—¿Qué estás haciendo? —preguntó Talena.
—Te doy la mitad de los víveres —respondí.
—Pero ¿por qué? —preguntó, mirándome con preocupación.
—Porque voy a dejarte —dije, y le acerqué una porción de comida, así como una de las botellas de agua. Finalmente le arrojé su daga—. Puede serte útil.
La hija del Ubar parecía petrificada. Sus ojos se dilataron en señal de pregunta, pero sólo leyó resolución en mi rostro.
Guardé mis cosas, listo para partir. La joven se levantó y colocó su pequeño envoltorio sobre un hombro:
—Voy contigo —dijo—. Y no podrás impedirlo.
—¿Y si te encadeno a ese árbol? —pregunté.
—Tú no eres como los demás guerreros de Ar —dijo—. No harías algo semejante.
—Pues no debes seguirme.
—Sola estoy perdida.
Yo sabía que decía la verdad. Una mujer indefensa no tenía posibilidades de sobrevivir en las planicies de Gor.
—Pero ¿qué puedo hacer para confiar en ti? —pregunté.
—No puedes hacer nada —dijo abiertamente—, pues yo vengo de Ar y tengo que seguir siendo tu enemigo.
—Entonces, me conviene abandonarte.
—Pero yo puedo obligarte a que me lleves contigo.
Se arrodilló delante de mí, bajó la cabeza y extendió sus brazos cruzados.
—Ahora tienes que llevarme o de lo contrario, matarme lo que seguramente no harás.
La maldije.
—¿Qué vale la sumisión de Talena, la hija del Ubar? —pregunté irónicamente.
—Nada —dijo—. Pero tienes que aceptarla o matarme.
Furioso, me dirigí hacia donde estaban las esposas en el pasto; recogí también el gorro de esclava y la cadena.
—Ya que quieres ser prisionera —dije—, serás tratada como tal. Acepto tu sumisión.
La encadené y le quité la daga, que coloqué en mi cinturón. Fastidiado, arrojé los dos atados sobre sus hombros. Luego cogí la ballesta y abandoné el claro del bosque. Detrás de mí venía la joven embozada, tirada por mí. Con sorpresa, la escuché reír debajo de su gorro.
9. Kazrak de Puerto Kar
Caminamos juntos en la noche, fugitivos bajo las tres lunas de Gor. Poco después de abandonar el claro del bosque liberé a Talena, que se divertía con ello, del gorro y la cadena. Cuando cruzamos los campos de cereales, me habló acerca de los peligros que nos amenazaban allí, por parte de los animales feroces de las llanuras o de extraños que podríamos encontrar por el camino. Es interesante señalar que en el idioma goreano la denominación para un extraño es idéntica a la palabra enemigo.
Talena parecía colmada de una nueva vida, como si estuviera sumamente contenta de haber dejado atrás los Jardines Elevados. Ahora era una persona relativamente libre. El viento jugaba con sus cabellos y ella lo aspiraba como si fuera vino Ka-la-na. Noté que en mi compañía se sentía más libre de lo que jamás había sido antes. Su alegría era sumamente contagiosa. Conversábamos y bromeábamos como si no fuéramos los más terribles enemigos en todo Gor.
Traté de tomar el rumbo de Ko-ro-ba. Era imposible regresar a Ar, ya que allí la muerte nos amenazaba a los dos. Probablemente nos esperaba un destino similar en la mayoría de las ciudades goreanas; las Ciudades Libres no eran precisamente célebres por su hospitalidad. Debido al odio que la mayoría de los goreanos sentía por la ciudad de Ar, era indispensable mantener en secreto la identidad de mi hermosa acompañante.
Pero me sentía preocupado, ¿Qué sería de Talena si tuviéramos la suerte increíble de llegar a Ko-ro-ba? ¿La empalarían allí públicamente o la entregarían a los Iniciados de Ar? ¿Se propondrían acaso encerrarla para el resto de su vida en un calabozo de un sótano de la ciudad? Quizá se le concediera la gracia de vivir como esclava.
Si Talena se interesaba por tales especulaciones, nada se advertía en ella. Me explicó su plan:
—Yo simularé ser la hija de un rico mercader, a quien tú conquistaste. Los hombres de mi padre mataron a tu tarn, y tú me llevas ahora a tu ciudad donde seré tu esclava.
