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– Wadi, Sara ya no debe preocuparte…, pero el Senhor Dias sí. Puede que incluso venga a verte con Ana esta misma noche.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó con recelo.

Por la manera como me miró, vi claramente que acababa de ocurrírsele que yo podría estar contra él. Me di cuenta de que estaba borracho y de que podría atacarme, lo que no hizo sino agudizar mis sentidos. Podía sentir la peligrosa provocación de su ira, pero quería que me atacara para poder tener algo en su contra.

– Fui con Gonzalo a ver al Senhor Dias -le dije para provocarle aún más.

– ¡Tú! -gruñó.

Sin advertencia previa, arremetió contra mí con tanta fuerza que me golpeó contra la pared de su casa.

– ¡Hijo de puta! -me gritó.

Me quedé sin aliento. Caí de rodillas, sin poder respirar.

– ¿Qué has hecho? -preguntó mientras buscaba su cuchillo bajo la capa, dispuesto a clavármelo en la espalda.

Levanté la mano.

– No fui yo -dije sin aliento-. Yo sólo acompañé a Gonzalo para oír lo que le contaba al padre de Ana. ¡Fingí ser amigo suyo para servirte de espía! ¡Lo hice todo por ti!

Wadi me miró atónito.

– ¡Sí, me he comprometido por querer ayudarte! -dije con acritud.

La mano que agarraba el cuchillo quedó colgando a su lado.

– ¿Por qué siempre me malinterpretas? -dije sacudiendo la cabeza con desesperación.

– ¿Y qué dijo Gonzalo? -preguntó con sorna, aunque no supe distinguir si en el fondo dirigía la pregunta a Gonzalo o a mí. Quizás a los dos. Tenía la esperanza de que despreciara mi debilidad, ya que con eso conseguiría que se confiara.

Me sacudí el polvo de los hombros.

– Aparta ese cuchillo. No dejes que todo lo que has bebido arruine tus posibilidades de salvarte.

Cuando lo hubo devuelto a su funda, me levanté otra vez.

– Si no fuera por mí -dije-, Gonzalo habría ido a hablar con su propio padre y éste te habría matado sin esperar a tener pruebas. Fui yo quien convenció al chico para que fuera a ver al padre de Ana en su lugar. El Senhor Dias no querrá un escándalo en su familia, por lo que te he salvado el pellejo. Si no me crees, pregúntaselo a Gonzalo. O a Sara.

– Pensé que tú…, que me guardabas rencor.

La «evidencia» de mis valientes esfuerzos por ayudarle hizo que sus palabras saliesen sólo a trompicones.

– Debería haberme dado cuenta de que había sido Sara, y no tú. Lo siento. -Golpeó el suelo con los pies en un gesto de desánimo-. ¿Podrás perdonarme?

Le estreché la mano cuando me la ofreció. Para mí fue mi manera de decirle adiós. Como cerrar un libro que habíamos abierto juntos cuando teníamos sólo ocho años.

– Siempre te he perdonado -respondí-, pero lo importante ahora es saber lo que vamos a hacer.

Ese «vamos» me quedó muy bien.

– No hace falta que hagamos nada -dijo Wadi.

– ¿Por qué no?

Sonrió como si estuviera complacido consigo mismo.

– Ana y yo nos casamos en una ceremonia secreta hace unos meses.

– ¿Estás casado?

– Sí.

– ¿Por qué no se lo contaste al padre de ella?

– Ana no me dejó. Lo odia. Hemos estado pensando en marcharnos juntos a Diu para escapar de él, desaparecer sin avisar. Mi padre lo ha estado preparando todo.

Cuando me volví para pensar en cómo la unión secreta de Wadi podría afectar a mi estrategia, me di cuenta de inmediato de que podría utilizarlo a mi favor. Me sentí afortunado de enfrentarme a un enemigo tan impetuoso.

– ¿Tío Isaac sabe que estáis casados? -pregunté.

– Sí.

– ¿Y tu madre?

– Si se lo dijera -resopló-, todo el mundo lo habría sabido hace tiempo. Aunque ahora tendré que contárselo, supongo.

