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—El zapato está roto —dije—. Lo siento.

Trató de levantarse, pero no lo logró.

Desabroché también el otro zapato.

—No es de extrañar que apenas puedas caminar—dije— ¿Por qué llevas estas cosas ridículas?

—La hija del Ubar debe contemplar desde lo alto a sus súbditos —fue la respuesta.

Cuando volvió a incorporarse apenas me llegaba hasta el mentón. Furiosa bajó la vista. La hija de un Ubar no mira a nadie desde abajo.

—Te ordeno que me protejas —dijo.

—No acepto órdenes de la hija del Ubar de Ar —respondí.

—¿Pero no ves que tienes que llevarme? —dijo.

—¿Por qué? —pregunté. De acuerdo con las rudas costumbres del país yo no le debía nada, en todo caso era ella la que estaba en deuda conmigo. Después de su intento de matarme, que sólo se había frustrado gracias a la red de Nar, yo en realidad tenía el derecho de matarla y abandonar su cuerpo a los lagartos acuáticos. Naturalmente, no podía ver estas cosas desde el punto de vista goreano, pero ella ¿cómo habría de saberlo? ¿Cómo habría de sospechar que yo no la trataría de la manera en que ella merecía ser tratada de acuerdo con la ruda justicia goreana?

—Tienes que protegerme —dijo. Su voz tenía algo de suplicante.

—¿Por qué? —pregunté furioso.

—Porque necesito tu ayuda —dijo. Luego exclamó sumamente irritada—: ¡No debí haber dicho eso! Había levantado la cabeza y durante un instante me miró a los ojos. Temblando de rabia bajó la cabeza.

—¿Me estás pidiendo que te haga este favor? —pregunté.

De repente pareció extrañamente sumisa.

—Sí —dijo—. Yo, la hija del Ubar de Ar, te pide a ti, un extraño, que la protejas.

—Quisiste matarme —respondí—. ¿Cómo puedo saber que no eres mi enemiga?

Guardó silencio durante un buen rato.

—Sé qué es lo que esperas ahora —dijo la hija del Ubar tranquilamente, con una tranquilidad poco común, a mi parecer. No la entendía. ¿Por qué titubeaba? Para mi desconcierto la hija del Ubar Marlenus se arrodilló delante de mí, un sencillo guerrero de Ko-ro-ba, bajó la cabeza y levantó los brazos, cruzando las muñecas.

Era el mismo gesto sencillo que había hecho Sana en la habitación de mi padre: la sumisión de una mujer prisionera. Sin levantar la vista, la hija del Ubar dijo con voz clara:

—Me someto.

Más tarde deseé haber tenido un cordón para sujetar las muñecas que alzaba inocentemente. Enmudecí un instante, pero luego recordé la norma goreana según la cual estaba obligado a aceptar la sumisión o bien a matar a mi prisionero. Tomé sus manos y dije:

—Acepto tu sumisión. —Luego la levanté suavemente.

La llevé de la mano hasta el lugar donde se encontraba Nar, la ayudé a trepar sobre el lomo reluciente y velloso de la araña e hice lo mismo. Sin decir nada, Nar se puso en movimiento. Las ocho delgadas patas del insecto apenas parecían sumergirse en el agua verdosa. En una oportunidad, Nar fue a parar en arenas movedizas y su lomo se encorvó repentinamente. Abracé con fuerza a la hija del Ubar, mientras el insecto volvía a incorporarse y nadaba durante un segundo en el barro; luego pisó tierra Firme.

Después de una hora, aproximadamente, Nar se detuvo y alzó una de sus patas delanteras. A una distancia de tres pasang más o menos podían distinguirse prados verdes y campos de Sa-Tarna. La voz mecánica dijo:

—No quisiera aproximarme más a la tierra firme, pues resulta peligrosa para el pueblo de las arañas.

Me deslicé hasta el suelo y ayudé a bajar a la hija del Ubar. Nos encontrábamos de pie uno junto al otro en el agua poco profunda. Coloqué mi mano sobre el rostro grotesco de Nar y el monstruo presionó brevemente mi brazo con sus mandíbulas.

—Que te vaya bien

—dijo Nar.

Respondí a su saludo y le deseé felicidad a él y a su pueblo.

El insecto colocó sus patas delanteras sobre mis hombros.

