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– Incluso me gustaría vivir en Portugal -me confesó un día.

– Será mejor que no le digas nada de eso a papá.

– ¡Ahora no, tonto! Cuando sea mayor.

– Allí nos odian. ¿Recuerdas lo que dice el libro de nuestro bisabuelo, que los judíos siempre acosarán los sueños de los reyes de Europa?

– ¡Pero eso fue hace sesenta años!

– Es igual, papá no consentiría que te marcharas a Lisboa aunque fueras adulta.

– ¿Y qué pasaría si fuera sin su consentimiento?

Sofía me dejó sin aliento cuando la oí hablar de ese modo. En otra ocasión incluso me preguntó si pensaba que Jesucristo era como Jaidev, el sadhu que nos había contado que ella había sido una princesa hindú en una vida anterior.

– ¿Te refieres a si Jesús debió tener el pelo apelmazado y largo hasta la cintura y la cara cubierta de arcilla seca? -pregunté haciéndome el idiota puesto que estábamos en territorio peligroso. Tuve la sensación de que la estatua de Shiva estaba escuchando nuestra conversación desde la puerta.

– No, ya sabes lo que quiero decir…, sagrado.

– Eso dicen los cristianos -respondí. Mi tono de voz venía a decirle que no tenía ni idea de si era cierto.

– Era el hijo de Dios, ¿sabes?

– ¿Quién te ha contado eso?

– La tía María. Y Wadi.

– Creo que si tienes preguntas acerca de Jesucristo deberías hacérselas a papá.

Ella entornó los ojos.

– ¿Dios amaba a su madre?

– ¿La madre de quién?

– La madre de Jesús, tonto.

– ¿Te refieres a María?

– Sí. ¿Dios la amaba?

– Está escrito en la Torá que Dios nos ama a todos.

– A veces me sacas de quicio -suspiró.

– ¿Por qué?

– Siempre finges no entender lo que quiero decir -cruzó los brazos sobre el pecho-. ¿Dios quería a María como papá quería a mamá?

¿Cómo podría haber contestado a eso?

Le dije que no estaba seguro y luego que debía entrar para estudiar la Torá. Esa noche, cuando ella ya estaba en la cama, le conté a mi padre la conversación que habíamos tenido y, aunque no le dijo nada a Sofía, sé que le pidió a mi tía María que no intentara convertirla. Sofía sospechó que pasaba alguna cosa, no obstante, y no tardó en contarme que a nuestro padre no le había gustado que supiera que Jesús era sagrado.

– ¿Cómo lo sabes? -le pregunté.

– Porque siempre evita pasar cerca de las iglesias cuando estamos en Goa. Cree que no lo sé, ¡pero lo sé!

Así fue como me di cuenta de que Sofía era mucho más observadora de lo que papá o yo habíamos imaginado.

Mi hermana sólo podía salir de las inmediaciones de nuestra propiedad si papá, Nupi o yo la acompañábamos, aunque sólo fuera para bañarse en las aguas del canal de Indra. Nuestra vigilancia aumentaba su enorme sensación de aislamiento, pero papá se mostraba inflexible en eso, ya que había oído historias sobre chicas que habían sido secuestradas y obligadas a casarse con viudos hindúes cinco veces más viejos que ella. A veces Sofía se quejaba, me decía que yo era un espía y papá su carcelero, aunque no se atrevía a expresar ese resentimiento delante de papá en voz alta. Las celebraciones siempre parecían acentuar su recelo, y recuerdo que después de ir a Ponda para celebrar su undécimo cumpleaños se echó a llorar en cuanto volvió a entrar en su cuarto. Cuando finalmente me dejó entrar, me contó algo más acerca de la gravedad de su infelicidad.

– ¡Estoy sola! -sollozó.

– Papá, Nupi y yo hemos estado contigo desde el día en que naciste -le dije con el convencimiento que tenía entonces de que eso debería haber sido suficiente para ella.

– ¡Pero yo quiero amigos!

– Tienes tu caligrafía. Te encanta.

Me miró como si yo fuera un demonio.

