– ¿Te sorprende?
– Bueno, es sólo que Wadi y mi tía no se muestran especialmente interesados.
– Deben tener miedo de oír alguna herejía.
– ¿Y a ti no te da miedo?
– No tengo hijos, padres ni sirvientes. ¿Quién testificaría contra mí? ¿Las paredes? No tienen la obligación de espiarme, no son buenas cristianas. Sólo el espejo de mi dormitorio me mira a veces como si quisiera delatarme.
Al ver que no me reía, me dio unas palmaditas en el brazo.
– Dicen que mal de muchos consuelo de tontos, aunque en Goa es más bien al revés.
Dado que no paraba de insistir, le hablé de la muerte de mi padre sin mencionar que se había envenenado, por supuesto, y luego hablamos un buen rato sobre Phanishwar. Se lo conté con el sentimiento de desesperación que sentía en aquel momento, pero me abstuve de mencionarle que sospechaba de Wadi y de su madre. Pensaba en la seguridad de Sara y en la mía propia cuando me inventé el cuento de que había tenido una revelación sobre la divinidad de Jesucristo tras una noche especialmente tormentosa, en la que imaginé que el arcángel san Gabriel entraba en la prisión y me recitaba el Sermón de la Montaña. Aunque Sara debió dudar de la veracidad de esa historia tan absurda, se limitó a asentir como si me estuviese creyendo. Me alegré de que mintiera por mi seguridad, tanto como de que se sentara a escucharme sin interrumpirme. Hay algo íntimamente relacionado con la redención en los ojos de un amigo dispuesto a escuchar lo que le digamos.
Luego empecé a describirle el auto de fe en el que Phanishwar fue quemado en la hoguera.
– ¡Esa mañana grité tu nombre! -exclamó Sara.
– ¿Estabas allí? -me quedé atónito.
– No podía negarme a ir. Las escenas de barbarie como ésa deben tener testigos.
Cada vez me gustaba más esa mujer, pero eso sólo hacía crecer mis reticencias a seguir hablando sobre mi pasado, ya que no deseaba crearle problemas. Por eso desvié mi monólogo a un rápido finaclass="underline" le conté que los días y las noches en Lisboa se me hicieron tediosos y que había utilizado todo ese tiempo para ejercitar mi fuerza y elasticidad.
– Y ahora ya vuelvo a estar aquí -concluí encogiéndome de hombros, como si todo hubiera acabado en sólo unos días.
– He oído que hace una semana que volviste. No quisiera parecer chismosa, pero ¿puedo preguntarte por qué no has venido a verme antes?
– No pude. Necesitaba ir a Benali. La chica con la que me iba a casar vive allí. Aunque quizá… quizá también he retrasado el momento de venir porque tenía miedo de lo que pudieras contarme sobre la boda de mi hermana con Wadi. Tenía que… prepararme.
– No quiero hacerte daño, pero tu intuición no te engañaba. Lo que te voy a contar no te gustará y nadie más podrá contártelo. Pero necesito hablar sobre ello…, quiero hacerlo por Sofía.
Extendió la mano derecha. En el dedo índice tenía un aro de oro. No me había dado cuenta, y no lo reconocí hasta que se lo sacó y me lo dio.
– Tu hermana me pidió que te diera esto -dijo mientras me lo dejaba en la palma de la mano-. Dijo que te correspondía a ti tenerlo.
Miré en el interior y vi la inscripción en hebreo del mejor amigo de mi bisabuelo: «Para Berequías, nos encaminamos juntos hacia Jerusalén, Farid».
El sentimiento de culpa que tenía por seguir con vida me impedía respirar. «Debería ser yo el muerto, y no Sofía», pensé.
Cuando me puse el anillo, Sara se percató del esfuerzo que estaba realizando por controlar mi pesar, por lo que se levantó para traer una garrafa de coñac. Luego acercó su silla a la mía y me hizo beber un vaso bien lleno de licor.
– Me estoy convirtiendo en un beodo -le dije riéndome de mí mismo para evitar caer en la desesperación a causa de la injusticia que había supuesto la muerte de mi hermana.
Sara me cogió la mano derecha, la mano en la que me había puesto el anillo, y la besó.
