Выбрать главу

– Estará. Tú ve a la puerta y llama dos veces, y después una vez más.

– Si esto funciona, te lo deberé todo -dijo mientras me agarraba la mano.

– Si esto funciona, no me deberás nada. -Le hice una leve reverencia-. El regalo está siempre en la buena obra. -Por si acaso, añadí una cita de san Lucas 6: 36-: «Prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande».

Apenas pude dormir esa noche. Todo lo que había ocurrido en mi vida seguía tambaleándose dentro de mi cabeza. En ningún momento pensé en la seguridad de Gonzalo, ni siquiera en la de Ana.

Pensé en un océano convertido en cristal, y en un sol abrasador reflejado en la superficie. Por la mañana, me fui a trabajar antes de que los demás se levantaran. No quería tener que hablar con nadie.

Cuando llegamos a casa para dormir la siesta, le di a Wadi un gran vaso de feni.

– Te ayudará a dormir -le dije.

Una hora más tarde, cuando lo desperté, aún seguía algo borracho. Lo ayudé a lavarse la cara y le dije que acababa de hablar con un amigo de Gonzalo.

– ¿Cuándo?

– Mientras dormías. Gonzalo quiere que vayas a verlo a la casa en la que os encontrabais con Ana.

– ¿Hoy?

– Sí, unos minutos después de la hora nona. No vayas antes.

– ¿Y qué quiere?

– No estoy seguro. Al parecer interpretó el hecho de que Ana le regalara el pañuelo como algo alentador, aunque no pienso que ella se lo diera con esa intención. Él sólo te contará lo que quiere cuando lo veas. Pero escucha: habrá alguien vigilándote y, si vas antes, él no acudirá. Y tienes que ir solo -añadí con dramatismo-, que es lo que… lo que me preocupa, podría ser una trampa.

– ¿Una trampa?

– No me fío de él. Llévate el cuchillo. Puede que haga alguna locura para intentar vengar el honor de Ana. Puede que crea que si te mata, no lo castigarán. Al fin y al cabo, su padre es rico y poderoso. O sea, que si lo ves acompañado, aunque sólo sea por una persona, sal de ahí tan rápido como puedas. Yo estaré esperando por ahí cerca para ayudarte. No dejaré que me vea nadie. Wadi, escucha… -Lo cogí por el hombro con fuerza-. Incluso si lo ves solo, puede que intente atacarte cuando menos te lo esperes, por lo que debes ir con cuidado; aunque estoy seguro de que en cualquier pelea limpia serías el vencedor.

Mientras esperábamos a que sonara la hora nona, Wadi caminaba impaciente de un lado para otro. No quiso beber más feni, pero yo tampoco lo creí necesario; ya se había convertido en un halcón preparado para caer sobre su presa.

Cuando doblaron las campanas de la catedral, salimos de casa. Le recordé a mi primo que alguien lo estaría vigilando y que yo debía permanecer escondido para poder ayudarlo, e insistí en tomar un camino distinto por la ciudad. Escondí una bolsa asida a un cordel con las pulseras de Nupi y algunos recuerdos bajo mi capa porque sabía que, después de eso, no podría quedarme en Goa, fuera cual fuese el desenlace. Fui corriendo hasta allí como si me llevara el viento. Me sentí como un dios, muy por encima de todo lo que me rodeaba.

Cuando llegué a la casa, todo estaba en silencio. Ana y Gonzalo ya debían de estar dentro. Probablemente estaban discutiendo en voz baja; Ana debía de afirmar que no tenía ninguna intención de anular su matrimonio, Gonzalo negaría lo que yo le había prometido a ella: que accedería a pedirle a su padre que la perdonara. Aunque quizá los dos se habrían dado cuenta de que podían sacar algo de provecho de una alianza secreta y discutían con cautela sobre la mejor manera de proceder. Incluso era posible, supongo, que la chica se diera cuenta de que ya no estaba enamorada de Wadi. Una cosa era encontrarse a escondidas con un hombre para hacer el amor, y otra muy distinta era compartir la vida con él y ser desheredada por ello.

¿Vieron mi mano escribiendo su destino? Desde mi escondite, pude oír las palabras de decepción de Ana: «Y pese a todo, Tiago parecía tan buen amigo…».

