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Cuando las lágrimas de humillación llenaron sus ojos, entró apresuradamente en la oscuridad del salón y apagó la lámpara que llevaba en la mano para convertirse en una sombra. Sólo las voces que empezamos a oír, procedentes del piso de arriba, le hicieron volver conmigo. Y aún entonces tenía los ojos húmedos.

– Sé fuerte -le dije-, puede que aún no la hayas perdido.

Le sostuve la lámpara mientras él encendía la candela con su pedernal.

– Te agradezco tu amabilidad -me susurró, y para enfatizar aún más la profundidad de los sentimientos que había tras esas palabras, me apretó la mano, lo que me conmovió.

Esperamos juntos al principio de la escalera, mirando hacia la galería. El sirviente indio volvió a aparecer con un sinuoso candelabro en la mano, iluminando el paso de su amo, que caminaba dando pasos pequeños e inseguros y apoyaba la mano izquierda en un bastón plateado mientras se agarraba a la baranda con la otra. El Senhor Dias llevaba un largo camisón oscuro con perlas cosidas en los volantes del cuello, lo que por aquel entonces ya entendí que constituía una especie de emblema de familia, así como la razón por la que Sara había bromeado con Gonzalo: el jubón y el chaleco del chico debían de ser regalos del padre de Ana.

El Senhor Dias apareció con el pelo mojado y un aire cómico; seguramente se había refrescado con agua para despejarse un poco. No había tenido tiempo de ponerse el ojo de cristal, por lo que en lugar de eso llevaba un parche negro. El otro ojo, el bueno, parecía cansado, y de la mano libre le colgaba un rosario.

– Disculpe que le despierte, Senhor Dias -dijo Gonzalo dócilmente, quizá reconsiderando su decisión-, pero esto… esto no podía esperar.

Los dos hombres se dieron la mano y Gonzalo me presentó.

– Los jóvenes creen que todo es urgente -dijo nuestro anfitrión con un tono de lamento dirigido más a sí mismo que a nosotros. Soltó un sonoro suspiro y le pidió al sirviente que le trajera una silla.

Gonzalo esperó hasta que estuvo acomodado en ella antes de hablar.

– Me temo que le han robado, Senhor Dias.

– ¿De qué estás hablando?

– Ana no está. No la encontrará en casa.

– ¿Has perdido la cabeza? ¿Dónde quieres que haya ido Ana?

– Las chicas pueden tener muchos recursos al servicio de sus deseos -le dije al anciano. Luego me permití una pequeña broma y añadí-: Me temo que ha ido a visitar un reino moro.

– ¿De qué estás hablando? ¡Esto es Goa!

– Entonces, dígale que venga -le retó Gonzalo.

Nuestro anfitrión le dirigió un gesto airado a su sirviente.

– ¡Ve a buscar a mi hija, y por el amor de Dios, no te entretengas! -Luego se dirigió a Gonzalo-: Si esto es algún tipo de broma -lo amenazó-, te prometo que tu padre te dará un buen azote. ¡Y yo también!

– Puede guardarse sus castigos para su hija -respondió el joven-, aunque si me equivoco, que caiga toda la justicia de Portugal sobre mí. -Orgulloso de su heroica respuesta, que yo interpreté como un símbolo inequívoco de su juventud, se volvió hacia mí con expresión grave-: Díselo, Tiago.

Con voz atribulada, volví a contar la historia de que había visto a Ana y a Wadi juntos, y me referí a Sara sólo como una amiga que había solicitado mi ayuda. También confesé la vergüenza que había sentido por haber seguido a su hija en secreto, y lo que me incomodaba verme envuelto en todo eso, ya que Wadi había sido mi mejor amigo durante mucho tiempo, además de mi primo.

– Es casi un hermano para mí -añadí-, y no me siento cómodo en absoluto condenándolo de forma precipitada. Aunque debo decirle que tiende a… a aburrirse de sus mujeres con bastante facilidad. Además, cuando era pequeño lo cogieron en un barco árabe y eso…

– ¿Es un moro? ¿Eso es lo que quisiste decir antes?

