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Una vez al año, durante la noche sagrada antes del Yom Kipur, nuestro día de expiación, papá me permitía ver el suntuoso manuscrito ilustrado que había escrito, unos sesenta años atrás, mi renombrado bisabuelo, Berequías Zarco, un poderoso cabalista de Lisboa que había sido obligado a convertirse al cristianismo en 1497. Guardábamos ese tesoro de incalculable valor, titulado El espejo sangrante, en un cajón secreto que estaba en el fondo del armario de papá, envuelto en una bolsa de terciopelo negro bordada con las iniciales «BZ» en hilo de plata. Me encantaba pasar las yemas de los dedos por encima de la magnífica ilustración de la cubierta: un pavo real que mostraba con descaro sus plumas iridiscentes de color verde, púrpura y azul a lo largo del título, trabajado sobre una lámina de oro tan pulida que podía ver mi propio reflejo.

– Mi abuelo quería que todo aquel que mirase este libro pudiera verse en él -me contó mi padre en más de una ocasión.

Yo solía creer que nuestro ilustre ancestro debió de ser un cabalista tan mágico que debía de estar mirándome en ese mismo instante desde dentro del manuscrito.

El espejo sangrante contaba una masacre que tuvo lugar en Lisboa, en 1506, en la que dos mil judíos conversos -los llamados nuevos cristianos- fueron asesinados por una multitud instigada por la Iglesia para después ser quemados en la plaza principal de la ciudad. A papá le habían puesto el nombre de Berequías y creo que lo interpretaba como una obligación que se le había asignado, porque después de leerme la descripción que su abuelo había hecho del pogromo, siempre me decía lo mismo:

– Y por eso Portugal debe permanecer para siempre en el pasado. Jamás pondrás ni un solo dedo del pie en ese país, Ti.

Para gratificarme de algún modo por mi amor por los secretos, a veces se llevaba un dedo a los labios y decía:

– Y en ningún caso, incluso si te amenazan de muerte, debes contarle a nadie que no sea de la familia que tenemos una copia de este manuscrito.

Una mañana de invierno, sorprendí a papá llorando en la cama, desnudo, temblando de frío, con los postigos completamente abiertos. Me desesperaba cuando lloraba. Supongo que en el fondo yo sabía que no podía hacer nada por mitigar sus lágrimas. Parecía que amenazaban mi existencia porque me recordaban que nos movíamos en mundos diferentes y, aunque yo podía visitar su universo adulto, jamás podía quedarme en él. Esa vez me contó que había soñado que mi madre se había quedado encerrada fuera de la casa y que no paraba de llamarlo. Me abrazaba mientras hablaba como si estuviéramos compartiendo un naufragio. ¿Habría sido más feliz en Bijapur o en Calicut, donde habría encontrado compañía? Siempre dijo que no quería tener que volver a empezar de nuevo en otro lugar, pero al final fue Nupi quien me contó la verdad. Un día, después de que le repitiera lo que papá me había dicho, levantó la vista de las cucharas de madera que estaba alineando sobre la mesa y me dejó allí clavado, con una expresión de asombro.

– ¿Es que no sabes que no quiere alejaros de esta casa, donde vuestra madre aún está presente?

Una vez, después de ayudar a papá a cortar un tocón podrido de higuera en la parte trasera del jardín, vi que entrecerraba los ojos hacia el resplandeciente sol de la tarde.

– Ti -me dijo-, a menudo me preguntas sobre lo que le gustaba a tu madre, y siempre me olvido de mencionar lo más obvio. Tu madre se abría como una flor ante los rayos del sol. Tu hermana lo ha heredado de ella.

Entonces entendí el dibujo que papá había hecho de mamá después de su muerte y que siempre tenía colgado en la cabecera de su cama. En él, mamá aparecía de rodillas dentro de una caverna de nubes oscuras, y de ella surgían rayos dorados como los del sol al amanecer.

