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– Agente, a esas horas el sargento Gene Niles fue asesinado a balazos, luego sepultado en Hollywood Hills. ¿Lo hizo usted?

– ¡No!

– Díganos quién lo hizo.

– ¡Jack! ¡Mickey! ¡Niles era un maleante!

El polizonte de las manoplas se acercó, el levantador de pesas lo aferró, mascullando:

– Escupe en mi camisa Hathaway, defensor de maricones. Gene Niles era mi amigo, mi compañero del ejército. ¡Defensor de homosexuales!

Danny apoyó el talón en el suelo y empujó la silla contra la pared.

– Gene Niles era un hijo de perra, un recaudador de esos hampones.

El levantador de pesas atacó, buscando la garganta de Danny. La puerta del cubículo se abrió y Mal Considine entró precipitadamente. Thad Green ladró órdenes imposibles de oír. Danny alzó las rodillas para volcar la silla, las manazas del monstruoso policía se cerraron en el aire. Mal se lanzó contra él, lanzándole puñetazos; el policía de la manopla lo apartó y lo arrastró al pasillo. Considine gritó «¡Danny!» varias veces. Green se plantó entre la silla y el monstruo, diciendo «No, Harry, no» como si contuviera a un perro desobediente. Danny mordió linóleo y colillas de cigarrillos, oyó: «Lleven a Considine a una celda». Lo levantaron con silla y todo. El hombre de la manopla le abrió las esposas, Thad Green cogió la 45 que había sobre la mesa.

Danny se levantó, mareado. Green le entregó el arma.

– No sé si usted lo hizo o no, pero hay un modo de averiguarlo. Preséntese en el despacho 1003 del Ayuntamiento, mañana al mediodía. Se le hará una prueba con polígrafo y pentotal de sodio, y se le harán preguntas acerca de estos homicidios en que está trabajando y sus relaciones con Felix Gordean y Gene Niles. Buenas noches, agente.

Danny caminó tambaleándose hasta el ascensor, descendió a la planta baja y salió. Poco a poco logró dominar las piernas. Atravesó el parque dirigiéndose a la parada de taxis de la calle Temple. Una voz suave lo detuvo.

– Muchacho. Í

Danny quedó paralizado; Dudley Smith salió de las sombras.

– Una noche fantástica, ¿verdad?-dijo.

Charla menuda con un asesino.

– Tú mataste a José Díaz -masculló Danny-. Tú y Breuning matasteis a Charles Hartshorn. Y voy a probarlo.

Dudley Smith sonrió.

– Nunca dudé de tu inteligencia, muchacho. De tu valor, sí. De tu inteligencia, jamás. Y admito que subestimé tu tenacidad. Soy sólo humano, ¿sabes?

– No, no lo eres.

– Piel y huesos, muchacho. Eros y polvo, como todos los frágiles mortales. Como tú, muchacho. Arrastrándote por albañales en busca de respuestas que no te conviene saber.

– Estás acabado.

– No, muchacho. Tú estás acabado. He hablado con mi viejo amigo Felix Gordean, y me pintó un vívido cuadro de tu actuación. Muchacho, después de mí, Felix tiene el mejor ojo que he visto para calar debilidades. Él lo sabe, y cuando mañana te enfrentes a ese detector de mentiras, todo el mundo lo sabrá.

– No -murmuró Danny.

– Sí -replicó Dudley Smith. Lo besó en los labios y se alejó silbando una canción de amor.

Máquinas que saben.

Drogas que no dejan mentir.

Danny tomó un taxi hasta su apartamento. Abrió la puerta y enfiló directamente hacia los archivos: datos que se podían ordenar para dar con la verdad, Dudley y Breuning y «él» condenados a las doce menos un minuto, una salvación en el último momento como en las películas. Encendió la luz, abrió la puerta del armario. No había cajas. Las alfombras estaban pulcramente plegadas en el suelo.

Danny arrancó la alfombra del vestíbulo y miró debajo, tumbó la cómoda del dormitorio y vació los cajones, deshizo la cama y arrancó el botiquín de la pared del cuarto de baño. Puso los muebles del salón patas arriba, miró bajo las almohadas, arrojó los cajones de la cocina hasta que el suelo quedó plagado de cubiertos y platos rotos. Vio una botella empezada junto a la radio, la abrió, advirtió que él tenía un nudo en la garganta y arrojó la botella contra las persianas. Caminó hacia la ventana, miró hacia el exterior y vio a Dudley Smith aureolado por la luz de un farol.

