Audazmente hice descender a mi tarn, lo conduje para que volara entre los cilindros, uno más entre los numerosos tarnsmanes de la ciudad. Dejé que mi animal se posara sobre una de las varas de acero destinadas a los tarns que de tanto en tanto sobresalían por encima de los cilindros. El enorme animal abría y cerraba las alas con cuidado, y sus garras, fortalecidas por el acero, arañaban la vara. Por último, logró establecer el equilibrio, plegó sus alas y permaneció quieto, inmóvil, a excepción de los movimientos de alerta de su gran cabeza y el centelleo de sus ojos malignos que contemplaban al gentío que circulaba por los puentes cercanos.
Mi corazón comenzó a latir violentamente y pensé que aún estaba a tiempo de huir. De repente un guerrero borracho, sin casco pasó volando a mi lado y quiso también posarse en mi vara; era un tarnsman salvaje, de bajo rango, con ganas de luchar. Hubiera sido imposible dejarle la vara, ya que enseguida habría despertado sospechas. En Gor existe una única respuesta honrosa a un desafío. Aceptarla de inmediato.
—¡Que los Reyes Sacerdotes dispersen tus huesos —le grité y agregué—: ¡Y tú, ve a alimentarte de los excrementos del tharlarión!
Mi segunda observación, que se refería a las tan odiadas cabalgaduras de los clanes inferiores, pareció causarle mucha gracia.
—¡Que tu tamo pierda sus plumas! —tronó.
Se golpeó los muslos y aterrizó con su tarn sobre mi vara. Luego se inclinó en mi dirección y me arrojó una bolsa de cuero con Paga. Bebí y, despectivamente, se la devolví. Instantes después el guerrero volvió a emprender el vuelo entonando desafinadamente una canción.
Lo mismo que la mayoría de las brújulas de Gor, también la mía contenía un cronómetro. Le di la vuelta al aparato, presioné la palanca con la que se abría la tapa posterior y eché un vistazo a la aguja. ¡Eran las veinte horas y dos minutos! Olvidé todo pensamiento de deserción. Bruscamente, puse en movimiento a mi tarn y lo guié en dirección a la torre del Ubar.
A los pocos minutos pude distinguir el edificio debajo de mí. De inmediato hice descender al tarn, pues sin un motivo poderoso no puede uno acercarse a esa torre. Al descender, pude observar el techo grande y redondo del cilindro. Parecía iluminado desde abajo, irradiaba un resplandor azulado. En medio del círculo se encontraba una plataforma baja y redonda, de unos tres metros de diámetro a la que se llegaba por cuatro pequeños escalones. Sobre la plataforma había una figura solitaria, vestida de negro. Cuando mi tarn se posó sobre la plataforma, bajé de un salto, y oí el grito de una muchacha.
Corrí hacia el centro de la plataforma; al hacerlo tropecé, rompí con el pie una pequeña canasta llena de cereales y derramé un recipiente con Ka-la-na, que vertió su rojo contenido sobre la superficie de piedra. Me arrojé sobre una pila de Piedras que había en el medio de la plataforma; los gritos de la muchacha resonaban en mis oídos. Desde muy cerca se oían fuertes voces de hombres y estrépito de armas. Los guerreros subían apresuradamente la escalera que conducía al techo. ¿Cuál era la Piedra del Hogar? Las fui apartando. Una de ellas tenía que ser la Piedra de Ar, pero ¿cuál de ellas? ¿Cómo podía distinguirla entre todas las demás, entre las Piedras de las ciudades que se encontraban dominadas por Ar?
¡Sin lugar a dudas tenía que ser la que estuviera mojada de Ka-la-na, la Piedra a la que estaban adheridos los pequeños granos! Apresuradamente las palpé, pero varias de ellas estaban húmedas y cubiertas de Sa-Tarna. Sentí que la figura embozada tiraba de mí, que trataba de clavarme las uñas en los hombros y en el cuello. Me volví y la empujé hacia atrás. Cayó sobre sus rodillas y, de repente, se arrastró hacia una de las Piedras, la cogió y quiso emprender la fuga. Una lanza resonó junto a mí sobre la plataforma. ¡Los guardias se encontraban sobre el techo!
