– ¡Sólo pararé si se acaban todas esas historias sobre Sofía y yo! -solía gritarle desde dentro de la habitación.
A veces mi ira entristecía tanto a papá que se sentaba con la cabeza apoyada en las dos manos y no decía nada durante horas, ni siquiera si me acercaba a él y me acurrucaba entre sus brazos. De este modo aprendí, poco a poco, a ser más amable con él.
Es terrible ese momento crucial en el que comprendemos que podemos herir seriamente a nuestros padres. A veces desearía haber tardado un poco más en aprenderlo.
Ni nuestros vecinos hindúes ni mis compañeros de juegos de Ramnath se burlaron jamás de la ferviente lealtad que le profesaba a mi hermana, lo que creo que constituyó el motivo por el que siempre me he sentido mejor con los indios que con los europeos. Los indios no creían que la ternura que sentía por ella mermara mi masculinidad. Tampoco pensaban que esa rareza fuera una maldición o algo que debieran temer como hacían a veces los cristianos o los judíos. Ellos interpretaban esa devoción tan poco habitual como una bendición, no necesariamente comprendida, pero que tenía su lugar en el universo-jardín, cuyo señor era Vishnu.
Después de que Kira se marchara, nuestra casa pasó a ser de repente demasiado grande y demasiado fría para mí. Los rincones más confortantes parecieron endurecerse y las puertas parecían estar siempre a la espera de un visitante que jamás vendría. Durante varias semanas seguidas, recorrí la casa de habitación en habitación pensando que me había convertido en un intruso. Odiaba incluso mi propia cama, las almohadas que había convertido en una costa rocosa cuando jugaba a batallas navales encima de las sábanas, el hueco sombrío del lado norte de la biblioteca de papá, donde solía leer mis libros cuando hacía demasiado calor en el resto de la casa. Me metí en la cabeza que quería un segundo piso con unas escaleras. Ya ni siquiera recuerdo por qué. Quizá necesitaba un nuevo lugar para volver a empezar.
Una tarde, después de que papá se negara a construir la escalera una vez más, Nupi se me llevó llorando hasta la cocina. Cuando le expliqué lo que sucedía, me ordenó que me sentara.
– ¿Para qué? -pregunté.
– ¿Cuándo empezarás a obedecerme sin que tengamos que montar una escena?
Se había preparado un plato de dal caliente y con su cucharón de hierro me puso un poco en una hoja de banana, luego se sirvió una ración aún más pequeña para ella. Puso su viejo taburete de madera ante la mesa, a la que habíamos dado una mano de pintura amarilla recientemente, y me ordenó que hiciera lo mismo con la silla de mimbre donde apoyaba la escoba.
– ¿Quieres que coma contigo? -pregunté.
Ella miró primero a su alrededor, luego por encima de mi hombro. Incluso levantó el gran caldero, que ocultaba debajo un trozo de jabón negruzco.
– No veo a nadie más aquí -dijo-. O sea, que sólo puedes ser tú.
Por primera vez en nuestras vidas comimos juntos. Una flor de hibisco blanca de nuestro jardín asomaba por encima del borde de la jarra agrietada de barro cocido que había entre nosotros.
– Las flores son bonitas -me comentó cuando alargué la mano para tocarla. Aprendí que se trataba de un postulado esencial de su manual para la vida-. Y a tu madre le gustaría saber que estás comiendo bien -añadió.
Mientras nos comíamos el dal, Nupi me pisó los pies descalzos un par de veces para que alzara la vista, ya que últimamente tendía a perderme en mis reflexiones. Me dijo que no debía dejarme ni una sola lenteja o se lo contaría a mi padre, lo que no dejaba de tener gracia, ya que se pasaba el día diciendo que papá me consentía demasiado. Al ver que yo no sonreía, me miró muy seria y me dijo que podía comer con ella en la cocina siempre que me sintiera mal.
– ¿De veras?
– Nunca bromeo cuando se trata de comida -respondió, lo cual no dejaba de ser cierto.
