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Le levanté la cabeza y la apoyé sobre mi regazo mientras llamaba a papá. Le salía sangre de la boca, seguramente se había mordido la lengua o la mejilla. Sumido en el terror, no podía dejar de pensar en una sola frase: «Su sangre nos unirá para siempre».

Papá y tío Isaac no tardaron en acudir corriendo. La tía María estaba en el mercado de Ponda con la sirvienta de Goa que siempre la acompañaba.

El ataque duró unos cuantos minutos. Papá me dijo una y otra vez que Wadi se pondría bien, pero yo lo dudaba y empecé a llorar, temía por su vida. Cuando acabaron las convulsiones, el chico quedó tendido inconsciente en brazos de su padre. Yo corrí a buscar agua de nuestro pozo, y Nupi le lavó la cara y los brazos, que le habían quedado empapados por el sudor. Finalmente se despertó, pero no recordaba nada de lo que le había ocurrido y era incapaz de hablar. Bebió como si hubiera atravesado un desierto y escupió más sangre, pero por suerte sólo se había mordido el interior del labio. Cuando reunió fuerzas suficientes para levantar los brazos no los extendió hacia su padre como yo pensaba que haría, sino que me tendió la mano. Parece extraño, dicho así, pero me lo tomé como si hubiera sido elegido por Dios en persona. No lo solté ni siquiera cuando el tío Isaac lo llevó en brazos por toda la casa hasta llegar a su cama. Al fin y al cabo, ¿quién querría soltar voluntariamente la mano de Dios?

Cuando Wadi se quedó dormido y a salvo, le pregunté a mi padre si podíamos rezar por él. Papá pensó que era una idea estupenda.

– ¿Qué quieres rezarle? -me preguntó.

– No lo sé. No estoy seguro, algo adecuado.

Los ojos de mi padre brillaron divertidos y con afecto.

– Si se reza con fe, cualquier oración es, como tú dices, adecuada -rió.

Siempre me había gustado la Januka, la Fiesta de las Luminarias, por lo que empecé la oración que papá me había enseñado el año anterior: Baruch atah Adonai, Elohenynu Melech ha'olam, asher kidshanu bemitzvotav, vetzivanu, lehadleek ner, shel chanukah. «Bendito eres, Señor, nuestro Dios, rey del universo, quien nos santificó con sus preceptos y nos ordenó encender la vela de la festividad de la Januka.»

Esa noche papá aplicó su pedernal a una mecha enrollada con cera de abeja y me dejó encender con ella cada una de las siete velas de nuestra menorah. Luego lo pusimos en una mesa junto a la cama de Wadi, para que no se encontrase a oscuras si se despertaba durante la noche.

Después de ese ataque, la tía María estuvo muy cariñosa tanto con su hijo como conmigo. No se apartó del lecho de Wadi en todo el día y la noche y, a la mañana siguiente, salió a la veranda desde la que yo contemplaba el amanecer y me agradeció que lo hubiera ayudado.

Con gesto cansado, se pasó una mano por el pelo, que no se había cepillado, y se agarró al collar de perlas que llevaba como si se estuviera asiendo a su propia cordura.

– Tienes que disculparme por mi aspecto -murmuró, y empezó a describirse como si fuera hecha un desastre, aunque yo la veía preciosa. Sus ojos me parecieron puros y honestos, pero terriblemente tristes. Me sentía como si la estuviera viendo por primera vez.

– A veces me pregunto dónde estoy -me confesó-. Y cómo he llegado hasta aquí. ¿Te has sentido así alguna vez?

– No estoy seguro.

– Te contaré un secreto -susurró-. Me asusta sentirme así, como si tuviera que hacer algo para cambiar mi vida, como subir a un barco para volver a Portugal. -Me cogió la barbilla con las manos-. Tiago, tú y yo no empezamos muy bien -me dijo-. ¿Crees que podríamos volver a intentarlo desde el principio?

