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Una noche, cuando estábamos solos, Ana me confesó que -tal como yo sospechaba- no le importaba tanto la ira de su padre como la posibilidad de perder su herencia.

– Y no por mí, sino por Wadi -me dijo.

La costumbre india de ofrecer una dote había hecho mella en su manera de pensar, como les había pasado a muchas otras chicas portuguesas. Hablaba de sí misma como si no mereciera el matrimonio si no conseguía sellarlo con las riquezas de su padre. Aunque no lo dijo tan abiertamente, también le entristecía que esa nueva vida, menos lujosa, no pudiera ofrecerle las aventuras que tanto ansiaba. Una existencia provinciana en una ciudad portuaria a cuatro meses en barco de las capitales de Europa le debía parecer un triste destino.

Le aseguré que aunque podría haber preferido a una novia rica, el amor que sentía por ella le haría superar cualquier duda y decepción, y que, si él llegaba a conocer su pasión por viajar, seguramente ahorraría lo suficiente para visitar Lisboa de vez en cuando y quedarse a vivir allí durante unos meses. Insistí en que debía hablar de eso con él, y le prometí que si le era completamente sincera él se sentiría gratificado y de ese modo vería confirmada la inquebrantable lealtad que esperaba de ella.

En realidad yo creía todo lo contrario, por supuesto, que si ella dejaba aflorar su sensación de angustia y su falta de valor, Wadi tendría la impresión de que ella estaría reconsiderando su matrimonio. Además, él también empezaría a preocuparse al ver que no era capaz de proporcionarle lo que ella más deseaba.

En ese esfuerzo por socavar su aflicción, mi mayor aliado era lo que cada uno de ellos ignoraba del otro; como la mayoría de las parejas jóvenes, no habían hablado jamás seriamente de lo que esperaban de su unión.

Unos días más tarde, mi primo se acercó a mí durante el trabajo arrastrando los pies, con cara de preocupación.

– Creo que jamás conseguirá superar el haber perdido el amor de su padre -dijo, sin querer revelarme lo que en realidad le había dicho.

– Ana ha perdido cosas a las que nadie querría renunciar -le dije-. Dale tiempo. Aunque quizá… -Negué con la cabeza de forma dramática-. No, no es una buena idea.

– ¿Qué? -preguntó.

– No debería decir nada más. No estoy en posición de hacerlo.

– Tigre, por favor, confío en ti.

– Es sólo que el padre de Ana… Si pudiese oírte hablar sobre el amor que sientes por ella una vez más. Estoy seguro de que podrías ganártelo, aunque supongo que intentará volver a humillarte, es como los cíclopes, y yo…

– ¡No me da miedo! -declaró Wadi.

– Sé que no -le aseguré mientras lo empujaba impaciente hacia el desastre-. Lo que quería decir es que el desprecio es difícil de soportar. No te será fácil enfrentarte a él, para mí no lo sería, al menos.

– La vida no siempre es fácil, ¿sabes?

Me encantaban esos momentos de sabiduría de Wadi. Eran tan involuntariamente cómicos…

– En ese caso, creo que deberías ir tú -le dije con tono alentador.

– ¿Me acompañarías?

El Senhor Dias seguramente lo consideraría un cobarde si yo le acompañaba.

– ¿Yo? Espié a su hija, y no mantuve en secreto que soy tu mejor amigo. No creo que tenga muchas ganas de verme.

– ¡Tienes que venir! No se me da bien hablar, puede que te necesite para que hables por mí. Y si noto que me estoy yendo por las ramas, te necesitaré para que me saques de allí lo antes posible.

A la noche siguiente, justo después de cenar, fuimos a la mansión de los Dias. El Senhor Dias dio instrucciones a su sirviente personal para que nos hiciera esperar fuera y nos dejara entrar sólo cuando él ya estuviera en el vestíbulo. Estaba sentado en un sillón y sobre el regazo tenía un perro diminuto y lanudo, con una cinta de color carmesí alrededor del cuello; sobre la mesa que tenía al lado había dos candelabros de oro encendidos, un pequeño recordatorio de las riquezas que Wadi jamás podría obtener, seguramente. Frente a él había una alfombra de yute muy vieja que olía a estiércol que sin duda procedía de los establos. El sirviente nos dijo que el Senhor Dias quería que nos pusiéramos encima de ella para que no le ensuciáramos el suelo de mármol.

