Nupi me agarraba cada vez que intentaba acercarme, yo tenía sus huesudas rodillas contra mi espalda y sus manos sobre mis hombros. Me cogía fuerte para evitar que me lanzara a los brazos de mi padre. Recuerdo el sentimiento de que una sombra -quizá la mía, aunque no estoy seguro- se alejaba de nosotros de puntillas para no volver jamás.
Después de besar las manos de mamá, papá finalmente me llamó. Me puso las yemas de los dedos de mamá sobre los ojos, luego se las llevó a sus propios ojos, mientras susurraba un Kaddish.
A veces aún siento el peso de los dedos de mi madre sobre los párpados. Suele ser un recuerdo agradable, pero a veces también me da miedo, como si significara que los muertos siempre tendrán demasiado poder sobre mí.
Cuando papá se fue con Nupi a buscar a mi hermana, que estaba con Kiran, me subí a la cama de mi madre, le cogí un brazo inerte y rodeé con él mi cintura, con la esperanza de despertarla. Al cabo de un rato, un temblor me estremeció y dejé de oír el estruendo de la lluvia pese a que los postigos estaban entreabiertos y todo cuanto podía verse era un verdadero diluvio. El silencio era de expectación, como si mi cabeza estuviera metida en una jarra de cristal a punto de estallar. La luz se volvió más tenue a mi alrededor.
– No te preocupes, Berequías -susurró mi madre de repente, utilizando el nombre de mi padre-. Ti y Sofía se tienen el uno al otro.
Cuando volví la cabeza de golpe para mirarla, vi que sus labios articulaban las dos últimas palabras. ¿O me había quedado dormido un instante y tan sólo lo había soñado? Aún tenía los ojos cerrados.
Me incliné hacia su cara y toqué su fría mejilla. No estaba asustado. Esperaba que abriera los ojos en cualquier momento.
– Mamá -susurré-, soy yo. Despierta.
Mi padre volvió a entrar en la habitación con mi hermana en brazos y yo fui corriendo hacia él para contarle lo que había sucedido.
– Es imposible -dijo con desdén.
La vergüenza se apoderó de mí y me marché a toda prisa sin que ni siquiera Nupi consiguiera detenerme en el portal. Papá salió al jardín llamándome, con la voz crispada por la desesperación, pero yo no volví. Me buscó por los arbustos húmedos de hortensias y de hibisco, con la ropa empapada, el rostro deformado por el miedo. Yo lo observaba desde el margen de un arrozal, temblando, con los pies desnudos hundidos en el lodo y el agua hasta las rodillas. Me dije a mí mismo que lo odiaba.
Esa noche se disculpó por no haberme creído y me rogó que no volviera a escaparme jamás.
– Si te perdiera a ti o a tu hermana ahora, no podría continuar -confesó.
Antes de que se cubriera la cara con la mano pude ver por un instante su mirada perdida, por lo que me acerqué a él y me abracé a sus piernas.
Mi padre era alto y fuerte, y tenía unas manos grandes y elegantes. Cuando me tuvo en sus brazos, lo cogí por las orejas. Era un juego habitual entre nosotros, a él le tocaba barritar como un elefante con su trompa imaginaria. Ese día, no obstante, me sentó en su regazo sin emitir ningún sonido. Me dijo que los judíos como nosotros y los hindúes como Nupi y Kiran creían que el alma de un muerto podía volver a cruzar un puente hacia la vida durante un breve período de tiempo si había quedado algo por decir o por hacer. Eso es lo que le había visto hacer a mamá.
– ¿Comprendes? -preguntó.
Yo le dije que sí, pero el olor oscuro y mohoso de su angustia me hizo sentirme amenazado, lo único que me importaba era estar entre sus brazos. Apretó sus labios contra mi frente y volvió a preguntarme lo que había dicho mamá. Después de contárselo, se levantó y pensó en lo que yo le había dicho.
– Cuando salíamos a pasear, ella siempre tenía que volver a toda prisa porque había olvidado algo -me dijo-. Esta vez, ha tenido que volver para tranquilizarnos -me sonrió con gratitud-. Suerte que estabas con ella para oír lo que quiso decirnos, Ti. Eso debe haberla reconfortado.
