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– De vez en cuando abro el cajón de tu mesa para sacar tus dibujos de mamá.

Mi padre soltó una carcajada de sorpresa y luego cerró el ojo derecho como solía hacer cada vez que yo hacía alguna travesura, para hacerme creer que estaba disgustado por lo que había hecho. Me dejó en el suelo.

– Escúchame bien, Ti. No hay nada malo en mantener algunas cosas en secreto. Debes tener tu propia vida. Pero quiero que me prometas una cosa: que cuando vuelvas a tener ganas de romper otro dibujo, o de causar otro daño irreparable, vendrás a contármelo primero para que podamos hablarlo.

Le di mi palabra, y volví a temblar con un renovado sentimiento de culpa. Se dio cuenta de mi malestar y añadió:

– Mira, hijo, la muerte de tu madre me enoja tanto como a ti. Hay veces en las que desearía poder romper en pedazos hasta el último recuerdo que guardo de ella.

A medida que me hice mayor, me fui dando cuenta de que había heredado los labios curvos de mi madre y la suave profundidad de sus ojos, aunque los míos eran azules y los suyos de un castaño claro, el color de las almendras, como solía decir mi padre.

– Si algo has heredado de tu madre es su carácter travieso -solía decirme mi padre con un gruñido, fingiendo que eso le causaba un gran quebradero de cabeza. Después me perseguía por toda la casa bramando, intentando desterrar nuestra tristeza con sus payasadas, lo que con el tiempo fue su manera de evitar que la ausencia de mi madre nos destruyera. A veces bailaba de forma improvisada conmigo o aullaba como los muntíacos que siempre se nos comían las rosas del jardín. Al final nos dejábamos caer juntos sobre los cojines de seda dorada que procedían de la dote de mamá y dormitábamos bajo el sol que entraba por las ventanas. Nuestra inevitable risa probablemente nos mantenía cuerdos y, aun así, quizá debería haberle dicho que no podía evitar sentirme triste al final, como si hubiéramos traicionado nuestros verdaderos sentimientos. Pero nunca supe traducir todo eso en palabras a tan temprana edad. Y nunca habría querido herirlo a propósito.

En mi dibujo favorito, que papá colgó encima de mi cama, el pelo largo y negro de mamá quedaba recogido bajo un pañuelo opalino que mi hermana, Sofía, heredaría más tarde. Las manos de mi madre eran finas y elegantes, y formaban un gesto dirigido al arcángel san Gabriel, como si estuviera bailando para él. Las alas de san Gabriel eran de color borgoña y amarillo, los mismos colores del sari de mi madre. A mí siempre me había parecido que mi madre y el arcángel en realidad eran el mismo ser con diferentes formas.

A veces, sin que Sofía se enterase, le cogía el pañuelo de mi madre. Lo sostenía en la mano mientras miraba el retrato y reflexionaba sobre el misterio del tiempo, por qué yo seguía creciendo y mamá nunca llegaría a verlo.

El dibujo de mi madre con el arcángel san Gabriel era un boceto para un Corán que mi padre había hecho para el sultán de Bijapur. El sultán había invitado a papá a la India una década antes de que yo naciera y le pagaba un estipendio anual por dibujar miniaturas para el Corán y sus libros de oraciones. Mi madre, a quien mi padre conoció y cortejó siete años después de su llegada, le sirvió de modelo para Khadija, la esposa del profeta Mahoma. Nunca la vi posar para papá, pero en mis sueños he visto a mi padre dibujándola del natural. Y aunque ni siquiera se tocaban, parecía como si estuvieran haciendo el amor con los ojos. Incluso parecía que me estuvieran concibiendo.

Después de conocer a Tejal, cuando cumplí dieciocho años, en nuestros momentos de intimidad, solía recordar la fragancia cálida y protectora de mamá. Lo más extraño es que, cuando suspiraba al recordarla, era como si ella fuera un presentimiento de algo que formaba parte de mi futuro en lugar de mi pasado lejano. Quizás el amor no puede evitar mirar hacia delante.

