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– La incomodidad de los vestidos y los peinados -me dijo con su florido acento- es señal de buena cuna. -A continuación se volvió hacia mi padre y añadió-: Aunque los hindúes, ni siquiera los brahmanes, puedan comprenderlo.

Yo pensaba que era muy rara porque se comía la papaya con sal y se santiguaba cada vez que se cruzaba con un perro o un gato. A veces, por razones que nunca acerté a comprender, dibujaba con los dedos la cruz sobre mi frente, lo que siempre me provocaba picores.

Para gran frustración mía, jamás conseguía hacer nada bien a ojos de mi tía. Era demasiado atento con Sofía, o demasiado bullicioso con mis compañeros de juegos hindúes. Le molestaban especialmente que llevara los pies sucios. Estaba seguro de que odiaba a los chicos, y las miradas que a menudo le dirigía a mi tío Isaac me convencieron de que tampoco le interesaban mucho los adultos. Intenté desesperadamente hacerme invisible siempre que estaba en su presencia. No creo que papá se diera cuenta de cuánto me incomodaba, pero un día me pidió que la perdonara por ser tan maleducada, dado que era una mujer infeliz.

– ¿Infeliz por qué? -pregunté. Esto ocurrió después de una estancia especialmente desagradable en su casa.

– Ella e Isaac no tienen hijos -contestó mi padre.

– ¡Pero si no le gustan los niños!

– Desearía que fueras hijo suyo -dijo para mi sorpresa-. Y le da rabia que no lo seas.

El corazón me dio un vuelco, me sobrevino un sentimiento de terror.

– ¿No le darías nunca a tu hijo, verdad? -pregunté vacilante.

– ¡Darle a mi hijo! -exclamó mi padre horrorizado antes de echarse a reír. Tras una breve negociación, estuvimos de acuerdo en que nunca tendría que permanecer más de seis días seguidos con mi tía.

– El Señor tardó seis días en crear el mundo y luego descansó -dijo papá-, por lo que deberíamos poder permitirnos la misma bendición.

El tío Isaac y la tía María no pasarían mucho tiempo más sin hijos. En diciembre de 1577, cuando yo casi tenía seis años y Sofía sólo dos, adoptaron a un huérfano que tenía casi la misma edad que yo. Nunca llegué a descubrir por qué no quisieron un bebé, pero una vez oí que Nupi, muy indignada, le contaba a mi padre en su mal portugués «que esa cuñada suya… ¡quiere un chico que ya esté enseñado!».

Los padres musulmanes de mi nuevo primo, que habían sido asesinados por los soldados portugueses durante un asalto a un barco árabe cerca de la costa Malabar, le pusieron el nombre de Wadi; pero las monjas que lo cuidaron decidieron que debía tener un nombre cristiano y lo llamaron Guilherme. No obstante, por una desafortunada coincidencia, el cocinero indio de mi tía ya se llamaba así. Ella vio en ello una oportunidad de ganarse la fama de ser un alma piadosa, por lo que mi tía decidió llamar al chico Francisco Javier, como el misionero jesuita que había convertido a decenas de miles de hindúes en Goa varias décadas atrás. Sin embargo, los vecinos solían referirse a él como el pequeño mouro -el morito-, ante lo que sus ojos, de natural almendrados, se abrían como platos de ira, ya que siempre evitaba mencionar que había sido adoptado, incluso ante la gente que ya lo sabía. Cuando los adultos no podían oírnos, Sofía y yo siempre lo llamábamos Wadi, ya que considerábamos que era un nombre muy bonito que además sonaba exótico. Y él parecía preferirlo. Más adelante, papá también pasó a llamarlo así. Nos dijo que el Francisco Javier original había pedido al papa que estableciera la Inquisición en Goa y, como resultado, los judíos conversos como Isaac, así como los que habían sido hindúes, tuvieron que grabar cruces en sus portales para garantizar a la Iglesia que no volverían a sus doctrinas prohibidas. Los conversos, que es como les llamaba a veces, incluso corrían el riesgo de ser quemados vivos en un lugar especial junto al río si alguna alma traidora, para ganarse la bendición de la Iglesia, los acusaba de seguir practicando sus creencias. Muchos pobres desgraciados morían entre las llamas casi cada año.

