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– ¿A ti no? -me espetó como respuesta, sorprendido de que pudiera pensar de otro modo.

También yo me sorprendí de que me hubiera llevado tanto tiempo comprender que el Imperio -esa gran máquina de matar- debía ser destruido completamente. Sara había sido la primera en insinuármelo, pero yo no la había entendido. Estaba tan cegado por el dolor y la ira que me había olvidado de mi batalla por la causa.

Vaasuki me dejó solo unos minutos. Cuando volvió, me pidió que bajara la cabeza y me puso una cruz plateada alrededor del cuello.

– No quiero esto -dije con vehemencia, y empecé a quitármela.

– No, espera -dijo deteniendo mi mano. Levantó la cruz, la sostuvo en posición horizontal y accionó un resorte que abrió un compartimento con un frasquito de cristal ámbar dentro.

– Sólo tienes que ponértelo en la boca y morderlo -me dijo-. Sangrarás un poco, pero no importa, porque al cabo de unos segundos sentirás un dolor en el estómago y en el pecho, pero se acabará al cabo de tres o cuatro minutos. Será mejor que lo abras para practicar. Si vienen a por ti, puede que no dispongas de mucho tiempo.

Después de unas cuantas repeticiones, podía soltar el cierre y dejar el frasco en mi mano en sólo un segundo. Estaba satisfecho conmigo mismo.

– Sí, ahora te parece fácil -dijo Vaasuki con severidad-, pero cuando llegue el momento puede que tu mano no se mueva tan segura.

– Si es así, reza para que encuentre otra manera de morir -respondí.

Tres días más tarde llegó el tío Isaac. Quiso llegar antes, pero había estado gravemente enfermo y todavía sufría alguna enfermedad desconocida, aunque él ahuyentó mis preocupaciones con un gesto desdeñoso. Los ojos le sobresalían de forma alarmante y tenía la piel amarillenta como la cera. Llevaba el pelo largo, ya canoso, y enredado a causa del viaje que había hecho por mar. Incluso así, su aroma acogedor era el mismo de siempre, y su sonrisa cómica y contagiosa me desarmaron al instante.

Corrió hacia mí nada más verme con los ojos tan llenos de lágrimas que incluso se enojó porque le impedían verme. Yo había estado dibujando en el jardín, y él se quedó allí con el brazo alrededor de mis hombros mientras hablábamos bajo el tamarindo que yo había plantado varios años atrás.

Durante unos minutos me permití sucumbir a su cariño, fui simplemente un niño al que su tío adoraba.

No quiso entrar para que nos reuniéramos con los demás, aunque Wadi había aparecido un par de veces para preguntarnos si nos apetecía algo para comer o beber.

– Tú eres todo lo que me queda de mi querido hermano y mi querida sobrina -me dijo antes de besarme en la frente-. Es egoísta, ya lo sé, pero no quiero compartirte con nadie más.

Eso fue un duro golpe, especialmente porque implicaba una responsabilidad para con él que yo ya no podía aceptar.

Él y mi tía se comportaron de forma civilizada ese primer día, aunque por las miradas que ella le lanzaba me di cuenta de que lo despreciaba con toda el alma y que a duras penas contenía su furia. Por las noches, él dormía en su estudio pese a que yo le ofrecí mi habitación. Con su hijo el trato era agradable, pero había una distancia entre los dos que me pareció completamente nueva. Tuve la impresión de que Wadi debía ponerse del lado de su madre cuando sus padres discutían, y que mi tío temía que lo acusara por su infidelidad. Estuve a punto de preguntarle por Antonia, pero decidí que la respuesta que pudiera darme me vincularía aún más íntimamente a él. No podía permitirme que nuestros lazos se estrecharan aún más. O, aún más importante, no creí que pudiera permitírselo él.

Por temor a lo que pudiera decirme mi tío, fui incapaz de soltar ni una sola cita del Nuevo Testamento en su presencia, aunque cuando la tía María me pidió que bendijera la mesa antes de cenar, reuní el valor necesario para contarle que había encontrado consuelo en Jesucristo. En su mirada de tristeza vi que había adivinado mi duplicidad, y que había entendido perfectamente que la necesitaba. Durante los días siguientes lo sorprendí un par de veces mirándome fijamente desde la puerta de mi habitación, temprano, por la mañana, antes de levantarme, y estaba seguro de que buscaba al chico que había conocido. En esos momentos, se parecía tanto a mi padre que habría sido capaz de rogarle que me llevara con él.

En una de esas ocasiones me trajo pan recién hecho con mermelada de higos para que desayunara en la cama, y mientras estábamos allí sentados, estuve seguro de que él deseaba que le abriera mi corazón, pero simplemente no podía hacerlo por miedo a perder todo lo que había conseguido.

Una noche en la que estábamos solos le pregunté si había visto el manuscrito de Berequías Zarco últimamente.

– No, pensé que sería mejor dejarlo en vuestra granja -respondió-. En Goa, si alguien lo descubría, volveríamos a tener problemas.

– ¿Llegaste a saber quién podría haber testificado contra mi padre? -le pregunté.

Negó con la cabeza.

– Lo intenté, pero el padre Antonio dijo que ya habían empezado a investigarme a mí, por lo que tuve que dejarlo.

Mi tío Isaac sólo se quedó cuatro días con la excusa de que tenía que volver a Diu por negocios. Le pidió a Wadi que fuera a verlo tan pronto como fuera posible; tenía contratos pendientes que precisaban una delicada coordinación entre los almacenes de Diu y los de Goa. Me hizo prometer que yo también iría, y le dije que sí, pero cuando mi tío hubo embarcado, me sentí tremendamente aliviado mientras le decía adiós, pues sabía que no iría jamás.

Sara había podido verificar que Ana era la joven que yo había visto después de haberla seguido en varias ocasiones cuando salía de la mansión de su padre. Ana no sólo se encontró con Wadi en la calle dos veces más, sino que además llevaba puesto un sombrero de ala ancha negro exactamente igual que el que yo le había descrito.

El día después de que mi tío se marchara a Diu, Gonzalo Bruges, el prometido de Ana, acudió a ver a Sara a su casa tarde, por la noche. Le pedimos que fuese a la hora exacta en la que Ana solía salir para encontrarse con Wadi.

Gonzalo era un hombre diminuto, de apenas un metro y medio de altura, con la piel lechosa y sólo una sombra de vello en la barbilla y las mejillas. Tenía el pelo rizado, castaño y lo llevaba suelto por encima de la frente y de las orejas, y tenía los ojos verdes y la mirada profunda, como un gatito. Tenía diecisiete años, uno más que Ana. Faltaban siete meses para su boda, sería justo después de su decimoctavo cumpleaños.

Yo estaba en el salón cuando él entró en la casa. Me gustó su manera de reír cuando Sara bromeó acerca de la pequeña fortuna en perlas que llevaba incrustadas en las solapas del chaleco y el cuello de su jubón verde oliva.

– ¿Cuál es esa razón tan misteriosa por la que me has invitado? -preguntó con desenfado. Debió de pensar que se trataba de algún tipo de juego que ella habría organizado para divertirlo.

Tras pedirle que tuviera paciencia, Sara colgó su brazo en el de él y lo acompañó al salón, donde nos presentó. Me gustó el vigor con el que ese joven me dio la mano. Era evidente que le gustaba conocer a los amigos de Sara. Una vez sentados, ella le explicó a Gonzalo que me había invitado a su casa porque lo que debía contarle no era agradable, y sentía la necesidad de tener a un buen amigo en el que poder confiar cuando se lo dijera.

– Te aseguro que Tiago no dirá ni una palabra de esto a nadie -dijo muy seria mientras se volvía hacia mí justo en ese momento, tal como habíamos ensayado.

– Tienes mi palabra -le confirmé, con la mano en el corazón. Me acordé de lo mucho que apreciaban los gestos dramáticos los portugueses de Goa.

En los años que han pasado desde entonces me he preguntado por qué debió de acceder Sara a mentir por mí. Sé que quería evitar que le rompieran el corazón a la joven Ana, y que si eso le causaba problemas a Wadi, tanto mejor. Pero aun así, a veces pienso que ella ya intuía lo profundas que eran las sombras a las que me proponía descender. Me pregunto si le movía la venganza. Y si ella misma tenía claro si lo hacía por Sofía o por ella misma.