Corrí detrás de la figura embozada, la agarré, la hice girar y me apoderé de la Piedra que llevaba. Trató de golpearme y me persiguió en dirección al tarn, que, excitado, batía las alas deseando abandonar el techo del cilindro. Salté hacia arriba y me así al aro de la silla de montar. Instantes después ya me encontraba montado sobre el tarn y tiraba violentamente de la primera rienda. La figura embozada trató de trepar la escala de la silla de montar, pero se vio entorpecida por el peso de sus vestiduras bordadas. Proferí una maldición al sentir que una flecha rozaba mi hombro. En el mismo instante se desplegaron las poderosas alas del tarn y el ave gigantesca se elevó por los aires. Emprendió el vuelo, y el silbido de las flechas resonó en mis oídos, junto con los gritos de los hombres enardecidos y el largo y penetrante alarido de espanto de una muchacha.
Desconcertado, miré hacia abajo. La figura embozada seguía aferrándose desesperadamente a la escala de la silla de montar. Oscilaba libremente debajo del tarn, mientras dejábamos rápidamente atrás las luces de Ar. Desenvainé mi espada con el propósito de cortar la escala, pero luego me contuve y, fastidiado, volví a envainarla. No podía darme el lujo de cargar con un peso adicional, pero tampoco podía decidirme a enviar a una muerte segura a la muchacha.
Lancé maldiciones al escuchar abajo el concierto ensordecedor de los silbatos de tarn. Esa noche, seguramente, todos los tarnsmanes de Ar circulaban por el espacio. Dejé atrás los últimos cilindros de la ciudad y me sentí libre en la noche goreana, en camino a Ko-ro-ba. Guardé la Piedra del Hogar en el bolso de la silla, la cerré con candado, y, a continuación, me incliné hacia abajo para alzar la escala de mi silla de montar.
La joven gemía despavorida y sus músculos y dedos parecían congelados por el frío.
Cuando la coloqué delante de mí en la silla y la sujeté firmemente al aro, tuve que esforzarme para soltar sus dedos de la escala. Plegué esta última y la até a un lado de la silla. La joven me daba lástima: una figura desamparada, juguete de los ambiciosos planes políticos de su padre. Los sordos gemidos que emitía me emocionaban.
—No tengas miedo —dije—. No te haré ningún daño. Cuando hayamos pasado el pantano, te haré bajar cerca de algún camino. Quería tranquilizarla:
—Mañana por la mañana estarás nuevamente en Ar.
Indefensa, tartamudeó alguna palabra incomprensible de agradecimiento, se dio la vuelta y se abrazó a mí, como buscando protección. Sentí cómo temblaba, percibía junto a mí su cuerpo inocente, y entonces, de repente, sus brazos ciñeron mis caderas y con un grito de rabia me arrancó de la silla. Cuando comencé a caer me di cuenta que en la precipitada fuga había olvidado ajustar mi propio cinturón. Mis manos trataron de aferrarse a algo, pero se encontraron con el vacío y caí de cabeza a la nada.
Durante una fracción de segundo escuché su risa triunfante, que pronto se perdió en el viento. Sentí cómo mi cuerpo se ponía tenso durante la caída, esperando el impacto del golpe. Quizás también pensé si sentiría dolor, y llegué a la conclusión de que, en efecto, habría de sentirlo. Absurdamente traté de aflojar mi cuerpo y relajé los músculos, como si eso pudiera servir de algo. Esperaba el golpe, fui consciente del dolor al pasar velozmente a través de ramas y al sumergirme, por fin en una sustancia blanda, elástica. Perdí el conocimiento.
Cuando abrí los ojos, mi cuerpo estaba adherido a una especie de nervadura extensa de franjas anchas y elásticas, que constituían una estructura extraña, de aproximadamente un pasang de diámetro, a través de la cual sobresalían a intervalos irregulares los imponentes árboles del bosque pantanoso. Sentí cómo el extraño tejido se estremecía y traté de levantarme. Pero no pude hacerlo. Estaba pegado a la sustancia de la que se componía esa poderosa red. Desde la izquierda se aproximó una de las arañas de los pantanos de Gor, con una rapidez sorprendente, teniendo en cuenta su tamaño. Alcé los ojos al cielo azul. Hubiera deseado hundirme en el pantano. Me estremecí cuando el monstruo se detuvo a mi lado y sentí el leve roce de sus patas delanteras, adiviné el contacto de sus pelos sensibles. Alcé la vista; el animal me observaba fijamente con sus ocho ojos relucientes semejantes a botones, en actitud de pregunta, según me pareció. Entonces, con sorpresa escuché una voz producida mecánicamente que me preguntó: