Spencer me preguntó algo, pero no le oí porque estaba pensando en Haas.
– ¿Qué? -le dije.
– ¿No sientes remordimientos por tener que dejar Pencey?
– Claro que sí, claro que siento remordimientos. Pero muchos no. Por lo menos todavía. Creo que aún no lo he asimilado. Tardo mucho en asimilar las cosas. Por ahora sólo pienso en que me voy a casa el miércoles. Soy un tarado.
– ¿No te preocupa en absoluto el futuro, muchacho?
– Claro que me preocupa. Naturalmente que me preocupa -medité unos momentos-. Pero no mucho supongo. Creo que mucho, no.
– Te preocupará -dijo Spencer-. Ya lo verás, muchacho. Te preocupará cuando sea demasiado tarde.
No me gustó oírle decir eso. Sonaba como si ya me hubiera muerto. De lo más deprimente.
– Supongo que sí -le dije.
– Me gustaría imbuir un poco de juicio en esa cabeza, muchacho. Estoy tratando de ayudarte. Quiero ayudarte si puedo.
Y era verdad. Se le notaba. Lo que pasaba es que estábamos en campos opuestos. Eso es todo.
– Ya lo sé, señor -le dije-. Muchas gracias. Se lo agradezco mucho. De verdad.
Me levanté de la cama. ¡Jo! ¡No hubiera aguantado allí ni diez minutos más aunque me hubiera ido la vida en ello!
– Lo malo es que tengo que irme. He de ir al gimnasio a recoger mis cosas. De verdad.
Me miró y empezó a mover de nuevo la cabeza con una expresión muy seria. De pronto me dio una pena terrible, pero no podía quedarme más rato por eso de que estábamos en campos opuestos, y porque fallaba cada vez que echaba una cosa sobre la cama, y porque llevaba esa bata tan triste que le dejaba al descubierto todo el pecho, y porque apestaba a Vicks Vaporub en toda la habitación.
– Verá, señor, no se preocupe por mí -le dije-. De verdad. Ya verá como todo se me arregla. Estoy pasando una mala racha. Todos tenemos nuestras malas rachas, ¿no?
– No sé, muchacho. No sé.
Me revienta que me contesten cosas así.
– Ya lo verá -le dije-. De verdad, señor. Por favor, no se preocupe por mí.
Le puse la mano en el hombro. -¿De acuerdo?- le dije.
– ¿No quieres tomar una taza de chocolate? La señora Spencer…
– Me gustaría. Me gustaría mucho, pero tengo que irme. Tengo que pasar por el gimnasio. Gracias de todos modos. Muchas gracias.
Nos dimos la mano y todo eso. Sentí que me daba una pena terrible.
– Le escribiré, señor. Y que se mejore de la gripe.
– Adiós, muchacho.
Cuando ya había cerrado la puerta y volvía hacia el salón me gritó algo, pero no le oí muy bien. Creo que dijo «buena suerte». Ojalá me equivoque. Ojalá. Yo nunca le diré a nadie «buena suerte». Si lo piensa uno bien, suena horrible.
Capítulo 3
Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que adonde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es una cosa seria. Así que eso que le dije a Spencer de que tenía que ir a recoger mi equipo era pura mentira. Ni siquiera lo dejo en el gimnasio.
