Выбрать главу

Loftis sudaba; Mal advirtió una mueca ante el «extorsionaba».

– En tres ocasiones en el 44 y una vez la semana pasada usted retiró diez mil dólares de su cuenta bancaria. ¿Quién lo está extorsionando?

El hombre estaba empapado en sudor. Buzz mostró discretamente un puño, Mal negó con la cabeza y le hizo la seña del pase.

– Háblenos del Comité de Defensa de Sleepy Lagoon -dijo Buzz-. Pasó algo raro, ¿verdad?

Loftis se enjugó el sudor de la frente.

– ¿Qué cosa rara?-preguntó con voz quebrada.

– Las cartas que recibió el Comité, diciendo que un blanco grandote había despachado a José Díaz. Un colega nuestro suponía que estas muertes se relacionaban con Sleepy Lagoon. Todas las víctimas sufrieron heridas de estaca cortante.

Loftis se frotó las manos, manando más sudor; tenía la mirada vidriosa. Mal comprendió que Meeks había querido darle un respiro -material poco relevante de la documentación- pero le había asestado un golpe brutal. Buzz se quedó desconcertado, Mal adoptó de nuevo el papel de policía bueno.

– Loftis, ¿quién lo está chantajeando?

– No -chilló Loftis.

Mal vio que el sudor le empapaba la ropa.

– ¿Qué pasó con el Comité de Defensa?

– ¡No!

– ¿Gordean lo está chantajeando?

– Me niego a contestar, dado que mi resp…

– Es usted una asquerosa mierda comunista. ¿Qué clase de traición están planeando en estas reuniones? ¡Hable sobre eso!

– ¡Claire dijo que no tenía que hacerlo!

– ¿Quién era el maricón por el que usted y Chaz Minear discutieron durante la guerra? ¿Quién es esa florecilla?

Loftis sollozó, gimió y logró emitir un sonsonete chillón.

– Me niego a contestar, dado que mi respuesta podría incriminarme, pero nunca he hecho daño a nadie y tampoco lo hicieron mis amigos, así que, por favor, déjenos en paz.

Mal apretó el puño: el anillo de piedra de Stanford causaría un daño demoledor. Buzz se apoyó la mano en su propio puño y lo apretó, una nueva seña: «No le pegues o yo te pego a ti.» Mal se asustó y buscó argumentos verbales: Loftis no sabía que Chaz Minear lo había delatado al HUAC.

– ¿Está protegiendo a Minear? No debería hacerlo, pues él lo delató a los federales. Gracias a él usted figuró en las listas negras.

Loftis se dobló formando una bola, murmuró que se amparaba en la Quinta Enmienda, como si el interrogatorio fuera legal y la defensa pudiera lanzarse al rescate.

– Imbécil -masculló Buzz-, ya lo teníamos.

Mal se volvió y vio a Claire de Haven tras ellos. Claire repetía Chaz» una y otra vez.

36

Los piquetes eran un hervidero.

Buzz contemplaba los acontecimientos desde el tercer piso de Variety International. Jack Shortell y Mal tenían que llamarlo; Ellis Loew lo había llamado a casa, despertándolo de otra pesadilla sobre Danny. Orden del fiscal de distrito: convencer a Herman Gerstein de que aportara cinco mil dólares más al fondo del gran jurado. Herman estaba en alguna otra parte -tal vez encima de Betty Grable- y Buzz no tenía nada que hacer salvo recordar el traspié de Considine y estudiar el preludio de una carnicería callejera.

Estaba claro:

Un matón de los Transportistas con un bate de béisbol merodeaba cerca de la camioneta donde estaba la cámara de la UAES; cuando estallara la violencia y empezara el rodaje, él se encargaría de neutralizar al cámara y destrozarle el equipo. Los piquetes de los Transportistas llevaban carteles de dos y tres estacas, con mangos envueltos en cinta adhesiva, un buen armamento. Cuatro tipos musculosos remoloneaban junto al camión de comida de los rojos, el número apropiado para volcarlo y escaldar con café al que estaba en el interior. Un momento antes un enviado de Cohen había repartido, subrepticiamente, armas antidisturbio con balas de goma, envueltas en paños como el Niño Jesús. En De Longpre, los Transportistas tenían preparado su propio equipo de cine: falsos manifestantes que provocarían al piquete de la UAES para recibir una tunda, tres cámaras en la parte trasera de una camioneta tapada con lona. Cuando se despejara el polvo, los chicos de Mickey quedarían en el celuloide como los buenos.