Mamá enfermó y tuvo fiebres con convulsiones y escalofríos a principios de junio de 1576, cuando yo tenía cuatro años y medio. Me asustaba el castañeteo de sus dientes y la manera en que se quedaba dormida, con los ojos abiertos de par en par. Incluso durante el bochornoso verano, papá tenía que taparla con gruesas mantas de lana y poner su cama cerca del hogar, que mantenía encendido día y noche. Su respiración se tornaba a menudo jadeante, como si le faltara el aire, y la mayoría de las veces estaba demasiado débil incluso para susurrar.

Papá le puso un talismán de vitela alrededor del cuello con los ángeles judíos Sanoi, Sansanoi y Samnaglof, representados como sabios de largos ropajes, con báculos decorados con cabezas de león. Se decía que los tres ángeles eran capaces de proteger a las mujeres de Lilit, la reina de los demonios, y de todos sus sanguinarios secuaces.

Cuando veía a mamá desde los pies de la cama, cuando oía las implacables lluvias del monzón, me sentía como si nos estuvieran exterminando. La cortina de agua que caía frente a nuestra ventana era tan densa que no podíamos ver nada a través de ella. El mundo entero era agua, y el tamborileo constante sobre nuestro tejado era tan intenso que algunas veces durante la noche gritaba como un loro y mi propia voz me parecía un chirrido distante. El monzón se convirtió en algo vivo ese verano: malévolo, dañino, interminablemente ávido. De vez en cuando, a su antojo, cesaba durante medio día, se retiraba lentamente y volvía una y otra vez para regodearse, rompiendo aquel inquietante silencio, en el daño que ya había causado. Durante esas treguas veíamos que nuestro jardín se había convertido en un estanque adornado por hierbas y helechos. La magia repentina del renacimiento de la luz del sol convertía las hojas empapadas en cristal.

Pasé unos días junto al lecho de mamá, jugando en el suelo con mis marionetas de sombras y mis animales de juguete. Sólo abandonaba la casa para sentarme en la veranda cuando papá insistía en que debíamos aprovechar las pausas de la tormenta. Si Nupi intentaba alejarme de allí, aunque fuera para lavarme la cara, yo sacudía los brazos y gritaba. Ella no me llamaba con insistencia por mi propio bien, pero su mirada me revelaba que respetaba mi determinación. Trasladamos la cama de mis padres al salón para que papá y yo pudiéramos dormir cerca de mi madre. Él se acurrucaba detrás de mí y me frotaba el pelo para inducirme el sueño.

Mamá era capaz de sentarse de vez en cuando, especialmente por las mañanas. Papá le daba cucharaditas de té y la convencía para que comiera algo de arroz. Tenía los labios grises y agrietados, y cuando intentaba sonreír le sangraban. Años después, mi padre me mostró un dibujo que había hecho durante la enfermedad de mamá, yo le dije que no se le parecía. Pero sí que se le parecía. Simplemente no quería creer que esa mujer con los ojos hundidos y la cara cenicienta era realmente ella.

Una tarde estaba sentado con mamá a finales de ese terrible junio, dibujando caras de monos en un papel. Nupi le había hecho beber un té con hojas de jazmín y raíz de jengibre para ayudarla a dormir y, aunque había funcionado, aún respiraba con dificultad. Era como si sus pulmones estuvieran oxidados.

Cuando me di cuenta de que su resuello había remitido, me levanté. Le toqué el pecho, pero no se movía, y sus ojos vidriosos no miraban hacia nuestro mundo. La habitación daba vueltas a mi alrededor, como si estuviera sobre el eje de una rueda. A lo lejos, oí a mi padre, que hablaba con Kiran -el ama de crianza- mientras ésta alimentaba a mi hermana, que había nacido siete meses antes, en diciembre de 1575.

Nupi estaba rayando coco en la cocina. Desde ese día ese rascado insistente siempre me recuerda a la muerte.

Sacudí a mi madre y la llamé con delicadeza para despertarla. Luego salí corriendo a buscar a papá.

No pudo hacer nada para despertarla. La besó en los labios, le cerró los ojos y se arrodilló a su lado con la cabeza gacha. La lluvia caía con fuerza sobre la casa mientras mi padre sollozaba, y yo pensaba que éramos mucho más frágiles de lo que había podido imaginar, sobre todo mi padre. ¿Acaso vi en la curva fatal de su espalda que la muerte de mi madre lo destrozaría? Si ella no hubiera muerto, ¿me habría pedido el veneno muchos años después?