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– Sara, espero no haber hecho nada malo -dijo Gonzalo con una sonrisa infantil, intentando que su encanto lo salvara de una reprimenda si de algún modo la había ofendido.

Él estaba sentado en el sofá, encorvado, pero intentaba no parecer ansioso. Yo estaba sentado a su lado y Sara se había acomodado en un sillón frente a nosotros.

– No estoy enfadada contigo en absoluto -se apresuró a aclarar ella-. Pero tardaré un minuto en explicártelo. -Se levantó y sirvió tres coñacs en tres vasitos diminutos de cristal rojo que había dispuesto sobre una bandeja de madera-. Gonzalo, una noche, mientras paseaba por el límite oriental de la ciudad, vi algo que no debería haber visto. Simplemente paseaba por ahí, necesitaba pensar en cosas que me preocupaban.

Repartió las bebidas y se sentó otra vez. Yo me serví una tostada y le ofrecí otra a Gonzalo.

– Fue entonces cuando vi que mi amigo Francisco Javier iba por la calle -continuó Sara con un tono más firme, como si estuviera más segura de lo que quería decir-. Qué extraño, pensé. Quizá no lo sepas, Gonzalo, pero en otro tiempo Francisco Javier y yo estuvimos muy unidos. Tú debías ser sólo un chiquillo. Bueno, pues estuve a punto de llamarlo, pero caminaba tan rápido y parecía tan decidido… No paraba de mirar a su alrededor todo el tiempo, como si tuviera miedo de que lo siguieran. Naturalmente, no quería molestarlo si estaba llevando a cabo algún tipo de misión delicada. No tenía ninguna intención de espiarlo, aunque admito que despertó mi curiosidad, pero desde donde yo estaba no pude evitar ver cómo entraba en una casita de dos plantas. Al parecer, tenía la llave. Eso también me pareció extraño, por lo que me quedé ahí esperando cosa de un minuto después de que hubiese entrado, preguntándome qué debía llevarse entre manos. Quizá tenía algo que ver con alguna mercancía secreta, pensé.

Sara se limpió el sudor con un pañuelo.

– Gonzalo -dijo con suavidad-, me temo que pronto me odiarás.

– Prometo que no será así -respondió él inmediatamente-. ¡Pero cuéntamelo de una vez, por favor!

– Mientras estaba ahí plantada -continuó Sara-, vi a una joven que recorría la calle a toda prisa. Llevaba un extravagante sombrero negro que proyectaba una sombra sobre su rostro, pero la reconocí igualmente. -Bajó la mirada con expresión preocupada-. Ella también tenía la llave de la casa. Y también entró. Gonzalo, la chica era Ana Dias. Ya sé lo que estás pensando -se apresuró a añadir con la mano extendida para evitar que él empezara a hablar-. Estoy segura de que hay una explicación para todo esto. Tiene que haberla. Supongo que tú podrás decirme cuál es, que es por lo que… que, de hecho, es por lo que te he pedido que vinieras.

Ella le sonrió de forma benevolente.

Gonzalo se había quedado lívido, con la boca abierta.

– ¿Estás segura de que era Ana? -preguntó vacilante.

Sara se mordió el labio y se volvió hacia mí con una mirada de súplica.

– Varias noches después de que Sara viera todo eso -dije yo-, me pidió que siguiera a la chica cuando saliera de la casa. Me sabía mal hacerlo, pero Sara estaba tan disgustada… Y yo sabía que me lo pedía porque le preocupabas. -Le cogí la mano y le di un fugaz apretón. Su sonrisa avergonzada me pareció perfecta.

– Vi que la joven volvía a una gran mansión -añadí, y continué con su descripción detallada. Cuando mencioné una buganvilla de colores cálidos que caía en forma de cascada sobre la fachada, se puso en pie de repente.

– ¿Cuánto tiempo estuvo con Francisco Javier? -preguntó.

– Una hora más o menos, la noche que yo la seguí -respondí sin alterarme.

– Estoy segura de que tiene que haber… -dijo Sara.

Pero antes de que pudiera terminar la frase, Gonzalo salió corriendo de la habitación. Sara me miró asustada, porque no habíamos previsto esa reacción. Lo alcancé antes de que llegara a la puerta.

