Me miró fijamente, consciente de tener que desempeñar su papel. Echó la cabeza hacia atrás:
—Naturalmente que no —dijo, y agregó irónicamente—: Señor.
Bien erguida, desapareció detrás de su cortina de seda, para volver a aparecer de inmediato en su corto manto sin mangas. Coquetamente dio una vuelta delante de nosotros.
—¿Te gusto? —preguntó.
—Arrodíllate —le dije y tomé el collar de esclava.
Talena palideció, pero cuando Kazrak comenzó a reírse, obedeció. Le acerqué el collar de hierro, que llevaba la siguiente inscripción: «YO PERTENEZCO A TARL DE BRISTOL».
Luego dejé que el fino aro de metal se cerrara alrededor de su cuello y metí la llave en mi bolso.
—¿Quieres que mande traer el hierro candente? —preguntó Kazrak.
—No —suplicó Talena, que ahora, por primera vez, parecía realmente asustada.
—Todavía no la marcaré —dije con expresión seria.
—¡Por los Reyes Sacerdotes! —rió Kazrak—. ¡Casi me haces creer que te interesas por ese tharlarión salvaje!
—Déjanos solos, guerrero —le dije.
Kazrak volvió a reír, me guiñó el ojo y se retiró haciendo una reverencia irónica.
—¡Cómo puedes atreverte! —bramó Talena— ¡Encadenar a la hija del Ubar de Ar!
Desesperadamente trató de desprender el aro.
—La hija del Ubar de Ar —dije— lleva el collar de Tarl de Bristol.
Tembló de rabia, pero enseguida se controló y trató de no perder la calma:
—Quizá sea realmente adecuado que un tarnsman le ponga su collar a la hija cautiva de un rico mercader.
—O a la hija de un pastor de cabras —corregí.
Sus ojos centellearon:
—Sí, quizá —dijo—. Bien, reconozco que tu plan es razonable.
Con gesto dominante me tendió su pequeña mano.
—Pero dame la llave —continuó— para que pueda quitarme el collar cuando quiera.
—Yo conservaré la llave —dije—. Y el collar se quitará cuando lo quiera yo, si es que se quita.
Se irguió furiosa:
—Muy bien —respondió. Entonces su mirada recayó sobre el segundo objeto que Kazrak me había regalado, el látigo para esclavos—. Y eso ¿a qué viene?
—¿Acaso no estás familiarizada con un látigo para esclavas? —pregunté.
—Sí —dijo en voz baja—. Lo he usado muy frecuentemente con mis esclavas. Pero ¿tú también quieres…?
—Si es necesario —respondí.
—Te faltaría el valor para hacerlo —comentó.
—Pero quizá no las ganas —contesté.
Sonrió. Su próximo comentario me desconcertó:
—Utilízalo tranquilamente cuando yo no te guste, Tarl de Bristol —dijo, y se apartó.
Los próximos días vi con sorpresa que Talena se mostraba alegre y comunicativa. Se interesaba por la caravana y marchaba durante horas junto a los carromatos coloridos, dejaba que los cocheros de vez en cuando la llevaran un trecho consigo, les pedía una fruta o un dulce. Conversaba animadamente con las pasajeras de los carros azules y amarillos, les trasmitía novedades y chismes y bromeaba con ellas acerca del aspecto de sus futuros amos.
Se convirtió en la favorita de toda la caravana. En una o dos ocasiones algunos guerreros de la caravana se mostraron interesados por ella, pero cuando leían la inscripción del collar se retiraban malhumorados y soportaban de mala gana sus comentarios irónicos. Por la tarde, cuando acampábamos, nos ayudaba a Kazrak y a mí a armar la carpa, y a continuación juntaba leña para el fuego. También cocinaba para nosotros, se arrodillaba junto al fuego, los cabellos recogidos, para que no fueran presa de las llamas, el rostro cubierto de sudor, la mirada fija en el pedazo de carne, que a pesar de ello, por lo general, terminaba medio chamuscado. Después de la comida limpiaba nuestros utensilios y se sentaba sobre la alfombra de la carpa junto a nosotros para contarnos las cosas agradables e intrascendentes ocurridas durante la jornada.
—Parece que la esclavitud le sienta bien —le dije a Kazrak.