Wadi estaba furioso. Yo estaba realmente seguro de que se lanzaría al cuello del anciano y tenía la esperanza de que no hubiera olvidado su cuchillo.

El ojo verdadero de Dias miró a mi primo de arriba abajo lentamente mientras el otro, el de cristal, seguía mirando hacia delante, hacia la nada. El mercader no mostró ninguna intención de disimular el asco que sentía.

– Di lo que tengas que decir -le espetó a Wadi, pero en realidad lo que quiso expresar era: «Acabemos de una vez con todo esto».

Mi primo contuvo su rabia de forma admirable y empezó a describir su amor por Ana como si ella lo hubiera rescatado de la desesperación. Aunque recurrió a floridas metáforas más propias de la poesía trovadoresca, me conmovió la desesperación con la que mi viejo amigo deseaba ser comprendido por su enemigo. Wadi se había jugado el futuro casándose con ella y ahora intentaba explicar los inefables movimientos del corazón a alguien que apenas lo escuchaba. No se le podía reprochar nada por sus esfuerzos o sus sentimientos. Pero la corrupción de su hija había convertido al Senhor Dias en un ser de hierro. Se limitó a acariciar al perro lánguidamente mientras Wadi le suplicaba.

Finalmente, al ver que había sido incapaz de hacer mella en la coraza de desprecio de nuestro anfitrión, mi primo se volvió hacia mí.

– Por favor -me suplicó con desesperación.

– Debe haber algún gesto que Francisco Javier pueda hacer que os demuestre la absoluta devoción que siente por vuestra hija -dije-. Algo que pueda reconciliarlo con Ana al mismo tiempo, puesto que ése es su mayor deseo. Le recuerdo que, como cristiano piadoso, no hay nada imposible, ni siquiera la vida eterna, para los que creemos en el Hijo de Dios.

– Lamento decirte que la única manera de que un hombre así pueda demostrar su devoción -respondió Dias en un tono de rencor regocijado- sería que solicitase a un juez que anulase su ruinoso matrimonio. -Señaló a Wadi como si lo condenara al infierno-. Sólo si haces eso creeré que tu amor por mi hija es verdadero y que deseas lo mejor para ella. Y sólo entonces le permitiré volver a esta casa y le daré mi bendición para que se case con Gonzalo. -Apartó de mala manera al perro para que bajase al suelo y se puso de pie.

Me habló como si Wadi ya hubiera salido de la habitación cuando dijo:

– Aunque, se lo aseguro, Senhor Zarco, tengo serias dudas de que Gonzalo o cualquier otro cristiano la quiera en el estado vicioso en el que la ha dejado su amigo moro.

Eso era jaque mate, y tanto Wadi como yo lo sabíamos. Volvimos como pudimos a casa, en silencio. Más tarde, esa misma noche, mi primo explotó delante de Ana durante la cena y mandó su plato de sopa al suelo de un manotazo cuando ella comentó que no estaba suficientemente caliente.

– ¡Si lo que hay en mi casa no es lo suficientemente bueno para ti, entonces no tendrás nada de nada! -bramó.

Ella salió corriendo hacia su habitación sacudiéndose el vestido empapado y sollozando. Wadi se llevó las manos a la cabeza mientras mi tía le ordenaba a una criada que limpiara el suelo. Yo sufrí con ellos durante unos minutos de rigor, y luego pasé directamente al pato con ciruelas, que estaba delicioso. Como postre, tomé una ración doble de pudín de coco. Estaba tan contento que incluso se me pasó por la cabeza la posibilidad de no insistir tanto en Ana y Wadi durante unos días pero, a la mañana siguiente, la esposa de mi primo bajó para ir a la misa dominical con el pañuelo opalino de mi hermana puesto.