– ¿Adónde vas? -le pregunté.

– A ver a mi padre. Él llegará hasta el fondo de este asunto.

– Por favor, no lo hagas -le dije-. Las conclusiones a las que has llegado podrían ser erróneas. Podría haber alguna razón inocente por la que acudió allí. Por eso no estaba seguro de si Sara debía contártelo. De hecho, yo le aconsejé que no lo hiciera.

Sara se había reunido con nosotros. Se agarró al brazo de Gonzalo.

– Sé que estás enfadado, pero tienes que pensar en lo que es mejor para Ana. Si vas a ver a tu padre, el escándalo la marcará para siempre. Deberías ir a ver al padre de ella, en lugar de eso. Por favor, Gonzalo, no vayas a comprometerla. El Senhor Dias hará lo que sea para evitar que su hija se vea envuelta en un escándalo. Él hablará con Ana cuando no haya nadie más presente, excepto tú. Llegarás a saber la verdad de todos modos, pero de este modo garantizaremos que no se manche el… el honor de ninguno de los implicados.

– ¿Honor? -dijo el chico-. ¡Lo que ha hecho demuestra que no lo tiene!

– Tienes que hacer lo que dice Sara -me interpuse-, y aunque eso pueda comprometerme como espía, iré contigo. Al fin y al cabo, antes de enfrentarse a su hija, querrá saber exactamente lo que vimos. Sólo yo puedo contárselo. Especialmente porque no quiero que Sara se implique todavía más. Al ser una mujer soltera, como puedes comprender, debe ir con cuidado. Un escándalo podría traerle complicaciones.

– ¿Harías eso por mí? -preguntó Gonzalo con gratitud, y es que no tenía ni la más remota idea de lo que le tenía preparado.

22

Un sirviente indio con una candela encendida en la mano nos abrió la puerta en la mansión de los Dias. El gran vestíbulo que tenía tras él tenía un aspecto cavernoso debido a la falta de luz.

– ¡Senhor Gonzalo! -exclamó en un susurro de sorpresa.

– Dígale al Senhor Dias que estoy aquí -ordenó el joven.

– Pero hace rato que duerme. Ya sabe que se retira pronto.

– ¡Pues despiértelo!

– No le gusta que lo molesten después de…

Gonzalo empujó al sirviente hacia un lado y se abrió paso hasta el vestíbulo. Llevaba un farol de porcelana y la luz titilante que iluminaba sus rasgos acentuaba su ira, le confería un halo de violencia.

– Muy bien, pero, por favor, esperen aquí -le dijo el sirviente con cierto desprecio. Luego se tomó su tiempo para subir por la escalera curva que llevaba al piso de arriba.

– ¡Mueve ese trasero indio si no quieres que te cueste la cabeza! -gruñó Gonzalo.

El tipo siguió con su paso parsimonioso sin mirarnos y desapareció por un pasillo lateral de la galería.

Una serie de estatuas de mármol de la Virgen María y los evangelistas separaba el vestíbulo del salón que había detrás. En la pared del fondo había un rosetón de cristales azules y de color rubí que brillaba débilmente a la luz de la luna. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude distinguir los marcos dorados de las pinturas religiosas de las paredes y un crucifijo de piedra en una gran mesa, quizás un altar. La sala seguramente hacía las veces de capilla para la familia.

– Esta casa debe valer una fortuna -comenté, tras decidir que no había ninguna necesidad de ser sutil a la hora de referirme a lo que perdería Gonzalo si rompía su compromiso con Ana.

Gonzalo me lanzó una mirada de desesperación.

– Mi padre me matará -gimió.

No había sospechado ese temor añadido de Gonzalo hasta entonces; pensaba que su padre sólo culparía a Ana.

– No puedo imaginarme viviendo sin ella -continuó diciendo Gonzalo, con aire taciturno-. Ella es todo mi futuro. Pensaba que también me amaba.

– No te culpes -dije, y realmente lo sentía por él, pero también deseaba avivar las brasas de su ira-. No pudiste hacer nada. El corazón de una chica no es tan resistente como querríamos. Y Francisco Javier puede resultar muy seductor cuando se lo propone.