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24

Me pasó por la cabeza la posibilidad de ir a Benali y llevarme a mi hijo, pero la aldea estaba en territorio portugués y sería más seguro para mí -al menos de momento- atravesar la frontera hacia tierras controladas por el sultán de Bijapur. Más adelante, cuando tuviera un plan, podría volver a buscar a Kama, y suplicarle a Tejal que viniera con nosotros.

Caminé hacia el sur, más allá del Colegio de San Pablo y de las murallas de la ciudad. No tenía ninguna duda de que debía escapar, pero eso tampoco me preocupaba. El crimen que había cometido brillaba en mi mente, radiante como un mito o un sueño y, mientras caminaba, la húmeda luz del sol y el azul del cielo parecía que entraban en mi interior. Si una persona puede caer -igual que elevarse- de un estado de éxtasis, yo iba a conseguirlo.

Encontré nuestra granja en un estado deplorable. En el salón habían crecido bambúes y hierbas de la altura de un hombre a partir del lodo que había entrado a causa de las lluvias del monzón. No había ni rastro del mayordomo que mis tíos habían contratado.

El techo había cedido encima de mi dormitorio, que parecía habitado por al menos un mono barbudo; la pequeña criatura levantó la cabeza como si yo fuera un enemigo largamente esperado, me miró con recelo y cuando entré desapareció chillando a través de la ventana rota. En la habitación de papá vi que alguien había robado el dibujo que él había colgado en la pared del fondo de su habitación, en el que aparecía mi madre brillando como el sol dentro de una caverna de nubes oscuras. También se habían llevado los dibujos que siempre había guardado en su escritorio. Los libros estaban cubiertos de moho. Faltaba la cama de Sofía y también la estatua de Shiva.

«Así es como debe ser», pensé. Nuestra casa no podía haber quedado intacta habiendo muerto toda mi familia.

Cuando crucé el patio lleno de maleza para llegar a la cocina, encontré un cuenco de dal encima de la mesa de madera de Nupi. Había ajos ensortijados colgados del techo. Una docena de limas dulces y dos granos de nuez moscada en una cesta de mimbre. Me senté en un taburete y esperé. Me envolvería con sus brazos. Arreglaríamos la casa. Tardaríamos meses, pero jamás volvería a marcharme de casa.

Cuando empecé a sentirme cansado, puse el taburete cerca de la puerta y me dormí con la espalda apoyada en la pared. Una mujer a la que no había visto jamás me despertó cuando se ponía el sol. Tenía el pelo largo y gris, y un tenue bigote, y llevaba un sari amarillo descolorido lleno de manchas. No le pregunté de dónde había salido. No me importaba.

– ¿Has visto a Nupi, la mujer que solía vivir aquí? -le pregunté.

– Dicen que está siempre mendigando delante del templo de Ponda.

Era demasiado tarde para ir andando hasta allí. Decidí que caminaría hasta la aldea más próxima, Ramnath. El barbero, Kahi, me dejó dormir en el suelo de su casa. Varias personas a las que había conocido cuando era pequeño vinieron a verme por la mañana y me trajeron fruta y verdura. Se me había roto una tira de las sandalias en el camino desde Goa y un guarnicionero al que no conocía me la arregló. Nadie había visto a Jaidev, el santón, desde hacía años. Un día, simplemente se marchó del pueblo diciendo que se iba a morir en las aguas del Ganges.

Encontré a Nupi sentada delante del templo de Ponda, vestida con harapos. Estaba comiendo de un cuenco de madera. Cogía el arroz con la mano y se lo llevaba a la boca, completamente desdentada. Cuando me vio, hizo cuanto pudo por levantarse. Estaba encorvada y contrahecha, como si se le hubieran roto los huesos varias veces, pero la cara se le iluminó de alegría al verme.

Corrí hacia ella y la abracé mientras ella se limitaba a gemir. Nos sentamos juntos para poder vernos los ojos. No sé lo que ella vio en los míos, pero en los suyos encontré a Sofía y a mi padre, y las puestas de sol que veíamos desde nuestra veranda, incluso pude ver a mi madre en su lecho de muerte.