4

El hermano menor de papá, Isaac, vivía a un día a caballo, en la ciudad portuguesa de Goa. Capital de una colonia del mismo nombre, fue fundada en las tierras que los invasores europeos le habían arrebatado al sultán de Bijapur hacía casi cien años. Varias veces al año, Isaac y su esposa venían a visitarnos durante unos días o, si mi padre se sentía capaz de realizar el viaje, éramos nosotros los que nos aventurábamos por los caminos enfangados y nos sometíamos a los registros insolentes de los guardias fronterizos para llegar hasta su casa. Vivían cerca de la Rua Direita, en una casa de piedra de dos pisos con visillos de encaje en las ventanas. La casa quedaba cerca del río, donde un bosque formado por mástiles de veleros conseguía inevitablemente que papá y yo acabáramos hablando de cómo era la vida en lugares lejanos como Estambul o Lisboa. Una gran cruz en relieve en el dintel coronaba la puerta de entrada a su casa. Isaac, que había seguido a mi padre hasta la India, había sido bautizado cuando decidió vivir en Goa, dado que no se permitía que los judíos residieran permanentemente en territorio portugués. Entonces no se me ocurrió preguntarle a mi tío si practicaba sus antiguas creencias en secreto, pero seguramente no me habría confiado esa información tan delicada siendo tan joven.

Si cierro los ojos, aún puedo recordar lo incómodo que me sentía en la ciudad, como si mi insignificancia no me permitiera estar a la altura del esplendor de las iglesias de piedra y mi inexperiencia me impidiera descifrar el intrincado mosaico de sus calles. Las decenas de miles de residentes portugueses parecían señores feudales y grandes damas vestidas con interminables capas de gasas y volantes. Los hombres también solían llevar sombreros adornados con plumas, algo que me parecía estúpido. El olor a aceite de oliva que emanaban sus habitantes hacía que me picara la nariz y me encogía de miedo en presencia de sus esclavos africanos. Odiaba las cejas perfiladas de las mujeres, que me parecían alas de murciélago.

El tío Isaac siempre tenía regalos sorpresa para Sofía y para mí, y aunque sólo fueran caramelos con forma de corazón hechos con leche, azúcar y comino, saltábamos hacia él hasta quitárselos de las manos. Nos encantaba su júbilo alocado, el joven brillo de sus ojos y su pelo largo y castaño. Papá abría los brazos con una alegría tan radiante cuando se saludaban -como si hubiera pasado semanas enteras entre la oscuridad sólo por el placer de verlo- que enseguida veías que esos dos hermanos habían jugado juntos cuando eran pequeños. Sus gestos se parecían mucho, también: el modo de mirar al techo cuando nos oían decir algo sin sentido, por ejemplo, o cuando sacaban la lengua como perritos cuando Nupi nos traía la cena a la mesa. A menudo se reían sin que el resto de nosotros supiera por qué. Quizás era el hecho de que mi padre e Isaac hubieran estado juntos tantos años antes de conocer a mi madre, pero lo cierto es que mi tío -más que nadie en el mundo- estaba al margen de la muerte de mamá.

El tío Isaac no podía vivir más cerca de nosotros porque su negocio de exportación de ropa y tintes lo obligaba a vivir cerca de un puerto. Esto me parecía una razón estúpida cuando era pequeño y a menudo se lo hice saber.

La tía María era cristiana de nacimiento. Procedía de una familia aristocrática portuguesa que había perdido la mayor parte de sus riquezas en los inestables negocios del comercio de especias. Aun así, mantenía un porte distante y altanero en público, y su esclava personal la protegía del sol tropical con un parasol de seda de color carmesí allí adonde fuera. Estaba extremadamente orgullosa de su palidez y siempre decía que era algo que ni siquiera una fortuna en oro podía comprar. También pagaba a porteadores indios para que la llevaran en un palanquín a misa los domingos, como hacían muchos de los portugueses, aunque eso no gustaba nada a mi tío, que prefería andar a su lado. Mi tía llevaba vestidos con varias capas de seda, incluso en las más calurosas tardes de verano, y siempre tenía a punto un pañuelo con un lazo de color rosa para secarse las gotas de sudor que le bajaban por las mejillas y el cuello. Una vez nos acompañó a mi padre y a mí hasta el río con el pelo peinado hacia atrás y recogido bajo un cono de terciopelo negro con una coronilla de perlas en lo más alto. No pude evitar preguntarle si le dolía.