Levantó la mirada hacia el cielo y se puso las manos sobre la cabeza, como si intentara sentir lo que pesaban las ambiciones de su madre sobre él. Me miró con tristeza antes de volver a hablar:

– Es extraño, Tigre, pero más que una condena, lo que temo de mi madre es que esté contenta por haberme casado con alguien importante.

Una hora más tarde, después de que Wadi y la tía María hubieran discutido sobre ese matrimonio tras la puerta cerrada del dormitorio de ella, oí pasos al otro lado de la puerta de la casa. La abrí justo cuando el Senhor Dias y su hija descendían de sus palanquines con la ayuda de sus lacayos. El mercader me estrechó la mano entre las suyas, como si yo fuera un viejo amigo, con un intento de sonrisa, pero volvió a sentir su pena cuando se volvió para mirar a su hija. Ana lo seguía con la cabeza gacha y las manos juntas delante del pecho, como si hubiera hecho un voto de silencio. Decidí que sería raro besarla en las mejillas, por lo que me limité a expresar lo encantado que estaba de conocerla, a lo que ella respondió asintiendo de forma casi imperceptible. Era una chica de complexión delgada y melena de color rubio oscuro; sus ojos parecían hinchados. Tenía la mejilla enrojecida e irritada por un arañazo. Quizá su padre le había pegado. Las manos le temblaban mientras se arreglaba el mantón negro por encima de los hombros.

Los hice pasar al salón y mi tía los saludó con amabilidad. Le ofreció al Senhor Dias un vaso de nuestro mejor vino portugués, pero él lo rechazó con impaciencia. Luego intentó elogiarlo por la ropa que llevaba, especialmente su chaleco de color rubí, que llevaba cosidas perlas rosadas alrededor de los ojales.

– ¡Por favor, cállese! -le espetó él. Entonces ya llevaba puesto el ojo de cristal que le daba ese aire intimidatorio a su mirada, como si procediera de otro mundo.

El rostro de mi tía quedó congelado por el horror. Se dio cuenta entonces de que la alegría que había sentido al conocer la noticia de la boda de Wadi con una joven adinerada había sido prematura.

Sin pedir permiso, el Senhor Dias y su hija se sentaron juntos en el sofá, las manos de ella entre las de su padre, asidas con firmeza; no estaba dispuesto a renunciar tan fácilmente a la propiedad de la chica.

Wadi y yo nos sentamos en sendas sillas a una distancia prudencial, uno al lado del otro, delante de la chimenea; me había hecho prometerle que me sentaría a su lado cuando llegaran. Mi tía se quedó de pie, secándose los chorretones de sudor de las mejillas. ¡Cuánto sudaba esa mujer!

La traición de Wadi pesaba entre nosotros como un cadáver en descomposición. El Senhor Dias dejó que el silencio empeorara aún más su hedor. No nos atrevimos a hablar hasta que lo hizo él.

– Su hijo me ha robado a mi hija y la ha corrompido -le dijo a mi tía-. Y voy a emprender acciones legales.

– Pero… pero si me he… me he enterado esta misma noche -tartamudeó mi tía, que de ese modo dejó a Wadi solo con el problema. Únicamente puedo especular sobre si lo hizo a propósito o si fue a causa de los nervios, pero su hijo le lanzó una mirada asesina.

– Yo no he robado nada -dijo Wadi desafiante, primero a ella y luego otra vez al Senhor Dias.

– Tiene que haber sido alguna artimaña diabólica -respondió el anciano. El desdén le hacía escupir las palabras-. Me niego a creer que mi hija se haya entregado libremente a alguien como tú. Quiero saber qué medios utilizaste para debilitar su voluntad. Y cómo pretendes devolvernos la honra que nos has arrebatado.

– Yo no le debo nada. Nos casamos hace cuatro meses. No hubo ningún hechizo de por medio. Su hija lo es todo para mí. Ningún juez que pueda encontrar conseguirá que me avergüence de decirlo. Sólo una vez he querido a alguien tanto como quiero a su hija.

Wadi me miró para hacerme ver que se refería a Sofía y yo le sonreí con toda la gratitud de la que fui capaz. Se defendía bien hablando. De no haber sido por mí, podría haber sobrevivido a ese naufragio.