¿Por qué los niños que han perdido a uno de sus padres siempre deben responsabilizarse del que queda vivo? No le dije a papá lo que estaba pensando: que se equivocaba y que lo que mi madre había querido decir era que en adelante sería yo quien tendría que encargarme de mi hermana menor. Es algo que habría querido decirme incluso en sueños.
3
Sofía tenía los ojos hundidos, húmedos y de color verde oscuro, como sombras sobre un lago profundo, y desde el mismo momento en el que nació, empezó a mirar lo que la rodeaba como si todo la sorprendiera. Nupi dijo que, más que mirar asombrada, lo que hacía era vigilar en secreto y, cuatro días después, cuando ya resultaba seguro que mi hermana pudiera salir de casa de acuerdo con la tradición judía, la anciana cocinera se la llevó a ver a Jaidev, el santón que limpiaba la cera de las orejas con un alambre fino, para descubrir quién había sido mi hermana en una vida anterior.
Yo adoraba a Jaidev porque tenía las mejillas enjutas y los mechones de pelo negro le llegaban hasta la cintura. Solía sentarse como un Buda cuando íbamos a verlo, con las manos tostadas por el sol sobre sus huesudas rodillas. Siempre estaba cubierto por una especie de polvo blanco porque solía revolcarse por la tierra seca, como los elefantes hacen para limpiarse.
Cuando sus ojos se abrieron a través de esa costra blanca, se mostraron animados en un secreto y vivo fuego negro.
– ¡Nupi viene con el maestro Ti! -exclamó mientras extendía los brazos para saludarnos.
– ¿Y quién es esta pequeña chapatti? -preguntó antes de sacarle la lengua al bebé, que movió los brazos y las piernas a modo de respuesta.
Él sabía a lo que íbamos; aceptó nuestras monedas y luego extendió los dedos de Sofía como una estrella de mar. Le cayó polvo de la cabeza cuando la levantó de repente para mirarnos con sorpresa.
– ¡Una brahmán! -exclamó.
Se inclinó para verla mejor y cayó en trance para descubrir que había sido una princesa hindú secuestrada por un califa musulmán hacía más de quinientos años.
– Fue preciosa y muy lista, y pudo volver a casa al final -nos dijo. Levantó las manos en un gesto aleccionador antes de continuar-. Ésa es la razón por la que la pequeña Sofía siempre está mirando a su alrededor.
Nupi quedó complacida con ese veredicto, por lo que le dio otra moneda de cobre como propina.
– Y todo el mundo la quería -nos dijo cuando ya nos íbamos.
Mi padre resopló cuando Nupi le contó lo que Jaidev había dicho. Le dijo a nuestra cocinera que la pequeña miraba a su alrededor todo el tiempo porque aprendía todo lo que la rodeaba: las cosas importantes, como que necesitaba dormir y abrazos, y las pequeñas cosas también, como que el arroz se pegaba cuando lo aplastaba con los dedos y las «extrañas creencias de algunos miembros de la casa».
Nupi se enfadó cuando se refirió a ella con ese último comentario y a partir de entonces hablaría irónicamente de sus «extrañas creencias» siempre que mostraba su certeza respecto a algún tema, ya fuera importante o una nimiedad. Pero yo sé muy bien que la crítica de papá en el fondo le gustó, porque significaba que él la consideraba parte de la familia.
«Todo está fuera de mí, y aun así entra en mí cuando lo miro o lo toco.»
Eso es lo que a mí me parecía que pensaba Sofía cuando observaba el mundo, porque eso es lo que yo pensaba cuando la miraba a ella y aún no sabía cuál era la diferencia entre ella y yo; no desde un punto de vista adulto, con unos límites claros a mi alrededor.
A veces chillaba de felicidad cuando veía un pinzón alzando el vuelo desde la valla de madera de nuestra veranda, o cuando algún insecto de patas largas sobrevolaba por encima de un charco del jardín. Papá dijo que yo había sido igual. A mí me encantaba que nos pareciéramos tanto y me abrazaba a ese conocimiento cuando me sentía solo. Los dos éramos hijos de mamá y papá, y eso no podría cambiarlo nadie.