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El viejo se quedó en silencio durante un rato, sopesando mis palabras.

– Intentaré evitarlo -me dijo.

– ¿Evitar qué?

– Incluso los animales más pequeños perciben nuestras vidas -replicó.

Pensé que continuaría hablando, pero no me dio más explicaciones.

– Sigue hablándome -le supliqué-. Di lo que quieras, pero no me dejes sin oír tu voz.

«Nuestros susurros nos protegerán a los dos», pensé.

Acomodó su brazo bajo mi cabeza y empezó a hablar de los sonidos tranquilizadores de la noche que podíamos oír procedentes de la cercana ciudad. Me permití imaginar que estaba con mi padre, lo que se reveló un error: el terror se apoderó de mí y se concentró en mi estómago, frío como una vida que no llegaría a dar a luz. Me senté. ¿Quién había traicionado a papá ante la Inquisición? ¿La tía María? ¿Wadi? Quizás había sido alguien a quien ni siquiera conocía.

– ¿Qué ocurre? -preguntó mi compañero.

– Parece que los recuerdos me traicionan de vez en cuando. Y debo encontrar a alguien. Debo saldar una deuda.

– No te quieren aquí -replicó el viejo.

– ¿Quién?

– Esos recuerdos de los que hablas. Quieren verte libre. ¿No crees?

– Si es así -dije con escepticismo-, dudo que tengan un plan para ayudarme.

Recitó una oración en un idioma que yo desconocía. Luego le dije que la mariposa que había mencionado se llamaba trevas azuis en portugués, que significaba «tinieblas azules». Le gustó cómo sonaba y dijo que a partir de entonces me llamaría Trevas Azuis. Mientras notaba cómo su pecho se alzaba y descendía lentamente al respirar, me di cuenta de nuestra debilidad. No teníamos armas. No había oraciones ni argumentos que pudieran servirnos de algo. Sólo nos teníamos el uno al otro, y eso jamás sería suficiente.

Me contó que sus padres lo habían llamado Ravindra, que significaba «sol», pero que todo el mundo lo llamaba Phanishwar, «rey de las serpientes», desde que dejó de ser un bebé. Su padre lo había encontrado durmiendo en el patio una noche, una cobra en estado de alerta lo protegía.

– No recuerdo qué serpiente era -dijo el viejo-. Pero es cierto que nunca me han dado el miedo que los otros hombres sienten por ellas.

Sus padres lo enviaron como aprendiz a un encantador de serpientes de Poona cuando tenía diez años; tenía cincuenta y siete cuando me lo contaba.

– Hasta que yo mismo tuve hijos jamás se me había ocurrido que mi padre podría haber inventado toda esa historia de la cobra para hacer que yo cumpliera los planes que tenía para mí -me dijo-. Habría sido muy propio de él. ¡Dios mío! ¡Se preocupaba tanto de nosotros cuando éramos pequeños! ¿Sabes?, quería asegurarse de que todos nosotros tendríamos una manera de ganarnos la vida honradamente. Era tan bueno… Siempre estaba ayunando e iba mucho al templo. No soportaba ver cómo los hindúes y musulmanes mataban serpientes como si no hubiera suficiente sitio en el mundo. «Phanishwar, tú les mostrarás que hay otra forma de actuar», solía decirme.

– ¿Aún vive tu padre? -pregunté.

– No, mi padre y mi madre murieron hace mucho tiempo.

– Esas quemaduras… deben dolerte mucho.

– No te preocupes, Trevas Azuis. He sufrido mucho dolor físico en mi vida. El dolor y yo somos viejos enemigos, conocemos bien los movimientos del otro. Intentamos burlarnos mutuamente, aunque al final suele ganar él. Le guardo rencor, es cierto, no lo negaré, pero también supongo que se limita a cumplir con la parte que le toca y no tiene otra elección.

Me levanté, volví a mojar mi camisa y me arrodillé junto a él. El viejo gimió mientras le lavaba los pies. Lloraba en silencio. Agradeció mi amabilidad. Yo no recordaba que la voz de un hombre pudiera ser tan tierna.