– Cuando nació, sus padres eran musulmanes, pero lo adoptaron mis tíos cuando aún era muy pequeño. Ha sido un cristiano beato desde entonces, por lo que espero que no llegue a ninguna conclusión errónea respecto al tipo de salvajadas que puedan permanecer en su carácter.

Me di cuenta de que había conseguido acelerarle el corazón a ese pobre hombre. Echó la cabeza hacia atrás, horrorizado, con la cabeza inundada de pesadillas. Cuando oyó que alguien corría por la galería del piso de arriba se levantó de golpe, seguro de que no había demostrado tanto vigor en muchos años. No hay nada como la ruina de una hija para infundir algo de juventud en las piernas de un anciano.

– ¡Se ha ido, Senhor Dias! -gritó el sirviente, inclinado por encima de la baranda. Vino jadeando hacia nosotros-. Ni siquiera ha deshecho la cama -añadió.

– ¿Has comprobado todas las habitaciones del piso de arriba?

– Sí, Senhor Dias.

– ¡Maldita sea! Senhor Zarco, ¿podría llevarme hasta la casa donde la vio? -me preguntó esperanzado.

– Lo haría, pero creo que sería mejor esperar a que vuelva. Esta noche el daño ya está hecho, cuando lleguemos a su lugar de encuentro ya se habrán ido. No tiene otra opción, tendrá que contar los minutos de angustia a partir de ahora. -Hice una pequeña reverencia de disculpa-. No puedo quedarme con ustedes, no obstante. Debo volver a casa para estar allí cuando Wadi vuelva. Después de tantos años de amistad, quiero advertirlo de que su mundo está a punto de derrumbarse. Puede que no estén de acuerdo con mi lealtad hacia él, pero espero que la respeten. Creo que es justo que esté allí con él.

– Esperaremos sin usted, pues -dijo Dias mostrándome el puño y dándole un giro brusco, un gesto que entonces no entendí, pero que ahora me parece que era su manera de encerrar su determinación en su cabeza con una especie de llave mental. Cerró los ojos y yo pensé que se había calmado, pero sin previo aviso blandió el bastón a su alrededor de forma brutal. Le dio un golpe al pasamanos que provocó un sonoro crujido de la madera.

– ¡Maldita sea la traición de una hija! -gritó, tan fuerte que pude oír el eco en mis oídos como una condena que nunca sería perdonada.

Esperé a Wadi fuera de la casa, no quería entrar y tener que aguantar la conversación de mi tía. Mi corazón latía de impaciencia y el cielo nocturno jamás me había parecido tan poblado de estrellas. Me emborraché con su luz distante.

Llevaba sólo unos minutos esperando cuando llegó Wadi. Paseaba con su capa de terciopelo marrón y sonreía a causa de los rescoldos de su conquista secreta.

– ¿Sales? -me preguntó con una sonrisa llena de picardía; sin duda creía que yo también esperaba disfrutar de una noche de libertinaje.

Su aliento olía a feni.

– Tenemos que hablar -le dije con tono serio.

– Entremos, pues -respondió mientras me cogía por el hombro-, estoy hecho polvo.

– No, no quiero que tu madre nos oiga.

– ¿Qué ocurre?

– Escúchame, ¿recuerdas que fui a visitar a Sara hace poco? Me dijo algunas cosas que he intentado acallar dentro de mí, pero no lo he conseguido. -Sacudí la cabeza, como si estuviera muy decepcionado conmigo mismo.

– ¿Qué te contó?

– Te vio con una chica…, una chica llamada Ana.

– ¡Esa zorra! -Dio una patada en el suelo digna de un toro hostigado-. ¿Qué te ha dicho?

– Que os ha visto juntos. E insistió en que fuera a ver la casa en la que os citáis. Necesitaba comprobar que era cierto, por lo que fui. Desgraciadamente, Sara no escuchó el consejo que le di a la vuelta. Le contó a Gonzalo Bruges todo lo que vio, y éste acudió a ver al padre de ella.

– ¡Maldita sea! Siempre quiso vengarse de mí. ¡Debí haberla estrangulado, zorra mentirosa!