– Pero ningún niño, ni siquiera bajo el auspicio piadoso de vuestra tía, debería afrontar la vida con un nombre tan mal escogido -nos dijo papá.

– Ni pasar más de seis días seguidos con ella -le recordé.

Al principio Wadi me exasperaba, ya que no se dignaba a contestar ni a la más simple de las preguntas que le hacíamos.

«¿Tienes hambre?», le preguntaba mi padre, o «¿quieres dibujar conmigo y con Ti?», pero él se limitaba a apretar los labios y no decir ni pío.

La primera vez que lo conocí le pregunté si quería ayudarme a desherbar las plantas de albahaca de Nupi. La albahaca era una planta sagrada para los hindúes, por lo que se trataba de un honor que nuestra cocinera nos concedía después de mucho suplicar, pero Wadi simplemente volvió el rostro como si le hubiera pegado un bofetón.

Después de que él y sus padres se hubieran marchado, le confesé a papá lo mucho que me había enfurecido y lo acusé de creerse demasiado bueno para nosotros.

– ¡Pero si apenas ha empezado a aprender portugués! -exclamó papá, horrorizado por mi falta de sentido común.

– Oh, no había pensado en eso -dije yo, sintiéndome un perfecto idiota.

Dado que me consideraba a mí mismo muy magnánimo, decidí darle otra oportunidad la próxima vez que nos visitara.

Wadi era algo más alto que yo y esbelto como un alambre. Tenía la piel color aceituna, unos impresionantes ojos verdes perfilados en negro y unas largas y delicadas pestañas que le daban un aire pensativo cuando estaba tranquilo. Mis tíos pensaban que era bastante guapo, lo cual no dejaba de ser cierto. También estaban convencidos de que todo lo que hacía era encantador, lo que distaba bastante de ser verdad. En presencia de adultos, por ejemplo, caminaba con paso marcial, hasta el punto de que incluso yo me di cuenta de que no era buena señal, aunque me pasó por alto lo más obvio: que eso significaba lo mucho que lo incomodaba su nuevo hogar. En aquel momento, de hecho, sólo me apetecía pegarle. Su madre solía hacerlo desfilar por la habitación ante los invitados, que invariablemente estaban de acuerdo -entre expresiones de asombro- con que era un muchachito encantador.

En la segunda visita que nos hicieron, en la que tuve la primera oportunidad de quedarme a solas con él, no quiso subirse conmigo a una mimosa cerca del canal de Indra. Me sentí insultado y le dije que jamás volvería a invitarlo a hacer nada más conmigo; como única respuesta, salió corriendo hacia la casa con lágrimas en los ojos. Por desgracia, le contó a su madre -aún entre sollozos- mi falta de educación. Cuando ella se lo contó a mi padre, éste estalló como la pólvora.

– ¡Ti! -gritó desde el salón en cuanto oyó mis pasos en la veranda-. ¡Ven aquí enseguida!

Se me cayeron los mangos que había recogido para Nupi, y las manos me quedaron pegajosas por el jugo de las frutas. Papá se plantó ante mí como el Dios de la Torá.

– ¡Deja esas malditas frutas! -aulló.

Mientras obedecía, miré un momento hacia mi tía, que se abanicaba acomodada en el sillón de terciopelo de papá y me mostraba una expresión de majestuoso desprecio, como si yo no fuera más que un huevo podrido. Nupi debió de salir de la casa tan rápida y silenciosa como una mangosta y rodeó la veranda, porque nos observaba desde la ventana que daba a ella con el rostro arrugado por la preocupación.

– ¿Te importaría dejarnos solos un momento? -le dijo papá a nuestra cocinera mientras cerraba de mala manera los postigos sin esperar su respuesta. El seco porrazo de la madera no prometía mucho. Empecé a sudar. No alcanzaba a pensar qué era lo que había hecho. Me limpié el jugo de mango de las manos en un faldón de mi dhoti, con lo que quedó manchado de amarillo.