Después de cierto tiempo, era obvio que Sofía y yo éramos el refugio de Wadi. Jamás adoptaba ese paso marcial cuando estaba a solas con nosotros y hablaba portugués con mayor fluidez, dado que su madre no estaba allí para ponerlo nervioso. Para evitar los castigos de la tía María, empezó a mostrar muy pronto un considerable talento para el sigilo. Solía dejar una muda de ropa limpia en una cesta de mimbre bajo nuestra veranda, por ejemplo, o en la panadería que había cerca de su casa, en Goa, de manera que incluso tras nuestras aventuras más embarradas podía saludar a sus padres con el aspecto digno de un príncipe portugués.
Por desgracia para mí, el ingenio de mi primo tuvo el efecto imprevisto de confirmarle a mi tía que yo era una mala influencia, ya que en comparación -con el pelo lleno de ramitas y la cara sucia- yo solía parecer un trabajador de una baja casta, de esos que cavan las acequias. Me contrarió bastante comprobar que Wadi jamás intentó convencer a su madre de lo contrario, aunque ya me había contado que difícilmente se podía mostrar en desacuerdo con lo que ella decía sin que se le notara lo que realmente pensaba.
– Además, el tío Berequías jamás te castiga -solía decirme-. Antes preferiría tumbarse sobre cristales rotos que darte una paliza.
Cuando notaba los celos en la voz de Wadi siempre acababa por perdonarlo, pero a medida que nos hicimos mayores, empecé a sospechar que le convenía, y mucho, tener un granuja a mano.
Sólo unos meses después de su adopción, Wadi sufrió un ataque epiléptico. Al oír las convulsiones, mi tía corrió a su habitación, lo cogió en brazos y gritó para pedir ayuda. El tío Isaac estaba trabajando en su almacén, por lo que fueron los sirvientes y los vecinos los que acudieron a toda prisa, lo que sólo contribuyó a aumentar la ansiedad de mi tía, puesto que todo el mundo se iba a dar cuenta de que su hijo no sólo era un moro, sino que además estaba aquejado de una enfermedad terrible que podía incluso llegar a ser contagiosa. Cuando acabaron las convulsiones, un médico portugués le hizo inhalar a Wadi el vapor de un trapo de algodón muy caliente empapado con aceite de palmera. El pobre chico estaba exhausto y asustado, cubierto por una pátina de sudor.
– Parecía como si hubiese caído dentro de un pozo lleno de agua -nos dijo tío Isaac cuando acudimos a visitarlos precipitadamente a Goa.
Recuerdo que los ojos de mi tío estaban enrojecidos por la angustia, parecía que le faltaba el aire.
– Ti -me dijo-, siento tener que decir que no creo que Wadi vaya a tener una vida fácil.
Me gustaba que la gente me hablara como si fuera un adulto, y cuando le juré que intentaría ayudarlo me sonrió y me acarició la cabeza con aire ausente, mientras pensaba -estoy seguro de ello- que no había nada que un niño pudiera hacer ante un destino tan terrible.
En ese mismo viaje a Goa, recuerdo que mi padre y la tía María tuvieron una agria discusión. Habíamos ido con mi tía a ver a una vieja amiga suya que acababa de dar a luz a gemelos dos semanas antes. La joven aún se encontraba débil tras el suplicio del parto y tenía una estatuilla pintada de la Virgen María sobre la almohada como talismán. Todos los visitantes se agachaban para besarla cuando entraban en la habitación, como mandaba la costumbre cristiana portuguesa. Mi padre se negó, incluso cuando mi tía lo instó a hacerlo con un empujón.
– María, querida, la única virgen que he besado en mi vida fue mi esposa -dijo él sin perder el sentido del humor-. Y besar a otra fabricada con la rama de un árbol y pintada de forma tan incompetente no me interesa.
