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Unos dieciocho meses después de la muerte de mamá, cuando Sofía tenía dos años, su interés cambió y pasó a querer llevarse a la boca todo cuanto veía y oía.

Una noche plácida, mientras papá me enseñaba las constelaciones, le dije a Sofía que las estrellas eran deliciosas y le hice creer que me las comía. Ella hizo el mismo gesto que yo, como si pudiera coger las estrellas y llevárselas a la boca.

El enorme placer de verme imitado por primera vez me estremeció, pero también me hizo sentir cierta inseguridad: aún no sabía qué hacer con el poder que tenía sobre mi hermana y quizá jamás llegaría a saberlo. Nupi me sorprendió cuando me animó a jugar con ella.

– Al menos no tendré que preocuparme más que por la luz de las estrellas cuando le limpie el culito -se rió.

Hice muchas cosas para Sofía cuando creció: ramitas atadas con cordel para hacer casitas sobre pilotes, piedras amontonadas para construir antiguas fortificaciones que ella pudiera derrumbar, coronas, espadas y sombreros de papel maché. Las marionetas de sombras con formas animales se convirtieron en mi especialidad, se me daba muy bien recortarlas a partir de una hoja de papel cuando tenía siete años. Quería que se convirtiera en una niña fuerte y despierta; probablemente también quería que se convirtiera en un chico. Empecé a lanzarle mi pelota de cuero antes de que fuera capaz de caminar y, una vez, con los pinceles de papá, le pinté la cara de color azul, como la de Krishna. Pensé que a Nupi le encantaría, pero me dijo que me pondría a caldo si me atrevía a repetir tal estupidez. Nupi tenía los ojos más intimidatorios que he conocido. Por lo demás tenía un aspecto débil, y sólo le quedaban dos dientes deteriorados y amarillentos abajo y tres arriba, pero estoy seguro de que practicaba esa mirada paralizante para sorprender a sus víctimas. Los sabañones que tenía en los nudillos seguro que le provocaban dolor cuando llovía, pero sus manos eran como tornillos de banco de carpintero. Nadie osaba hacerla enfadar, salvo papá.

Aprendí todos los proverbios locales gracias a Nupi.

– Bhaanshira zari aayla, al trapo le ha salido de repente un hilo de seda -solía decir en konkaní cuando a Sofía o a mí nos quedaban pequeños los pantalones-. Cada grano de arena de la playa tiene su lugar -nos decía cuando nos atrevíamos a cuestionar el valor de una tarea que aparentemente carecía de sentido.

Si nos daba una buena noticia, solía añadir: «Aunque ya sabemos que a Kali le llegará su hora» -ya que, en su opinión, los buenos tiempos sólo tentaban a la diosa de la destrucción a coger su espada. Mi expresión favorita, no obstante, era «Los guardianes del alba conocen la noche mejor que nadie». Nupi la utilizaba siempre que mi familia afrontaba dificultades, y generalmente significaba que la esperanza nos hacía sentir las épocas de oscuridad con una mayor intensidad. En ese sentido, era algo como «Sólo los que conocen la tristeza valoran la felicidad…». Cuando me hice mayor también me di cuenta de que podía utilizarla para decir que la gente que protegía a los demás a menudo se enfrentaba a los peores peligros.

Su gran enemigo era el estreñimiento, por lo que siempre estaba comiendo semillas de hinojo para compensar lo que ella llamaba su vientre «demoníaco». Podía pasarse horas hablando de su malestar, describiendo con riguroso detalle los esfuerzos que realizaba para obtener un resultado satisfactorio. Sofía y yo aprendimos a desviar la conversación rogándole que nos contara historias sobre los gandharvas y las apsaras, los espíritus hindúes de los bosques y los ríos.

«En tiempos de Rama, nació un espíritu capaz de ver el futuro, cuyo nombre era Tiago…»

Nupi siempre nos incluía a Sofía y a mí en sus cuentos. Ya de mayor, me di cuenta de que lo hacía porque quería asegurarse de que sobreviviríamos intactos a la muerte de mi madre, de que nuestras vidas -y las historias- tuvieran continuidad en el futuro. Yo sentía devoción por ella, me encantaba escuchar su delicada voz contando historias, pero también solía temer en secreto la manera con la que sus ojos me vigilaban.