—No precisamente la esclavitud —contestó y sonrió. Yo no entendí qué quería decirme. Talena enrojeció, bajó la cabeza y pulió con particular empeño mis botas de tharlarión.
11. La ciudad de las tiendas
Durante varios días la caravana atravesó la franja devastada que limitaba el Reino de Ar. Ahora escuchábamos a lo lejos el tronar amortecido del Vosk. Al pasar por encima de una colina, contemplamos a orillas del río, delante de nosotros, una escena increíble. Un campamento compuesto por innumerables carpas coloridas se extendía hasta el horizonte, una ciudad construida rápidamente para uno de los ejércitos más grandes que jamás se había formado sobre las planicies de Gor. Las banderas de cien ciudades ondeaban sobre las carpas, y, a través del murmullo constante del río, se oía el tronar de grandes tambores de tarn, de aquellos tambores cuyas señales guiaban la complicada estrategia bélica de la caballería aérea goreana. Talena corría junto a mi tharlarión y la subí a mi silla para que pudiera ver mejor. Por primera vez desde hacía muchos días observé furia en sus ojos.
—Los buitres llegan y caen sobre los tarnsmanes heridos —exclamó.
No le respondí, pues sabía que en último término yo era el responsable de esa concentración. Había robado la Piedra del Hogar de Ar y provocado de ese modo la caída de Marlenus, por cuya huida, a su vez, se había desencadenado el caos.
Talena se inclinó hacia atrás convulsionada. Estaba llorando.
Si hubiera estado en mi poder modificar el pasado, en ese instante, habría deseado no haber robado nunca la Piedra del Hogar.
Ese día no acampamos a la hora acostumbrada, sino que tratamos de llegar hasta la gran ciudad de carpas antes del anochecer. En esos últimos pasang, los guardias de la caravana, así como yo, nos ganamos la paga, ya que fuimos atacados en varias oportunidades; en la última de ellas por una docena de tarnsmanes, que querían apoderarse de nuestro carromato repleto de armas. Pero fueron repelidos por una descarga de flechas de ballesta y se vieron obligados a emprender la retirada.
Esa noche llevamos la caravana a un lugar cercado, preparado especialmente para Mintar por Pa-Kur, Jefe de los Asesinos. Pa-Kur era el Ubar de esa enorme y desorganizada horda de guerreros. La caravana fue puesta a buen recaudo; en pocas horas debían comenzar los negocios. El campamento esperaba de forma urgente la llegada de la caravana y las mercancías se venderían a buen precio.
Mi plan, según se lo expliqué a Talena, era sencillo. Me proponía adquirir un tarn, si es que podía pagarlo; en caso contrario, trataría de robar el animal. Y entonces huiríamos a Ko-ro-ba. Podría ser una empresa arriesgada, pero era preferible a cruzar el Vosk en un bote y continuar la marcha a pie o montados sobre un tharlarión.
Talena parecía abatida y presentaba un extraño contraste con la vivacidad de los últimos días:
—¿Qué será de mí en Ko-ro-ba? —preguntó.
—No lo sé —dije y sonreí—. Quizá podrías convertirte en una esclava de las tabernas.
Sonrió amargamente:
—No, Tarl de Bristol —dijo—. Presumiblemente seré empalada, porque soy y seguiré siendo la hija de Marlenus.
Me callé, pero estaba decidido a no vivir sin ella. En el caso de que en Ko-ro-ba la esperara semejante destino, yo deseaba morir con ella.
Talena se levantó:
—Esta noche —dijo— beberemos vino.
Era una expresión goreana con la cual se dejaba en manos de los Reyes Sacerdotes los acontecimientos futuros.
—Bebamos vino —dije.
Esa noche llevé a Talena conmigo a la ciudad de las carpas, y a la luz de las antorchas caminamos tomados del brazo a través de las calles animadas. Allí no sólo había guerreros y tarnsmanes, sino también mercaderes y campesinos, mujeres del campamento y esclavos. Fascinada, Talena se aferraba a mi brazo. En una carpa contemplamos a un gigante de piel bronceada, que parecía tragar bolas de fuego; en la próxima, un mercader ofrecía sus telas de seda, y en la tercera, muchachas esclavas se movían y bailaban mientras su dueño proclamaba su precio de alquiler.