Buzz no podía quitarse a Mal de la cabeza. El capitán casi había violado el secreto profesional del doctor Lesnick al revelar que Minear había delatado a Loftis, justo cuando estaban cerrando el cerco sobre el chantaje y Felix Gordean. Se lo había llevado de la casa a toda prisa, para que no siguiera poniendo en peligro al equipo. Si tenían suerte, De Haven y Loftis pensarían que una fuente del HUAC les había dado ese dato sobre Minear. Por ser un policía listo, el capitán Malcolm Considine insistía en cometer tonterías: veinte contra uno a que había llegado a un trato con Claire la Roja para el aplazamiento en el caso de la custodia; diez contra uno a que su ataque contra Loftis era como enterrar la investigación. El veterano homosexual no era un asesino, pero la laguna de su ficha entre el 42 y el 44 -un período que le aterraba recordar- hablaba a gritos, y él y De Haven parecían los principales sospechosos en el robo de los documentos de Danny. Y la ausencia del doctor Lesnick empezaba a tener tan mala pinta como Mal estropeando su propia fantasía.

Los Transportistas se estaban repartiendo botellas, la UAES marchaba y canturreaba su vieja y triste letanía: «Salarios justos ya», «No a la tiranía de los estudios». Buzz pensó en un gato a punto de saltar sobre un ratón que mordisqueaba queso al borde de un precipicio; decidió perderse la sesión matutina y entrar en la oficina de Herman Gerstein.

El magnate aún no había llegado; la recepcionista de la planta sabía que debía pasar las llamadas de Buzz a la línea de Herman. Buzz se sentó al escritorio de Gerstein, olió la caja de cigarros, admiró las fotos de actrices de la pared. Estaba pensando en su recompensa cuando sonó el teléfono.

– Hola.

– ¿Meeks?

Ni Mal ni Shortell, pero una voz familiar.

– Soy yo. ¿Quién habla?

– Johnny.

– ¿Stompanato?

– Qué pronto olvidan.

– Johnny, ¿para qué llamas?

– Qué pronto olvidan sus buenas obras. Te debo una, ¿recuerdas?

Buzz recordó el asunto de Lucy Whitehall. Parecía que había pasado un millón de años.

– Dime, Johnny.

– Te la estoy pagando, imbécil. Mickey sabe que Audrey le sacaba dinero. Yo no se lo conté, e incluso le oculté tu triquiñuela con Petey. Fue el banco. Audrey guardó el dinero en el banco de Hollywood donde Mick deposita el dinero de las apuestas. El gerente sospechó y lo llamó. Mickey envió a Fritzie a buscarla. Tú estás más cerca, así que estamos en paz.

Buzz imaginó a Picahielo Fritzie escarbando.

– ¿Sabías lo nuestro?

– Noté que Audrey estaba nerviosa últimamente, así que la seguí hasta Hollywood, donde se encontró contigo. Mickey no sabe que salías con ella, así que quédate tranquilo.

Buzz besó ruidosamente el auricular, colgó y marcó el número de Audrey; comunicaban. Buzz corrió al aparcamiento y subió al coche. Se saltó semáforos en rojo y en ámbar y tomó todos los atajos que conocía; vio el Packard de Audrey en la calzada, trepó a la acera y patinó en el césped. Dejó el motor en marcha, desenfundó la 38, corrió a la puerta y la abrió de un empellón.

Audrey estaba sentada en un sillón de su despojado vestíbulo, el cabello con rulos, crema hidratante en la cara. Vio a Buzz y trató de taparse; Buzz se lanzó sobre ella y se la comió a besos. Entre un beso y otro le dijo:

– Mickey sabe que fuiste tú.

– ¡Esto no es justo! -chilló Audrey-. ¡Se supone que no debes verme así!

Buzz pensó en Fritzie K. ganando terreno, cogió a la leona y la llevó hasta el coche.

– Dirígete a Ventura por la carretera de la costa. Yo te seguiré. No es el Beverly Wilshire, pero es seguro.