Cuando hube acabado, me dio unas palmaditas en la cabeza y me bendijo. Ese primer día me pareció que Phanishwar representaba todo lo que tenían de bueno los aldeanos con los que crecí: sus modales delicados y su facilidad para sonreír; la manera que tenían de aceptar las circunstancias y una cierta creencia de que la vida era una gran lucha en la que el mundo entero estaba conectado; el placer que le producía el nosotros por encima del simple yo.

– Cuéntame tu vida -le dije. Quería oír una historia, entregarme al sueño convocado por sus palabras susurradas en la oscuridad.

Me habló de su esposa, que había muerto muchos años atrás, y de sus cinco hijos. El menor tenía doce años y se llamaba Rama. Su aldea, Bharat, estaba en la costa, a tres días a pie de Goa en dirección norte. No me contó cómo lo había atrapado la Inquisición y yo tampoco se lo pregunté. Al cabo de un rato, empezó a cantar una melodía suave, radiante, y supe que no llegaría a suicidarme con la misma certeza con que sabía que confesaría cualquier cosa que me pidieran para escapar de las llamas. Debía seguir con vida para encontrar a la persona que nos había traicionado a mi padre y a mí, y para vengarme de ella.

Phanishwar no me abandonó en toda la noche, yo sentía el latido de su generosidad. Nunca jamás me había sentido tan próximo a ningún hombre que no fuera mi padre. Nuestra unión parecía un sueño, a veces. Creo que ésa es la razón por la que, cuando el amanecer apareció en nuestra ventana con sus tonos rosáceos y azulados, encontré el valor para hablar de acontecimientos que hasta entonces había creído inconfesables.

Teniéndolo a él junto a mí -al rey de las serpientes- sabía que no sólo mis recuerdos sino toda la naturaleza deseaba liberarnos. Confié que juntos tendríamos la fuerza necesaria.

Primero le hablé de mi infancia, empezando por la enfermedad de mi madre, que era hasta donde se remontaban mis primeros recuerdos.

– Una vez vi que alguien volvía a cruzar el puente que nos lleva de la vida a la muerte, pero en sentido contrario-le dije.

2

Durante muchos años tras la muerte de mi madre, solía entrar a escondidas en la biblioteca de mi padre, abría el cajón inferior de su escritorio y sacaba la caja de cuero en la que guardaba los dibujos que había hecho de ella. Me entusiasmaba estudiar su rostro y compararlo con el mío, por lo que me llevaba los esbozos hasta el espejo que tenía colgado en mi habitación y los ponía, uno detrás del otro, frente al cristal. A veces imaginaba que ella era mi reflejo, que éramos la misma persona.

Una vez, mientras mi padre estaba en Goa, rompí un retrato de mi madre, uno de mis favoritos. Debía de tener ocho o nueve años. No recuerdo por qué extraña razón lo hice, sólo sé que estaba tan enfadado que me sentí obligado a destruir algo bello y valioso. Puede que ésa fuera mi manera de intentar relegar su muerte a un lugar seguro de mi mente, o incluso de devolverle la vida mediante un fugaz y formidable acto de magia.

Trastornado por la vergüenza que sentí, salí corriendo de casa y tiré los pedazos del cuerpo del delito a las aguas del río Zuari, que pasaba por el estrecho valle de bananeros y palmeras del límite oriental de nuestra propiedad. Mi sentimiento de culpa después de eso fue tal que el estómago me dolía como si hubiera tragado arena. Le confesé la fechoría a mi padre cuando volvió al día siguiente, seguro de que me odiaría por ello. En lugar de eso, me alzó en volandas y empezamos a dar vueltas.

– Un dibujo viejo no puede compararse a estar en casa contigo -me dijo.

No entendí por qué no me había castigado. Quería que lo hiciera. Creo que deseaba estar seguro, por un doloroso momento, de que tenía toda su atención, de que el fantasma de mamá no lo alejaría de mí. Quizá, también, quería convencerme de que había justicia en el mundo, incluso si eso significaba que el trasero me iba a quedar colorado.

– Pero era bonito -le dije-. Y lo hiciste para que pudiéramos guardarlo.

Las confesiones deben seguir un proceso, las unas se suceden a las otras, así que añadí: