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Cuando llevaba un año al servicio del sultán, supe que Wadi había sido ejecutado y que su cabeza había sido expuesta sobre un poste del muelle. Fue como si me dijeran que la luna no volvería a salir jamás por las noches. Me desmayé por primera vez en mi vida.

Más adelante, supe que el padre Carlos había sido asesinado por un compañero de celda en la prisión Galé de Lisboa. La noticia me preocupó sólo brevemente, ya que sabía que habría matado a muchos más jainistas e hindúes si hubiera podido. El Analfabeto y Jácome Morais, los otros dos hombres a los que había implicado con mis cartas, sobrevivieron a muchos años de encarcelación y volvían a vivir en Goa.

Después de la terrible muerte de su amado hijo, mi tía había partido con sus penas hacia Lisboa. Mi tío Isaac vivía con Antonia en Diu, adonde había desplazado la mayoría de sus intereses económicos.

El sultán tenía espías en territorio portugués que le pasaban información sobre él regularmente.

Escribí a Sara para disculparme por haberla implicado en mis planes, pero nunca volví a saber nada más de ella. Pensaba en mi hijo a menudo y siempre le estuve agradecido a Tejal por haberlo mantenido alejado de mí. Me aferraba a ese pequeña parte buena de mi vida: no se lo había quitado a Tejal. Era la única cosa sobre la que podía pensar que me daba derecho a vivir.

Resulta que había otra razón más por la que nunca había tomado el veneno del frasquito, pero aún no sabía cuál era…

Cuando cumplí los cuarenta y cuatro, un viejo conocido de un amigo mío, el párroco anglicano Benedict Gray, visitó Bijapur. Yo le había escrito a Gray una sola vez después de abandonar Goa, para pedirle que me perdonara por haberlo utilizado, por eso supo dónde encontrarme. El individuo, cuyo nombre era Nicholas Gonzaga Wood, era inglés de nacimiento y propietario de un pequeño teatro de Madrid, el país de origen de su madre. Estaba de viaje por la India, el sueño de su vida. Nos conocimos durante un almuerzo en palacio. Era bajo y fornido, tenía la piel oscura de su madre y su aroma a aceite de oliva me trajo muchos recuerdos de Lisboa. Después del postre, Wood me preguntó cómo había acabado en Bijapur, y empecé a contarle una versión reducida de mi vida. Lentamente, consiguió soltarme la lengua con sus preguntas. No le oculté nada sobre mi traición. Incluso le mencioné la estatuilla de esteatita de Sarasvati que robé en una tienda hindú cuando mi padre me pidió que lo envenenara. En ocasiones me pareció que fue con ese acto y en ese preciso instante cuando abandoné el sendero que siempre había seguido… y que jamás volví a encontrar.

Cuando hube acabado me dijo que, aparte de su dimensión trágica, era una historia muy buena, pero que debería modificarse si algún día tenía que llevarse a escena.

– El arte es diferente de la vida -me explicó-. En ese caso, tendríamos que dejar de lado su infancia con Wadi y sus traiciones, y situar la historia más cerca de España.

– En cualquier caso, no es más que una historia; no hay público que quiera oírla -dije con desdén-. Además, si se elimina mi infancia, nadie sería capaz de entender cómo llegó a suceder todo; y hasta qué punto mi familia acabó en la más ruin miseria.

– ¡Pero sólo tenemos dos horas en escena! Deberíamos dar con algo más simple para narrar el desprecio que usted sentía por Wadi. Que no le gustaba el trabajo que le había dado, por ejemplo. Eso es lo que le dijo a Gonzalo. En cualquier caso, puedo asegurarle que comprender lo intrincado de la historia no es importante para un trabajador que quiere que el dinero que paga por ir al teatro valga la pena. Lo que sí es importante -añadió señalándome con el dedo- es que usted tendría que ser el villano.

– Eso, Senhor Wood, es exactamente lo que le he estado contando.

– Desde el principio, quiero decir.

– Pero ¿por qué?

– Porque el judío es usted.

El Senhor Wood me dejó agotado con sus preguntas. Lo acompañé en una pequeña visita por el palacio y luego lo dejé en manos de un escolta que le mostraría la ciudad.

– Oiga, Senhor Zarco, ¿por qué no escribe sus memorias? -me sugirió cuando se despedía de mí al notar que me había alterado-. Al menos podrá contarlo usted del modo que prefiera.

Me pareció una idea absurda, pero unos días después de que partiera cogí el cálamo y la tinta. Trabajar en ello me proporcionaba un extraño sentimiento de justicia. Más tarde, comprendí que había estado esperando para dar voz a mi historia desde que el Gran Inquisidor me dijo por primera vez el acertijo sobre cómo un libro puede continuar hablando a los lectores mucho después de haberlo acabado. Después de todo, poner la historia sobre el papel era la única manera que tenía de contar todo lo que había ocurrido desde la tumba. Y era algo -quizá lo único- que podía hacer por el mundo para compensar todo el mal que había hecho.

El Gran Inquisidor jamás habría imaginado que podría ayudarme de ese modo. Parecía lo correcto, además.

Durante estos últimos meses, mientras escribía sobre Sofía, Wadi, Tejal, papá y Phanishwar desde mi escritorio, he sido capaz de ver más allá de mí mismo, en las mazmorras de Goa, Lisboa, y cien ciudades más de Asia, Europa y América. He visto cómo los hombres y las mujeres de esos lugares languidecían en nombre de Cristo, Mahoma y Krishna. Ojalá pudiera ofrecerles más detalles, pero esto es todo lo que tengo.

Pronto cerraréis la cubierta de este manuscrito, me dejaréis encerrado dentro y seguiréis con vuestra vida, como debe ser, pero quizá pensaréis en estos prisioneros -y en mí- de vez en cuando. Mientras saco el último dibujo de mi hermana y lo contemplo a la luz de una sola vela, puede que incluso podáis sentir la cálida brisa que entra por mi ventana de Bijapur, que trae el aroma de las flores de tamarindo. ¿Veis cómo pongo la mano sobre el contorno de los dedos que Sofía dibujó hace tanto tiempo? Rezo por que así sea, y por muchas otras cosas:

Por que Ana, Gonzalo, papá, Sofía, Wadi y todos los muertos descansen en paz.

Por que Phanishwar haya tenido una buena reencarnación.

Por que Nupi haya perdonado a su ahijado.

Por que mi hijo no haya aprendido nada de mí y que Tejal haya sido feliz.

Luego cogeré mi cruz plateada y saldré a la veranda para ver la puesta de sol. Intentaré encontrar algo del coraje de papá pero, por favor, si me veis temblar no me lo tengáis en cuenta. Al fin y al cabo, ya sabéis que no soy muy valiente y en cualquier caso no es fácil acabar una historia, incluso una como ésta, en la que represento el papel de villano.

Tiago Zarco

Bijapur, 14 de mayo de 1616

Richard Zimler

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