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—Por supuesto sabrás que debes morir —agregó Marlenus sin mirarme.

—Eres un guerrero joven, valiente y tonto —dijo y se inclinó hacia adelante. Durante un buen rato me miró a los ojos y luego volvió a acomodarse en su trono—. Hubo una época en la que yo fui igualmente joven y valiente, y quizás igualmente tonto.

Marlenus miró fijamente al vacío por encima de mi cabeza:

—Arriesgué mil veces mi vida y sacrifiqué mi juventud en aras de un imperio unido de Ar, para que en Ar no hubiera más que un idioma, un comercio, un tipo de ley. Para que los caminos y desfiladeros de las montañas fueran seguros, y los campesinos cultivaran sus campos en un clima de paz, y hubiera un solo Consejo que decidiera sobre la política; para que sólo existiera una ciudad suprema, bajo cuya influencia se unieran los cilindros de cien ciudades enemigas. Y tú has destruido todo eso.

Marlenus me miró

—¿Qué puedes saber tú acerca de todo eso, tú, un simple tarnsman? Pero lo puedo saber yo, Marlenus, que era algo más que un simple guerrero. Donde los demás sólo veían las reglas de sus castas, donde los demás no sentían más responsabilidad que la relacionda con su Piedra del Hogar yo me atreví a soñar el sueño de Ar, me atreví a imaginar que podría ponerse fin al absurdo derramamiento de sangre, que se podrían desterrar temores y peligros, campañas de venganza y crueldades que ensombrecen nuestra vida, soñé que de las cenizas de mis conquistas surgiría un mundo nuevo, un mundo de honor y de orden, de poder y justicia.

—De tu justicia —dije.

—Sí, de mi justicia, si quieres llamarla así —dijo Marlenus—. Depositó la Piedra del Hogar en el suelo y desenvainó su espada, que colocó transversalmente sobre sus rodillas. Parecía un terrible dios de la guerra.

—¿No sabes acaso, tarnsman —dijo— que no existe justicia sin espada?—. Sonrió ferozmente. —Esta es una verdad terrible —agregó— ¡Piénsalo bien! Sin esta espada no hay nada, no hay justicia, ni civilización, ni sociedad, ni comunidad, ni paz. Sin la espada no hay nada.

—¿Pero con qué derecho es precisamente la espada de Marlenus la que otorga la justicia a Gor?

—No me entiendes —dijo el Ubar—. También el derecho del que hablas con tanto respeto debe su existencia a la espada.

—Pienso que eso es falso —respondí—. Por lo menos tengo la esperanza de que lo sea.

Marlenus no perdió la calma:

—Frente a la espada nada es falso o verdadero, frente a la espada sólo existe la realidad. No existe justicia mientras la espada no la cree, establezca, garantice, le dé sustancia y significado.

—Pero —objeté— ¿qué ocurre con el sueño de Ar, del que tú hablaste, del sueño que tú considerabas bueno y verdadero?

—¿Qué le pasa?

—¿Es un sueño bueno? —pregunté.

—Sí, es un sueño bueno.

—Y sin embargo, tu espada aún no ha encontrado la fuerza necesaria para convertirlo en realidad.

Marlenus me miró pensativamente y se rió:

—Por los Reyes Sacerdotes —dijo— creo que he perdido esta controversia. Pero si tus palabras son ciertas ¿cómo separamos entonces los sueños buenos de los sueños malos?

Me pareció una pregunta difícil.

—Yo te lo diré —rió Marlenus. Orgullosamente golpeó su espada— ¡Con esto!

Entonces el Ubar se levantó y envainó su espada. Como respondiendo a una señal, algunos de sus tarnsmanes entraron en la cueva y me apresaron.

—¡Empaladlo! —dijo Marlenus.

Los hombres comenzaron a quitarme las cadenas para ser empalado libremente, ofreciendo tal vez un mejor espectáculo que si estuviera encadenado.

—Tu hija Talena vive —le dije a Marlenus. No pareció interesarse mucho por el tema. Sin embargo, si era un ser humano, tenía que preocuparle el destino de su hija.

—Me hubiera aportado mil tarns —dijo Marlenus—. Continuad con la ejecución.