Las fiorituras desaparecieron de su forma de hablar y me pareció que no volvería a oír esa voz tan sencilla a menos que le respondiera que sí. Por esa razón más que por cualquier otra, acepté, pero incluso mientras asentía sentí que una parte de mí intentaba apartarse de ella. Después de todas sus burlas, sabía que jamás podría confiar en ella plenamente. Aun así, cuando le llevó a Wadi algo de sopa y pan para desayunar y se arrodilló junto a él para ayudarlo a comer, vi claramente que había subestimado el amor que sentía por su hijo, y como consecuencia, la profundidad de su sufrimiento.

La tía María estaba sentada en una silla, bordando junto al lecho de Wadi después de que éste volviera a quedarse dormido y, mientras observaba sus manos rápidas y seguras, pensé en mi madre. Los celos se revolvieron dentro de mí, para mi sorpresa. Me sentía como si hubiese sido abandonado, me tentaba la idea de decirle algo inteligente o agradable, pero no se me ocurrían las palabras adecuadas y acabé por retirarme a mi habitación.

Ya en mi cuarto, pensé en algo que no se me había ocurrido hasta entonces: mi tía simplemente no podía evitar decir cosas inadecuadas todo el tiempo. Se debía a lo infeliz que había sido antes de que Wadi entrara en su vida. Eso era lo que papá había estado intentando explicarme.

Papá me dijo unos días más tarde que el tío Isaac y la tía María habían preguntado a las monjas que cuidaban a Wadi por qué no les habían dicho nada acerca de esos ataques, pero las monjas juraron que no sabían nada sobre ello. Mi padre sospechaba que mentían y que el chico debía de haber sido rechazado alguna vez por esa razón.

Ahora, casi cuatro décadas más tarde, me doy cuenta de que puede que fueran las monjas -y no la tía María, como siempre había pensado- quienes le dieron a Wadi la idea de reescribir su propio pasado. Dadas las circunstancias, puede incluso que a él le pareciera justo y natural.

El papel que Wadi quería que yo tuviera en su vida -al menos cuando nuestras aventuras se solapaban con el universo de los adultos- me quedó absolutamente claro un tempestuoso día de primavera, cuando teníamos nueve años. Esa tarde me propuso ir a visitar la mezquita de Safa, camino de Ponda. Era un lugar prohibido para él, ya que según su madre todos los musulmanes eran ladrones o piratas, y cuando me mostré en contra de ir con ese argumento, Wadi me dedicó una mirada burlona y dijo que iría solo si yo no tenía el valor suficiente para acompañarlo. Aunque sus padres no le habían hablado jamás de su captura a bordo de un barco árabe, hacía más de tres años que oía chismorreos acerca de sus orígenes: quería oír de cerca las plegarias musulmanas.

Ocultos en un matorral de palma cercano, imaginamos que éramos espías de la corona portuguesa y contemplamos la hilera de fieles que entraba en el templo. Wadi se rió de un modo forzado y malintencionado de las largas vestiduras que llevaban algunos hombres y de los cánticos monótonos del almuédano. Me pareció que se estaba planteando su propia vida y el camino que se había visto forzado a tomar. «Quizá ni siquiera estoy cerca de lo que debería ser.» Eso debió de ser lo que empezó a dar vueltas en su cabeza a partir de aquel día, de ese modo tan incómodo con el que las reflexiones adultas a veces ocupan la mente de un niño.

Agachado junto a él entre las sombras, sentí el peligro en su interior, como si Wadi no estuviera conmigo, sino solo dentro de una caverna de pensamientos secretos. Incluso me pareció que podía oler la oscuridad que lo rodeaba. Parecía estar esperando para envolverme a mí también, por lo que me eché a temblar con un sentimiento urgente a medio camino entre el miedo y la expectación.

Cuando el servicio hubo empezado, salimos de nuestro escondite y nos sentamos en el borde de una fuente de piedra situada entre los naranjos que había frente a la mezquita, desde donde estuvimos escuchando las voces apagadas del interior. Empezó a lloviznar, y mientras yo jugaba con el agua de la fuente, Wadi lanzó un palo a través de una de las ventanas. Me horroricé cuando me di cuenta de que había tocado a alguien, que ahora gritaba con todas sus fuerzas. Antes de que yo pudiera reaccionar, Wadi salió corriendo, gritando que todos los musulmanes eran infieles. Yo salí corriendo detrás de él.