Y supo que lo sabía. Y mañana todos lo sabrían.

Presa del chantaje.

Su nombre en los archivos sobre infracción sexual.

Su nombre susurrado por los maricas del Chateau Marmont.

Máquinas que saben.

Drogas que no dejan mentir.

Las agujas del polígrafo saltando del papel cada vez que le preguntaran por qué le interesaba tanto una serie de asesinatos de maricones, putos, invertidos.

Ninguna salvación.

Danny desenfundó el arma y se metió el cañón en la boca. El gusto del aceite lo sofocó. Imaginó qué aspecto tendría, los policías que lo encontraran harían bromas sobre por qué había elegido este sistema. Dejó la 45 y fue a la cocina.

Armas a granel.

Danny recogió un cuchillo de filo dentado. Lo sopesó, lo encontró satisfactorio. Se despidió de Mal, Jack y el doctor Layman. Se disculpó por los coches robados y los sujetos aporreados sin razón, que sólo estaban allí cuando quería golpear algo. Pensó en el asesino, pensó que mataba porque alguien lo obligaba a ser lo que era. Levantó el cuchillo y perdonó al homicida; se llevó la hoja a la garganta y cortó de oreja a oreja, abriéndose el gaznate de un solo tajo.

TERCERA PARTE

GLOTÓN

32

Una semana después Buzz visitó la tumba. Era su cuarta visita desde que el Departamento del sheriff había enterrado al chico. Era un terreno barato en el cementerio de Los Ángeles Este; la lápida rezaba:

Daniel Thomas Upshaw

1922-1950

Nada más.

Sin «amado por».

Sin «hijo de».

Sin crucifijo tallado en la piedra. Sin RIP. Nada jugoso para llamar la atención de un paseante, como «Asesino de un policía» o «Casi oficial de la Fiscalía de Distrito». Nada para insinuar la verdad a quien leyera la discreta media columna sobre la muerte accidental del chico: resbalón de una silla, caída de bruces sobre el soporte de los cubiertos de la cocina.

El Caído.

Buzz se agachó y arrancó un puñado de hierba, la culata del arma con que había matado a Gene Niles se le hundió en el costado. Se levantó y dio una patada a la lápida; pensó que «Viaje Gratuito», «Dinero Fácil» y «Suerte de Tonto de Oklahoma» también quedarían bien, seguidas por un soliloquio sobre los últimos días del agente Danny Upshaw, muchos detalles en una lápida alta como un rascacielos, como las que compraban los chulos negros aficionados al vudú. Porque Buzz Meeks era la víctima del vudú del agente Danny Upshaw: pequeñas agujas clavadas en una gorda y pequeña réplica de Buzz Meeks.

Mal lo había llamado para darle la noticia. La lluvia había desenterrado el cuerpo de Niles. El Departamento había considerado a Danny sospechoso, lo había detenido y ordenado someterlo al detector de mentiras al día siguiente. Como el chico no se presentó, los polizontes de la ciudad irrumpieron en su casa y lo encontraron muerto en el suelo del salón, degollado. El apartamento era un caos. El consternado Norton Layman hizo la autopsia, ansioso de calificarlo de 187; las pruebas no se lo permitieron: las huellas del cuchillo y el ángulo del corte y la caída decían: «herida autoinfligida», caso cerrado. El doctor comentó que la herida era «asombrosa»: no revelaba vacilación. Danny Upshaw quería largarse cuanto antes.

El Departamento del sheriff se apresuró a enterrar al chico; cuatro personas asistieron al entierro: Layman, Mal, un policía del condado llamado Jack Shortell y él. La investigación de los homicidios se fue al traste y Shortell partió de vacaciones a los bosques de Montana; el Departamento de Policía cerró el caso de Gene Niles, considerando el suicidio de Upshaw como una confesión y viaje a la cámara de gas. Las relaciones entre la policía de la ciudad y el condado eran más agrias que nunca, y Buzz había navegado entre esas desavenencias tratando de salvar el pellejo de ambos. Sin suerte, demasiado tarde para hacerle algún bien al chico.