– Al parecer pasamos por alto el amor cuando nos llega desde los lugares más obvios -me dijo papá una vez que me enfadé con Nupi, pero en realidad no entendí lo que quiso decir hasta que fui casi un adulto.

Lo que más llevaba en secreto a ojos de mi padre y de Nupi era que, después de los temporales de lluvias, solía subir con Sofía las escaleras del patio hasta el tejado, desde donde observábamos los arrozales. Eran como espejos líquidos en un valle color esmeralda y en ellos trabajaban las mujeres y los niños de Ramnath, el pueblo más cercano a nuestra casa. Solíamos fingir que podíamos ver el océano, que se encontraba a casi diecisiete kilómetros hacia el oeste. Le hablaba de que papá había tomado un barco desde Constantinopla hasta la India antes de que nosotros naciéramos y de que, antes de que eso sucediera, su familia había abandonado Portugal porque el rey Manuel y otros hombres malvados no les permitían vivir libremente como judíos.

Sofía y yo dormíamos juntos a menudo, yo la acogía cerca de mi barriga como si se tratara de un regalo que me habían hecho. Cuando papá estaba triste, nos llevaba a su cama gruñendo, fingiendo que él era el califa que la había secuestrado en esa vida anterior y que ahora volvíamos a ser sus prisioneros.

La peor época fue cuando mi hermana se ponía a chillar de hambre en plena noche. Podía ponerse muy nerviosa y testaruda, por lo que papá y el ama de cría, Kiran, a menudo tenían que pasearla en brazos durante una hora hasta que conseguían que tomara un poco de leche. A veces yo los relevaba e -imitando lo que les había visto hacer- le ponía la punta del pulgar en la boca de vez en cuando para ver si estaba lista.

El rostro de Kiran se volvía increíblemente amable cuando acercaba a Sofía a su pecho. La joven ama de cría parecía tener el poder de una diosa: sobre el fuego, la tierra, el aire y el agua, sobre la vida y la muerte. Dejaba que su cabellera negra cayera como una cortina sobre el bebé para crear un solo mundo para las dos. Kiran tenía los ojos grandes y el cuello largo y esbelto. Llevaba pulseras de plata en los tobillos y en los brazos, por lo que tintineaba como un cascabel cuando se movía. Me asombraba su belleza y lo distinta que era de mi familia. Cuando me hice mayor mi padre me dijo que yo siempre le estaba pidiendo que me dejara tocar una cicatriz en forma de «V» que tenía en la frente. Su padre se la había hecho con un cuchillo en plena borrachera.

Kiran le juró a Durga Devi que jamás volvería a casa con él y mantuvo su palabra. Nos dejó cuando mi hermana tenía dos años y medio y, con una carta de recomendación que mi padre dirigió al sultán, se marchó hacia Bijapur con todo cuanto tenía, incluidos dos saris de seda que habían sido de mi madre, metido dentro de un hatillo. Nunca volvimos a verla.

Siempre sentí celos de la unidad que formaban Kiran y mi hermana, y a menudo las observaba desde la entrada mientras reflexionaba acerca de la vida y la muerte. Si hubiese podido alimentar a mi hermana con mi propio cuerpo, lo habría hecho. Y creo que habría sido mucho mejor si la leche hubiese sido de su hermano. ¿Quién podía quererla tanto como yo?

Quizá fue esto lo que me convirtió en un niño extraño. Ahora me doy cuenta de por qué los amigos europeos de mi padre, y especialmente mi tía María, de vez en cuando se reían a mi costa, me ponían corazones dorados con filigranas a la altura de las orejas y se preguntaban en voz alta si no habría sido más feliz si hubiese nacido niña. Yo odiaba cuando se mostraban tan irónicos y se reían de mí, y a veces llegué a pelearme con sus hijos. Aunque era algo pequeño para mi edad, tenía un carácter muy decidido, y un nudillo despellejado o una rodilla arañada sólo conseguían que les pegase más fuerte. Si me peleaba, papá me castigaba encerrándome en mi habitación, pero yo jamás me mostraba arrepentido.