En Pencey vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva. Era para los chicos de los dos últimos cursos. Yo era del penúltimo y mi compañero de cuarto del último. Se llamaba así por un tal Ossenburger que había sido alumno de Pencey. Cuando salió del colegio ganó un montón de dinero con el negocio de pompas fúnebres. Abrió por todo el país miles de funerarias donde le entierran a uno a cualquier pariente por sólo cinco dólares. ¡Bueno es el tal Ossenburger! Probablemente los mete en un saco y los tira al río. Pero donó a Pencey un montón de pasta y le pusieron su nombre a esa ala de la residencia. Cuando se celebró el primer partido del año, vino al colegio en un enorme Cadillac y todos tuvimos que ponernos en pie en los graderíos y recibirle con una gran ovación. A la mañana siguiente nos echó un discurso en la capilla que duró unas diez horas. Empezó contando como cincuenta chistes, todos malísimos, sólo para demostrarnos lo campechanote que era. Menudo rollazo. Luego nos dijo que cuando tenía alguna dificultad, nunca se avergonzaba de ponerse de rodillas y rezar. Nos dijo que debíamos rezar siempre, vamos, hablar con Dios y todo eso, estuviéramos donde estuviésemos. Nos dijo que debíamos considerar a Dios como un amigo y que él le hablaba todo el tiempo, hasta cuando iba conduciendo. ¡Qué valor! Me lo imaginaba al muy hipócrita metiendo la primera y pidiendo a Dios que le mandara unos cuantos fiambres más. Pero hacia la mitad del discurso pasó algo muy divertido. Nos estaba contando lo fenomenal y lo importante que era, cuando de pronto un chico que estaba sentado delante de mí, Edgard Marsala, se tiró un pedo tremendo. Fue una grosería horrible, sobre todo porque estábamos en la capilla, pero la verdad es que tuvo muchísima gracia. ¡Qué tío el tal Marsala! No voló el techo de milagro. Casi nadie se atrevió a reírse en voz alta y Ossenburger hizo como si no se hubiera enterado de nada, pero el director, que estaba sentado a su lado, se quedó pálido al oírlo. ¡Jo! ¡No se puso furioso ni nada! En aquel momento se calló, pero en cuanto pudo nos reunió a todos en el paraninfo para una sesión de estudio obligatoria y vino a echarnos un discurso. Nos dijo que el responsable de lo que había ocurrido en la capilla no era digno de asistir a Pencey Tratamos de convencer a Marsala de que se tirara otro mientras Thurmer hablaba, pero se ve que no estaba en vena. Pero, como les decía, vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva.
Encontré mi habitación de lo más acogedora al volver de casa de Spencer porque todo el mundo estaba viendo el partido y porque, por una vez, habían encendido la calefacción. Daba gusto entrar. Me quité la chaqueta y la corbata, me desabroché el cuello de la camisa y me puse una gorra que me había comprado en Nueva York aquella misma mañana. Era una gorra de caza roja, de esas que tienen una visera muy grande. La vi en el escaparate de una tienda de deportes al salir del metro, justo después de perder los floretes, y me la compré. Me costó sólo un dólar. Así que me la puse y le di la vuelta para que la visera quedara por la parte de atrás. Una horterada, lo reconozco, pero me gustaba así. La verdad es que me sentaba la mar de bien. Luego cogí el libro que estaba leyendo y me senté en mi sillón. Había dos en cada habitación. Yo tenía el mío, y mi compañero de cuarto, Ward Stradlater, el suyo. Tenían los brazos hechos una pena porque todo el mundo se sentaba en ellos, pero eran bastante cómodos.
Estaba leyendo un libro que había sacado de la biblioteca por error. Se habían equivocado al dármelo y yo no me di cuenta hasta que estuve de vuelta en mi habitación. Era Fuera de África, de Isak Dinesen. Creí que sería un plomo, pero no. Estaba muy bien. Soy un completo analfabeto, pero leo muchísimo. Mi autor preferido es D.B. y luego Ring Lardner. Mi hermano me regaló un libro de Lardner el día de mi cumpleaños, poco antes de que saliera para Pencey. Tenía unas cuantas obras de teatro muy divertidas, completamente absurdas, y una historia de un guardia de la porra que se enamora de una chica muy mona a la que siempre está poniendo multas por pasarse del límite de velocidad. Sólo que el guardia no puede casarse con ella porque ya está casado. Luego la chica tiene un accidente y se mata. Es una historia estupenda. Lo que más me gusta de un libro es que te haga reír un poco de vez en cuando. Leo un montón de clásicos como La vuelta del indígena y no están mal, y leo también muchos libros de guerra y de misterio, pero no me vuelven loco. Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. No hay muchos libros de esos. Por ejemplo, no me importaría nada llamar a Isak Dinesen, ni tampoco a Ring Lardner, sólo que D.B. me ha dicho que ya ha muerto. Luego hay otro tipo de libros como La condición humana, de Somerset Maugham, por ejemplo. Lo leí el verano pasado. Es muy bueno, pero nunca se me ocurriría llamar a Somerset Maugham por teléfono. No sé, no me apetecería hablar con él. Preferiría llamar a Thomas Hardy. Esa protagonista suya, Eustacia Vye, me encanta.