De mala gana acepté esa fantasía, que tenía cierta lógica. Talena y yo estábamos de acuerdo acerca de que el peligro de ser reconocidos era relativamente pequeño. En general todos supondrían que el hombre que había robado la Piedra del Hogar y desaparecido con la hija del Ubar ya habría regresado hacía tiempo a su desconocido punto de partida.
A la mañana comimos de nuestras raciones y llenamos nuestras botellas de agua en un manantial escondido. Luego nos bañamos y nos acostarnos para dormir. Talena se sintió irritada cuando la sujeté a unos cuantos metros de distancia, colocando sus brazos alrededor del tronco de un árbol joven y atándolos. No tenía ganas de que me apuñalara mientras dormía.
Por la tarde retomamos la marcha y finalmente nos atrevimos a transitar por uno de los anchos caminos empedrados, que nos alejaba de Ar: una ruta semejante a un muro, compuesta de sólidas piedras yuxtapuestas, hecha para durar mil años. Había muy poco tránsito por allí, quizá debido al caos reinante en la ciudad. En el caso de que hubiera fugitivos, seguramente se encontraban todavía detrás de nosotros, y sólo unos pocos mercaderes se aproximaban a la ciudad. Pues ¿quién deseaba poner en juego sus mercancías en semejante situación caótica? Y cuando de tiempo en tiempo nos encontrábamos con un viajero, nos acercábamos a él con precaución. Lo mismo que en mi país de origen, Inglaterra, en Gor se transita por el lado izquierdo del camino, lo que significa algo más que una costumbre, ya que, yendo del lado izquierdo, el brazo que lleva la espada está vuelto hacia quien viene a nuestro encuentro.
Nuestra preocupación parecía infundada, y pronto pasamos varias piedras-pasang sin haber advertido nada amenazante, sin haber visto a nadie, a excepción de algunos campesinos que llevaban unos juncos sobre la espalda y dos Iniciados que apresuraron el paso. Sin embargo, en una oportunidad, Talena me apartó del camino, y apenas pudimos ocultar nuestro horror al ver pasar a un leproso a nuestro lado. Sufría de la incurable enfermedad Dar-Kosis. Estaba envuelto en unos harapos amarillos y utilizaba una matraca de madera para prevenir a los transeúntes.
Poco a poco el camino se volvió más solitario y parecía que era, en general, menos transitado. El pasto crecía en los resquicios entre las piedras y casi no se veían huellas de ruedas. Pasamos varios cruces, pero yo mantuve la dirección hacia Ko-ro-ba. No sabía qué haríamos cuando llegáramos a la zona de tierra devastada y a las orillas del río Vosk.
—Nunca llegaremos a Ko-ro-ba —dijo Talena desesperada.
Esa noche comimos las últimas raciones y vaciamos una de las botellas de agua. Cuando quise encadenar a la joven, me empujó hacia un costado.
—Tenemos que encontrar un arreglo más adecuado —dijo, y tiró las esposas al suelo—. Este es muy incómodo.
—¿Qué propones?
Miró a su alrededor y, de repente, sonrió:
—Aquí —dijo, cogió una cadena de esclavos de mi bolso, la hizo girar varias veces alrededor de sus tobillos delgados y la cerró. Luego me dio la llave. A continuación llevó la cadena hasta un árbol cercano, se inclinó y colocó el extremo que se encontraba suelto alrededor del tronco—. ¡Dame las esposas! —ordenó. Le traje lo que pedía y pasó los dos aros de las esposas por el trozo de cadena que rodeaba el árbol, las cerró y me dio la llave.
—Ya ves, audaz tarnsman —dijo— ¡Yo te enseñaré cómo se trata a una prisionera! Y ahora puedes dormir en paz, y te prometo que esta noche no te degollaré.
Me reí y por un instante la tuve entre mis brazos. De repente me di cuenta cómo latía mi corazón. Tampoco Talena parecía indiferente a nuestro contacto. No deseaba soltarla nunca más, la quería sólo para mí. Solamente haciendo un gran esfuerzo pude librarme del mágico poder de sus ojos.
—Así que de este modo —dijo despectivamente— trata un tarnsman a la hija de un rico mercader.