explosión de una bomba, a dos exámenes de cuentas ante el Servicio de la Renta Interna, a la muerte de su hombre de confianza, Hooky Rothman -que había puesto la cara frente al lado malo de una Ithaca calibre 12- y a un tiroteo frente a Sherry's que se podía atribuir a Jack Dragna o a gente del Departamento de Policía, una venganza por las cabezas que habían rodado con las revelaciones de Brenda Allen. Mickey dominaba la mitad de los negocios de apuestas, usura, carreras y drogas en Los Ángeles; controlaba al sheriff de Hollywood Oeste y a los pocos funcionarios de la ciudad que no querían liquidarlo. Y Johnny Stompanato había pasado por todo eso junto a éclass="underline" lacayo italiano de un príncipe judío. Tenía que tratarlos con mucha suavidad.