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Cerré los ojos. Debí haber imaginado que la orgullosa Talena, hija de un Ubar, aprovecharía la primera ocasión que se te presentara para volver al poder en Ar. Y a mí, su protector, se me descartaba. De acuerdo con las costumbres goreanas cada uno de los hombres me escupió encima. Finalmente Pa-Kur escupió sobre su mano y me la colocó sobre el pecho.

—Te hubiera concedido una muerte digna —dijo con el rostro inmutable—, si no hubiera sido por la hija de Marlenus que se opuso a ello. Lo juro por el casco negro de mi casta.

—Te creo —dije deprimido. Me daba lo mismo vivir o morir.

Lentamente mi armazón fue alejado de la orilla. Fui atrapado por la corriente y el armazón de madera, describiendo lentos círculos, se fue internando cada vez más en el Vosk.

Me esperaba una muerte desagradable; indefenso, encadenado al armazón, sin alimentos ni agua, a pocos centímetros sobre la inquieta superficie del agua, bajo un sol caluroso. En tales condiciones, sólo llegaría al delta del río, si es que llegaba, bajo la forma de un cadáver apergaminado. Pero probablemente los lagartos acuáticos o las grandes tortugas del río acabarían antes conmigo.

Las articulaciones de las manos y de los pies se habían vuelto blancas e insensibles. El brillo opresivo del sol me atormentaba. Mi garganta estaba reseca ¡Y el agua del río se encontraba tan cerca! Los pensamientos atravesaban mi cabeza como agujas ardientes. Talena en su vestido de baile, prisionera en mis brazos, ella que regalaba su amor al frío Pa-Kur por un trono, ella, cuyo odio me destinaba esta muerte terrible y ni siquiera me concedía el fin digno de un guerrero. Quería odiarla, pero no podía. La amaba. Sobre la hierba al borde del bosque pantanoso, en los campos de cereales del Imperio, sobre el gran camino de Ar, en la exótica caravana de Mintar había encontrado a la mujer amada, la flor de una raza bárbara en un mundo lejano, desconocido.

La noche parecía no llegar nunca, pero al fin el sol se ocultó y sentí, aliviado, la oscuridad fresca y ventosa. El agua murmuraba alrededor del armazón de madera; las estrellas brillaban lejanas e indiferentes. En una ocasión me horroricé al observar un cuerpo escamoso junto a mi armazón y temí por mi vida. Pero luego desapareció y volvió a reinar la calma.

Nuevamente el sol apareció en el horizonte y comenzó mi segundo día en el Vosk. Empecé a temer que nunca más podría utilizar mis pies y mis manos, que no soportarían el peso de las cadenas; y de repente me eché a reír de una manera violenta e incontrolada al darme cuenta que ya no importaba, pues nunca más los necesitaría.

Quizá fue esa risa salvaje la que llamó la atención del tarn. Lo vi venir, con el sol a sus espaldas; sus garras afiladas, a semejanza de ganchos, se cerraron alrededor de mi cuerpo y me llevaron a las alturas junto con el armazón de madera. De repente me sentí flotando en el aire, y las cadenas, que no habían sido hechas para semejante peso, se rompieron, el armazón se soltó, y el tarn ascendió hacia el cielo con un grito de triunfo.

Todavía me quedaban unos minutos de vida; la pausa breve de la que también gozan los ratones, mientras el halcón los lleva a su nido. Sobre alguna roca desnuda, bien arriba en las montañas, mi cuerpo sería despedazado. El tarn, un tarn marrón con cresta negra, se dirigía hacia un punto lejano, difuso, que debía de ser una montaña. El Vosk se convirtió en una ancha cinta resplandeciente en el horizonte.

Allí abajo, muy lejos de mí, podía verse que la franja devastada ya mostraba manchas verdes en ciertos lugares, donde la naturaleza volvía a imponerse. Por lo que veía, no nos acercábamos al gran camino que conducía hacia el Vosk. Allí hubiéramos podido ver las hordas guerreras de Pa-Kur, que marchaban en largas hileras hacia Ar, innumerables jinetes montados sobre tharlariones, tropas de tarns, carretas con provisiones y animales de carga. Con sumo cuidado, abría y cerraba las manos y movía los pies tratando de que volviera a circular la sangre. El tarn volaba tranquilamente. Yo estaba agradecido por haberme liberado finalmente del doloroso armazón, y enfrentaba casi con serenidad la muerte rápida que me esperaba.