– Sofía sabía que éramos amigas, aunque no hubiéramos hablado en muchos años. Por eso vino a mí. No os traicionaré a ninguno de los dos. Me dijo que debía darte el anillo tan pronto como volvieras. Y ya he cumplido con mi deber. Te lo aseguro, Ti, me siento muy aliviada. Una promesa a un muerto… pesa mucho. No hay ningún peso que pueda compararse a eso.
– ¿Cuándo te lo dio?
– Casi un año después de que te desterraran a Lisboa. Vino una noche, parecía desesperadamente triste. Me impresionó ver lo débil que se había vuelto. Hacía años que no la veía. No creo que tuviese nadie más con quien pudiese hablar.
– ¿Qué te dijo?
– Que su matrimonio había acabado. Que Wadi había intentado ayudarla y se había portado bien, pero que había perdido el interés por ella. Que él había sido su única esperanza de salvación y se había convertido en un extraño. Pero se culpaba a sí misma por haber sido tan taciturna.
Bajé la mirada. Pensaba: «Si yo hubiese estado aquí, ella aún seguiría viva».
– Ti, no seas demasiado duro con Wadi cuando pienses en ello. Tiene una paciencia limitada con el dolor. Debió preferir no pensar en ello, o asumir responsabilidades. Por eso se vuelca sobre otra cosa -u otra persona- cuando las cosas se ponen difíciles. Yo me di cuenta de ello hace muchos años. -Se encogió de hombros como si no hubiera nada que hacer al respecto-. No es que no amara a Sofía. Debía de quererla. Lo único que puedo decir es que cuando ella vino a verme, no estaba enfadada con Wadi. Creo que le perdonó la distancia desde la que lo vivía todo. Sólo parecía furiosa consigo misma.
– ¿Por haberse casado con él?
– No. Por ser incapaz de recuperarse de la muerte de vuestro padre y de tu encarcelamiento, o por ser incapaz de ser la chica que una vez fue. ¿Crees que tiene sentido?
– Podría. Sara, ¿parecía asustada de Wadi?
– No, sólo… decepcionada. -Desvió la mirada, como si pensara en la veracidad de lo que acababa de decir-. Sí, decepcionada, eso es, Ti -continuó sentada muy erguida, como si eso le diera fuerzas renovadas a su determinación-. Sofía me dio más cosas aparte del anillo. Me trajo varios brazaletes y un sari. Si los quieres, son tuyos. Le pregunté por qué me los daba, por supuesto, y me dijo que quería compensar de algún modo el haberme traicionado. Le dije que jamás la había considerado responsable de que Wadi me dejara, y era cierto, pero insistió en que me quedara esos regalos. Luego sucedió algo extraño. Cuando me dijo adiós, tuve la sensación de que sería la última vez que la vería. Fue como… como si pudiera ver el futuro y me diera cuenta de que ésa era la única oportunidad que tenía de evitar que se marchara. Pensé que habría estado planeando marcharse a Portugal o a cualquier otro lugar de Europa. ¿Por qué me habría dado, si no, el anillo de tu padre en lugar de esperar para dártelo ella misma? Se lo pregunté cuando estaba justo ahí. -Señaló la puerta de la entrada-. Aún lo recuerdo, como si hubiera sucedido ayer. Me dijo que el anillo le recordaba demasiadas cosas que deseaba olvidar. Nos despedimos con un beso. Yo quise pedirle que no se fuera, pero no lo hice. Debería haberlo hecho. Se lo debía, pero tenía miedo…, miedo de empeorar las cosas, de pedirle que se quedara en Goa cuando lo único que quería era marcharse. En cuanto cerré la puerta me eché a llorar. El sentimiento de que alguien parte para siempre fue muy intenso. -Sacudió la cabeza como si se reprochara algo-. Tres semanas más tarde, me enteré de que había muerto.
– ¿Crees… crees que fue asesinada?
– ¿Asesinada? -se sorprendió. Luego se levantó y tomó aire para calmarse-. No, Ti. Lo siento pero estoy casi segura de que se suicidó. Los regalos que me dio…, fue su manera de decirme adiós, de dejar esta vida soltando lastre. ¿Sabes lo que quiero decir?
Intenté responder, pero el silencio me pareció la única manera de encajar su revelación. Sabía que lo que había dicho tenía sentido, especialmente porque Wadi me había contado que Sofía había querido darle la estatua de Shiva de nuestra madre a Nupi, pero continuaba siendo un asesinato por lo que a mí respectaba: su marido la había matado al abandonarla.