Wadi llegó a toda prisa con cara de pocos amigos. Llamó dos veces a la puerta, luego varias veces más. Finalmente se abrió. Desde mi posición, no pude ver quién estaba en la puerta, pero cuando extendió la mano para agarrar un brazo acerté a ver el perfil de Ana por un instante. Temí que la arrastrara hacia fuera, pero en lugar de eso la empujó hacia dentro.

¿Preguntó Gonzalo quién era desde el piso de arriba? ¿Vio Wadi la cara de Gonzalo -iluminada por el miedo, quizás- en lo alto de las escaleras?

Cuando me acerqué a la puerta oí gritos. Luego, un chillido de Ana. Más tarde, silencio.

Mi mente parecía flotar por encima de mi cuerpo. No tengo ni idea del tiempo que pasé allí, luchando contra el vahído que sentía. Llamé a la puerta débilmente; después grité el nombre de Wadi una vez, luego otra, más alto. Oí pasos, lentos y pesados, que venían hacia mí.

Cuando me abrió la puerta llevaba el cuchillo en una mano y el pañuelo de mi hermana en la otra. Estaba empapado de sangre, como si se hubiera bañado en ella. Incluso tenía un hilillo de sangre sobre los labios. Tenía la mirada perdida. Parecía un ciego.

– La he matado -dijo sin inmutarse.

– ¡No te muevas! -le dije.

Lo empujé hacia dentro y cerré la puerta detrás de nosotros. En el piso de arriba, de forma milagrosa, Gonzalo seguía con vida. El chico se arrastraba hacia la ventana. Me agaché a su lado. Le había rajado el cuello de oreja a oreja. El líquido que lo mantenía con vida se estaba derramando, oscuro y caliente, sobre el suelo de madera. No podía hablar, aunque debía de querer decir muchas cosas sobre una vida que ya no podría vivir. El único sonido que conseguía emitir era el de su asfixia. Creo que intentaba decir mi nombre.

Tal como Wadi había dicho, Ana estaba muerta. Yacía boca arriba, con un brazo detrás de la espalda, el vestido empapado por la sangre que había brotado de las violentas puñaladas que le había asestado en el cuello y el pecho, la cabeza torcida en un ángulo imposible, la mirada perdida. Llevaba una bota en la mano. Debía haberse agarrado a la pierna de Wadi con todas sus fuerzas, debía haber intentado con desesperación apartarlo de Gonzalo.

– Voy a buscar ayuda -le dije al chico, aunque sabía que era demasiado tarde.

Wadi aún estaba al pie de la escalera. Entonces me di cuenta de que llevaba el pie derecho descalzo. Levantó la mirada hacia mí, desconcertado, como si ni siquiera pudiera comprender cómo había llegado hasta allí.

– Ana aún tiene tu bota -le dije-. Sube y cógesela.

Ya en el piso de arriba, se dio cuenta de que no tenía el coraje necesario para arrancársela de las manos de la muerta.

– ¿Por qué tuvo que traicionarme? -gimió con la cabeza entre las manos-. Yo la amaba.

Se dejó caer sobre mí, pero lo aparté con un empujón.

– Soy yo -le dije mientras lo sacudía cogiéndole por los hombros.

– ¿Qué quieres decir?

– Ana no te estaba traicionando. Fui yo quien lo hizo. Yo robé el pañuelo porque era de mi hermana. Y se lo di a Gonzalo. Ana sólo vino a tratar de convencerlo para que le pidiera a su padre que la perdonara…, para aceptarte a ti como esposo. Te quería. Como también te quería Sofía. Incluso yo te quería…, pero de eso hace mucho tiempo. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿De lo que siempre has hecho?

Me miró con angustia.

– Pero… pero tenía que proteger mi honor.

– ¿O sea, que crees que hay algún honor en el asesinato? -dije con tono de burla.

No esperé a recibir respuesta ni le ofrecí más explicaciones; era lo suficientemente inteligente para descubrir la forma exacta y el alcance de la conspiración que yo había tejido contra él. Lo empujé hacia un lado y salí a toda prisa de la casa, y mientras andaba me limpié la sangre con la suciedad acumulada en la calle. Cerca de allí había un deshollinador indio con la cara negra por el hollín.

– ¡Ayuda! -le grité-. Francisco Javier Zarco ha asesinado a Ana Dias, y el chico con el que iba a casarse está agonizando.