Pero de repente mi tarn se apresuró y comenzó a revolotear nerviosamente de un lado a otro. Estaba huyendo de algo. Pude darme la vuelta, a pesar de hallarme sujeto por sus garras, y mi corazón dio un vuelco. Los pelos se me erizaron cuando percibí el grito salvaje de ataque de un segundo tarn; se trataba de un animal enorme, tan negro como el casco de Pa-Kur, cuyas alas batían el aire; despiadadamente el atacante se nos iba acercando. Mi ave hizo un movimiento inseguro para eludirlo, y las grandes garras del otro tarn pasaron rozando, sin causarle daño. De inmediato atacó por segunda vez, y mi tarn volvió a hacerse a un lado, pero el agresor había previsto esa maniobra y el resultado fue que ambos chocaron en el aire.

En ese instante terrorífico noté cómo las terribles garras penetraban dentro del pecho de mi animal que, a su vez, abrió las suyas. Comencé a caer. Todavía pude vislumbrar que mi tarn se precipitaba hacia abajo y que el agresor se volvía hacia mí. Mientras caía me di la vuelta, con un grito de terror en la garganta y, horrorizado, vi como me iba acercando al suelo. Pero no era mi destino alcanzarlo, ya que el tarn agresor voló por debajo de mí y me agarró con su pico, de la misma manera que una gaviota podría agarrar un pescado. El pico encorvado se cerró alrededor de mi cuerpo y una vez más me convertí en la presa de un tarn.

Muy pronto el veloz agresor había alcanzado sus montañas, una cadena de peñascos rojizos que se alzaban empinados hacia las alturas. Desde un borde de la roca iluminada por el sol, el tarn me dejó caer en su nido y colocó su garra fortalecida por el acero sobre mi cuerpo, con el fin de que su gran pico pudiera llevar a cabo tranquilamente su tarea. Cuando la punta del pico descendía amenazadoramente logré levantar una pierna y empujar hacia atrás la cabeza del animal con un fuerte puntapié. Al mismo tiempo lancé una violenta maldición.

El sonido de mi voz tuvo un efecto inesperado sobre el animal. En actitud interrogante inclinó la cabeza hacia un costado. Volví a gritarle. Y debí de haber estado medio loco de hambre y de miedo, pues tan sólo entonces me di cuenta de que ese tarn era mí propio tarn. Le di una orden con voz clara y firme y aparté la garra recubierta de acero de mi pecho. El tarn retrocedió: evidentemente no sabía qué hacer. Permanecí en la zona de peligro, le palmeé cariñosamente el pico, como si nos encontráramos en un corral de tarns y deslicé la mano entre las plumas de su nuca, una zona que el tarn no puede asearse cuando trata de encontrar parásitos. De entre sus plumas saqué algunos piojos del tamaño de canicas, se los puse en el pico y se los pasé por la lengua. Repetí varias veces ese gesto y el tarn inclinó la cabeza hacia adelante. Ya no tenía silla ni riendas, que sin lugar a dudas se habían caído. Después de algunos instantes, el tarn extendió las alas satisfecho y levantó el vuelo para continuar la búsqueda de alimentos. Evidentemente yo ya no pertenecía al ámbito de lo que consideraba comestible. Era obvio que esa opinión podía modificarse rápidamente, en particular si el animal no encontraba alimento. Lancé una maldición por haber perdido el aguijón de tarn entre las arenas movedizas del bosque pantanoso. Busqué una bajada en el promontorio rocoso, pero los peñascos, hacia arriba y hacia abajo, eran demasiado escarpados.

De repente vi una gran sombra encima de mí… Mi tarn había regresado. Levanté la vista y pude comprobar, asustado, que se trataba de otro animal, de un tarn salvaje. Aterrizó sobre el peñasco y abrió el pico.

Precipitadamente miré a mi alrededor en busca de un arma y apenas pude dar crédito a mis ojos cuando en el ramaje del nido distinguí los restos de mi silla de montar. Saqué la lanza del ristre de la silla y me di la vuelta. El animal me había dado un instante de ventaja. Cuando pasé al ataque mi arma ancha penetró profundamente en su pecho. Sus patas cedieron y cayó al suelo con las alas desplegadas. Estaba muerto. Retiré el arma y, utilizándola como palanca, hice rodar el cuerpo aún caliente a las profundidades.