Con las manos me recorrió la cara como si estuviera esculpiéndome en su memoria, sin duda me comparaba con el aspecto que recordaba de mí. Le devolví las pulseras.

Ninguno de los dos dijo nada. Le besé las manos enjutas y hundí la cara en su espeso pelo canoso, que conservaba el olor que recordaba de mi infancia.

Al cabo de un rato me pidió que la ayudara a levantarse otra vez y se alisó el sari harapiento con mucho cuidado.

– No pude quedarme en la granja después de que muriera Sofía. Lo intenté, pero… -Negó con la cabeza con aire de culpabilidad-. Estuve vagando durante años. Sólo hace un año que volví a estar por aquí. Lo siento, Ti.

– No importa. Hiciste lo que pudiste. Nupi, tu hermana está muy preocupada por ti. Debes ir a verla.

– ¿Has estado en Benali?

– Sí, fui a ver a Tejal. Se casó con otro hombre. No pudo esperarme.

La anciana cocinera me mostró una sonrisa nostálgica.

– Kali ha usado todas sus armas contra nosotros, ¿no es así?

– Sí.

– Pero aún podemos estar juntos. Eso tiene que significar algo.

– Puede que sí.

Me apretó el pecho con la mano para asegurarse de que era real y entonces me sentí culpable por primera vez por lo que había hecho, fue una sensación tan fugaz como un golpe de tambor. Luego desapareció.

Nos fuimos a casa. La habitación de Sofía no estaba en tan mal estado, y los aldeanos nos dieron lechos de yute para dormir. Nupi recogió un coco que había caído y dio dos vueltas a mi alrededor para mantenerme alejado de los hechizos, tal como era costumbre en el lugar. Los mosquitos fueron terribles esa noche, y la luna brilló tan intensa que apenas pude dormir. Pensaba en muchas cosas, pero sobre todo me alegraba de estar vivo. Estaba convencido de que podría volver a empezar.

Dejamos que la anciana que vivía en nuestra cocina se quedara con nosotros. Se llamaba Charu, y era la viuda de un pocero que había abandonado la aldea por alguna razón que no nos atrevimos a preguntar. Por la mañana, Charu nos preparó chapatti, pero Nupi creyó que no eran lo suficientemente buenos para mí, por lo que hizo dos más con sus propias manos. Me los comí con una papaya madura del huerto. Nupi me miraba y me mostraba su sonrisa desdentada. Estoy seguro de que pensaba que lo peor ya había pasado.

Después del desayuno, la anciana cocinera me dijo que tenía un motivo secreto por el que había querido volver a la granja enseguida y sacó un dibujo que había escondido detrás de la estantería de mi padre. Nos sentamos juntos en la veranda para contemplarlo. Era un dibujo micrográfico de una delicada mano, cuyos contornos estaban dibujados con letras hebreas. Cuando lo cubrí con mi propia mano me di cuenta, por la forma y el tamaño, de que era la mano de mi hermana. Las palabras aún eran legibles. En cada dedo del dibujo se leía:

Dejadme, lloraré amargamente; no os afanéis por consolarme de la destrucción de la hija de mi pueblo.

Era una cita de Isaías. No entendía por qué Sofía me la había dejado como último regalo, pero cuando se lo traduje a Nupi, la anciana bajó la cabeza de golpe.

– Sofía intentó esperarte, pero no pudo aguantarlo más.

– No lo entiendo.

– Ya veo que Wadi no te lo contó.

– ¿Contarme qué?

– No creo que debamos hablar de estas cosas ahora que ya estás en casa. No, no…, tenemos que arreglar la casa. Luego irás a visitar al sultán y…

Intentó ponerse de pie, pero la obligué a sentarse otra vez.

– Nupi, dime todo lo que sepas.

– Hay piedras que sólo parecen pulidas cuando están en el río. Cuando las sacamos y las miramos de cerca…

– ¡Por favor, no me vengas con acertijos! Dímelo claramente.

– Tu hermana me dijo que cuando se convirtió al cristianismo…