Mi tía soltó un grito ahogado y lo miró como si estuviera a punto de estrangularlo, ya que papá lo había dicho en presencia del médico y de dos sirvientes indios, pero no fue hasta que salieron a la calle cuando le echó una bronca furiosa, básicamente le dijo que era un tacaño en cuestiones de corazón. Mi padre la escuchó sin interrumpirla, con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud defensiva, con una expresión de resuelta paciencia. Cuando finalmente mi tía acabó de hablar, hizo un gesto condescendiente con la cabeza, como si papá estuviera fuera del alcance de sus bienintencionados esfuerzos. Quizá fuera por eso por lo que papá la obsequió con una respuesta que la dejó callada durante el resto de la tarde.
– María, ¿nunca se te ha ocurrido que el hecho de tolerar tus estúpidas opiniones y tus endemoniadas diatribas sin insultarte podría considerarse un acto de generosidad por mi parte? ¿Y que si soy capaz de hacerlo es sólo por el cariño que siento por mi hermano, para respetar las decisiones que ha tomado en su vida, me gusten o no?
Wadi me confió que nunca recordaba las convulsiones después de que ocurrieran, pero que siempre sabía cuándo le estaban a punto de venir.
– Es como si se formase una tormenta de rayos en mi interior -me dijo-. Veo destellos y siento el aire ardiendo, como caramelo recién hecho.
La voz de Wadi cambiaría unos años más tarde, pero durante esa época le temblaba un poco, como si se le hubiera atravesado una piedrecita en la parte de atrás de la garganta. Cuando la oía, crecía en mí el sentimiento de protección que sentía por él.
Después del segundo ataque que tuvo en presencia de su madre, ésta le rogó que no volviera a asustarla de ese modo jamás. Se lo dijo a la vez que le ponía una mano sobre el corazón, mientras que con la otra lo agarraba por el brazo, como si no tuviera intención de soltarlo jamás a menos que doblegase su voluntad a la de ella.
– No sé si sobreviviría a otro ataque, o sea, que mejor no lo hagas más, ¿me oyes?
Wadi imitaba a su madre de forma casi perfecta, por lo que sé exactamente la desesperación con la que se lo había suplicado. Él nunca me contó lo que le había respondido, pero estoy seguro de que cerró los labios y no dijo nada. Al fin y al cabo, entonces ya sospechaba que ni la fuerza de la voluntad -ni un número indeterminado de avemarías- podría evitar esos ataques que la tía María había empezado a llamar sus «desvíos», de manera que la gente que la oyera hablar no pudiera saber a qué se estaba refiriendo. Puede que fuera en esas circunstancias cuando Wadi decidió que el engaño era el único modo de conseguir la felicidad, porque a menudo me contaba -no sin antes hacerme jurar silencio- que siempre que veía los destellos en el aire corría tan rápido como podía a encerrarse en la bodega y, una vez dentro, cerraba la puerta para que nadie pudiera ver u oír lo que le pasaba.
La primera vez que fui testigo de uno de los «desvíos» de Wadi yo tenía ocho años y medio, y eso no hizo sino reforzar el afecto que ya sentía por él -e incluso por mi tía- de un modo que jamás habría sido capaz de predecir. Cuando pienso en ello ahora, me parece que en ese momento toda mi vida dio un giro.
Estábamos en la veranda de casa, desplumando una pintada que Nupi pensaba prepararnos para cenar.
– Ya está aquí -murmuró Wadi.
– ¿Qué? -pregunté, pero no había acabado de preguntar cuando sus ojos mostraban ya un terror tal que supe lo que estaba a punto de ocurrir. Sólo he visto una expresión de pavor tan clara otra vez en mi vida, y en esa ocasión no estuvo en mis manos la posibilidad de ofrecer ningún tipo de ayuda.
– ¡Debo esconderme! -dijo con un tono de voz entre el susurro y el chillido-. ¡Tigre, ayúdame! -Alargó la mano hacia mí y me miró como si estuviera a punto de caer por un precipicio.
Antes de que pudiera cogerle la mano, los ojos se le pusieron en blanco y echó la cabeza hacia atrás hasta golpearse con el suelo de madera. Soltó un sonoro gruñido de queja, como si le hubieran golpeado en el estómago, y empezó a sufrir espasmos en las piernas y los brazos. Parecía un muñeco de trapo poseído por un genio. Una mancha húmeda empezó a esparcirse por la parte delantera de sus pantalones.