– No me estás escuchando -dijo-. ¡Nunca me escuchas!

– Y tienes a Wadi -añadí-. Siente devoción por ti.

– Pero vive muy lejos. Casi nunca lo veo. Y es mayor que yo, de todos modos. No sé si podríamos llegar a ser amigos de verdad.

– Sofía, cuando vamos a Ramnath o a Ponda parece que nunca lo pasas bien. Las otras chicas creen que no son de tu agrado.

Pareció sorprendida.

– Es cierto -añadí-. Piensan que no les hablas y que te tapas la cara con el pelo porque te sientes superior.

Eso sólo la hizo llorar más.

– ¿Hace mucho que te sientes así? -pregunté, temeroso de su respuesta.

Sofía hizo un gesto dubitativo, como si yo fuera a castigarla por decir la verdad.

No creo que fuera capaz de darme cuenta de lo diferente que se sentía hasta que levantó esos ojos enrojecidos, como si la vida los hubiera maltratado. ¿Los hermanos mayores siempre creen que sus hermanos son felices aunque se les muestra de forma evidente lo contrario?

Como resultado de esa conversación, me esforcé en que papá nos diera permiso para visitar a nuestros tíos de Goa más a menudo, pensando que sería una buena idea que mi hermana viera a todo tipo de gente con rasgos entre indios y europeos. Pensé también que si Sofía podía entablar amistad con alguien ajeno a nuestra familia más cercana -alguien que no fuera Wadi- empezaría a abrirse. Por tanto, supongo que soy el único culpable de lo que pasó entre ellos.

6

Le hablé de mi infancia a mi compañero de celda Phanishwar para, creo, despedirme de algún modo de esos tiempos que ya desde hacía mucho habían pasado a formar parte de un entramado que tenía sentido para mí. Después de todo, la vida parecía mostrar muy poco interés en encajar en un diseño que pudiera ayudarnos a comprender cómo hemos alcanzado el presente. Ése es un esfuerzo que la mayoría -si no todos- debemos hacer por nuestra cuenta.

Había evitado preguntarle al viejo jainista cómo había llegado a ser encarcelado, pero durante la tercera noche que pasamos juntos, tras despertar de una siesta, me hizo señas para que me acercara a su camastro y me dijo:

– Fue un error terrible, ¿sabes?

– ¿De qué estás hablando?

– El hecho de que me arrestaran.

– ¿Cómo sucedió?

Puso su colcha rayada detrás de nuestras espaldas a modo de cojín antes de responder.

– Un día, recibí la invitación de un brahmán portugués para visitar Goa. Y luego, cuando…

– Los portugueses no se dividen en castas -le interrumpí-. No hay brahmanes.

Tomó una buena bocanada de aire, como si le hubiese dolido.

– Por favor, no me entiendes -dijo, con los labios torcidos por la frustración-. El hombre llevaba una esmeralda grande como una chirimoya en el extremo de una sarta de cuentas.

– ¿El qué?

– Llevaba una sarta de cuentas atada a la cintura.

– El rosario. Es para contar oraciones.

– Pero la esmeralda… ¿Qué otra cosa podría haber sido sino un brahmán?

Phanishwar me miró como si estuviera arruinando su historia. Quedaba claro que creía que aquella gran piedra preciosa era para él la prueba irrefutable que podía echar por tierra cualquier evidencia que yo pudiera presentarle.

Había anochecido y las puertas dobles estarían cerradas con llave durante toda la noche. Una tímida brisa se colaba por la ventana de vez en cuando y nos traía el aroma mohoso de la ciudad sumida en la tormenta. Parecía que el tiempo pasaba lentamente a nuestro alrededor, como un fantasma furtivo.

– Ojalá pudiera volver a ver al brahmán portugués -gimió Phanishwar-. ¡Rama y el resto de mis hijos deben estar muy preocupados! ¿Oh, qué hacer…? -Se llevó las manos a la cabeza como si lo estuviera martirizando un gran zumbido-. Dime qué puedo hacer para salir de aquí.

– No lo sé. Puede que si confiesas tus pecados al cura te dejen en libertad.