—No te pregunto por tu nombre, guerrero —dijo—. Tampoco repetiré el nombre de tu ciudad delante de los sometidos, pero quiero que sepas que el pueblo de las arañas se honra en recordarte a ti y a tu ciudad.

Una vez más oí la voz mecánica:

—Cuídate de la hija del Ubar.

—Se ha sometido —respondí, confiando en que la joven cumpliera con lo pactado.

Cuando Nar desapareció en el pantano, me despedí de ella con un gesto. Enseguida dejé de ver a mi grotesca amiga.

—Vamos —le dije a la muchacha— y enfilé hacia los campos de Sa-Tarna. La hija del Ubar me seguía a algunos metros de distancia.

Nos habíamos abierto canino a través del pantano a lo largo de unos veinte metros, cuando de repente la muchacha lanzó un grito. Me di la vuelta. Se había hundido hasta las caderas en el agua salobre ¡en un pozo de arena movediza! Gritaba histéricamente. Traté de acercarme cuidadosamente, mas el suelo comenzaba a ceder bajo mis pies. Intenté alcanzarla con el cinto de la espada, pero era demasiado corto. El aguijón de tarn, que se encontraba en el cinto, cayó al agua y desapareció.

La muchacha se hundía cada vez más profundamente en el agua, y pronto sólo se le vieron la cabeza y los hombros. Gritaba desaforadamente; frente a esa muerte terrible había perdido todo control sobre sí misma.

—¡No te muevas! —le grité. Pero ella se contraía histéricamente, como un animal enloquecido. —¡El velo! —exclamé—. ¡Suéltalo!

¡Tíramelo! Sus dedos trataron de tirar del velo, pero en su estado de pánico no logró quitárselo a tiempo. El barro llegó a cubrir sus ojos desencajados y su cabeza desapareció en el agua verdosa, mientras sus manos se agitaban con desesperación en el aire.

Apresuradamente miré a mi alrededor y distinguí un tronco medio sumergido. Sin preocuparme por los eventuales peligros, corrí hacia él y tiré con todas mis fuerzas. Probablemente fueron sólo unos segundos, pero a mí me pareció que pasaron horas hasta que el tronco cedió y pude sacarlo del barro. Lo empujé rápidamente hasta el lugar en que había desaparecido la hija del Ubar. Me aferré al tronco; bogué por el agua poco profunda por encima de las arenas movedizas, palpando con mi mano una y otra vez el líquido verdoso.

Por fin mis dedos tocaron algo —la muñeca de la joven— y lentamente fui sacándola de la arena. Sentí una profunda alegría cuando escuché sus quejidos, cuando sus pulmones aspiraron el aire húmedo, vivificante. Aparté el tronco, levanté a la muchacha y la llevé hasta una lengua de tierra firme cubierta de pasto, al borde del pantano.

La coloqué sobre la hierba. A unos cien metros comenzaba un campo amarillo de Sa-Tarna y un monte colorido de árboles de Ka-la-na. Agotado, me senté junto a la joven y sonreí para mis adentros. La orgullosa hija del Ubar con sus vestimentas de fiesta apestaba a pantano y sudor.

—Has vuelto a salvarme la vida —me dijo.

Asentí con la cabeza.

—Y ahora, ¿hemos salido del pantano? —preguntó.

Volví a asentir.

Esto parecía gustarle. Con un movimiento que no guardaba ninguna relación con sus ropajes de fiesta, se reclinó hacia atrás y miró el cielo. Indudablemente estaba tan agotada como yo. Además era una muchacha. Sentí lástima.

—Por favor —dijo.

—¿Qué quieres? —pregunté.

—Tengo hambre.

—Yo también —dije y me reí—. Ahí hay unos árboles de Ka-la-na. Quédate aquí; traeré algunas frutas.

—No, iré contigo, si me lo permites.

La repentina sumisión me sorprendió, pero recordé sus gestos en el pantano.

—Por supuesto que me gusta que me acompañes.

La tomé del brazo, pero ella retrocedió.

—Como me he sometido —dijo—, debo ir detrás de ti.

—No digas tonterías —repliqué—. Ven, camina a mi lado.

Pero ella bajó la cabeza tímidamente. —Eso no está permitido.

—Como quieras —dije riendo, y me puse en movimiento. Ella me siguió apocada, o así me lo pareció al menos.