A veces pienso que ese ofrecimiento tan simple que me hizo Nupi aquel día me salvó la vida, porque realmente comí con ella -y a menudo- durante los años siguientes. Y siempre he asociado el sabor del dal de esa primera vez con ese tipo de cariño que siempre está allí cuando lo necesitas. Sofía me diría mucho más tarde que a ella también le pasaba, por lo que supongo que Nupi también la invitó a ella sin que yo lo supiera.
Ojalá hubiera hecho algo a cambio por nuestra vieja cocinera ese día; podría haber recogido una cesta de orquídeas violetas, esas a las que llamábamos «bigotes de gato», para su altar dedicado a Ganesha, o simplemente podría haberla abrazado. Aún no me daba cuenta de que todo por lo que rezaba -y lo que más quería en la vida- era que mi hermana y yo no muriésemos jóvenes. Pero eso era, por supuesto, una garantía -y un don- que nadie jamás podría darle.
A lo largo de mi infancia, los momentos más felices fueron por la mañana. Nupi se levantaba al amanecer para prepararnos chapatti, que yo solía comerme con coco rallado y azúcar de palma, y en invierno freía fríjoles verdes con ajo y hojas de albahaca. Mi padre y yo nos sentábamos ante la enorme mesa de piedra caliza que teníamos en el patio y acompañábamos el desayuno con té negro mientras me mostraba los dibujos que hacía para el sultán. En ocasiones, Nupi también les echaba una ojeada por encima de nuestros hombros, aunque tenía la molesta y ruidosa costumbre de chupar nueces de betel y papá no hacía más que mandarla a hacer recados para mantenerla alejada. Después de eso, leíamos juntos la Torá y yo recibía mi clase de dibujo, que podía continuar hasta mediodía, ya que yo debía convertirme en un ilustrador de manuscritos, como él, cuando me hiciera mayor.
En los dibujos que hice de papá durante esa época, sus ojos aparecían cansados y preocupados. Me sorprende que nunca me hubiera dado cuenta de que su preocupación estuviera tan concentrada en el pequeño artista que lo estaba dibujando con tanto cuidado. Cuánta confianza en el ojo vigilante de Dios debió de haber perdido después de enterrar a mamá.
De un modo vago, yo también empecé a comprender que el dibujo era lo que devolvería al mundo el estado anterior a la enfermedad de mi madre. Cuando tenía un cálamo en la mano sentía que no estaba exento de poder y que el mundo había sido creado para mí. Todo niño tiene derecho a la ingenuidad, por supuesto, pero me pregunto -si pudiera viajar en el tiempo- si querría prevenirme a mí mismo de ese optimismo entusiasta. En cualquier caso, dudo de que me hubiera escuchado a mí mismo unos años mayor, ya que -pese a haber presenciado la muerte de mamá y de haber tenido que despedirme con lágrimas en los ojos del ama de cría de Sofía, Kiran- por aquel entonces no era propio de mí dudar de la bondad del mundo.
A veces, cuando se sentía solo, papá me pedía que lo acompañase por la casa. Entonces yo le daba la mano e íbamos a ver a Sofía. Si estaba durmiendo, le dábamos un beso en la mejilla o le acariciábamos el pelo, rubio y suave. Después salíamos al patio, pasábamos junto a las plantas de albahaca de Nupi y entrábamos en la cocina. La observábamos mientras avivaba el fuego o pelaba vainas de tamarindo para hacer su famosa crema y le preguntábamos qué tenía pensado para el almuerzo. Finalmente íbamos hasta la biblioteca de papá, donde tenía su mesa de trabajo. Apenas hablábamos durante esas excursiones domésticas pero, una vez sentados, él cogía algún volumen encuadernado en piel de poesía portuguesa y me lo leía mientras yo escuchaba sentado sobre su regazo.
También solía recitarme poesía después de arroparme por la noche. Leía a la luz de una sola vela que siempre tenía en un pequeño cuenco de cerámica junto a mi cama. Nunca he visto una luz como aquélla. Era más suave y más cálida, hacía que cualquier cosa que me dijera en mi habitación sonara como el más íntimo de los secretos.