Los guerreros sujetaron mis brazos. Otros dos hombres sacaron la lanza de tharlarión del hoyo y la acercaron. Ahora habrían de introducirla en mi cuerpo, que luego sería levantado junto con ella.

—Al fin y al cabo es tu hija —le dije a Marlenus—. Está viva.

—¿Se te sometió? —preguntó Marlenus.

—Sí —dije.

—Entonces valoró más su vida que mi honor.

De repente desapareció la extraña parálisis que pesaba sobre mí y sentí una furia intensa:

—¡Al diablo con tu honor! —grité.

Sin pensarlo más, me liberé de los dos tarnsmanes como si se tratara de unos niños, me arrojé sobre Marlenus y le propiné un violento puñetazo en la cara. Desconcertado, retrocedió tambaleante. Apenas tuve tiempo para darme la vuelta y eludir la lanza que, sostenida por dos hombres, estaba por atravesarme la espalda. Traté de apoderarme de ella, la giré y la utilicé como una barra sostenida por ambos hombres. Salté por el aire y al hacerlo pateé a mis contrincantes. Los oí gritar doloridos y me encontré en posesión de la lanza. Unos cinco o seis tarnsmanes aparecieron corriendo en dirección a la ancha entrada de la cueva, pero los ataqué de inmediato, sosteniendo la lanza en posición paralela a mi cuerpo, acometí con fuerzas casi sobrenaturales y forcé a los hombres a salir de la caverna. Sus gritos se mezclaron con los bramidos de cólera de los otros tarnsmanes que venían a atacarme.

Uno de los guerreros alzó la ballesta y yo arrojé la lanza. El hombre cayó de espaldas; el asta de la lanza podía verse clavada en su pecho y el pivote de su arma chocó contra el techo, sobre mi cabeza, arrancando chispas. Uno de los hombres yacía a mis pies. Precipitadamente desenvainé su espada. Comencé a defenderme, maté al primer hombre que se me acercó y herí al segundo, pero poco a poco fui empujado al interior de la caverna. No tenía posibilidades de sobrevivir, pero estaba decidido a vender cara mi vida.

Durante la lucha escuché detrás de mí la risa desenfrenada de Marlenus, que se alegraba de que un simple empalamiento hubiera derivado en una de esas luchas que tanto lo regocijaban. En una pausa de la lucha me volví hacia él, con la esperanza de poder cogerlo por sorpresa, pero en el mismo instante mis propias cadenas golpearon mi rostro. Marlenus las había arrojado como un lazo, de modo que se enrollaron alrededor de mi cuello. Traté de tragar y sacudí la cabeza, para evitar que mis ojos se llenaran de sangre, pero de inmediato fui dominado por algunos tarnsmanes.

—Has sabido luchar, joven guerrero —dijo Marlenus apreciativamente—. Realmente no quisiste morir como un esclavo. Se volvió hacia sus hombres:

—¿Qué os parece? —preguntó riendo—. ¿No ha conquistado el derecho de morir la muerte del tarn?

—¡En efecto! —exclamó uno de los tarnsmanes, que se estaba curando una herida en el pecho.

Me arrastraron hacia afuera y encadenaron las articulaciones de mis pies y de mis manos. Los extremos sueltos de las cadenas fueron sujetados con anchas tiras de cuero a dos tarns, uno de los cuales era el mío.

—¡Morirás despedazado! —dijo Marlenus—. No es agradable, pero de todos modos es preferible al empalamiento.

Me ataron firmemente. Un tarnsman montó el primero de los tarns; otro, el segundo.

—Todavía no estoy muerto —dije. Era un comentario algo tonto, pero presentía que mi hora aún no había llegado.

Marlenus permaneció serio:

—Has robado la Piedra del Hogar de Ar. Tuviste suerte.

—Nadie se salva de la muerte del tarn —dijo uno de los hombres.

Los guerreros del Ubar retrocedieron e hicieron sitio para el tarn.

Marlenus volvió a examinar personalmente los nudos y los apretó aún más.

—¿Prefieres que te mate enseguida? —preguntó en voz baja—. La muerte del tarn no es un fin agradable.

Su cuerpo se interponía entre sus hombres y su mano, que colocó sobre mi cuello.

—¿A qué viene esta consideración repentina? —pregunté.

—Se debe a una joven —dijo—. Al amor que siente por ti.