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Entonces noté una circunstancia que me produjo cierta confusión. Pa-Kur había descuidado la protección de su retaguardia y no había construido un tercer foso. Yo veía a proveedores y mercaderes que entraban al campamento y salían de él sin ningún impedimento. Pensé que, seguramente, Pa-Kur no tenía nada que temer y por ello no quería que sus esclavos y prisioneros perdieran el tiempo en un trabajo inútil. A pesar de ello, me pareció que cometía un error, aunque sólo fuera desde el punto de vista de las reglas de la práctica del sitio de una ciudad.

Aterricé con mi tarn a una distancia prudente del campamento, a unos ocho o diez pasang de la ciudad. No me sorprendió el hecho de que nadie me detuviera; la arrogancia de Pa-Kur era tan grande que no había centinelas que controlaran el acceso a la ciudad de las carpas. Entré en el campamento como quien entra a una feria. No tenía planes precisos, pero estaba decidido a encontrar a Talena y huir con ella, o a morir en el intento.

Detuve a una joven esclava que pasaba presurosa y le pregunté por el camino que me conduciría al campamento del comerciante Mintar; estaba segura de que habría acompañado de vuelta a las hordas al núcleo de las tierras de Ar. La muchacha escupió en la mano las monedas que llevaba en la boca y me dio la información requerida.

Me había cubierto con un casco que le había quitado al guerrero en las Voltai, y me acerqué nerviosamente al campamento de Mintar. A la entrada había una enorme jaula de alambre, un corral de tarns. Le arrojé un discotarn de plata al guardián y le ordené que se ocupara de mi ave.

Sigilosamente me deslicé alrededor del campamento que, a la manera de muchos campamentos de mercaderes, se hallaba separado del principal por un cerco de ramas entrelazadas. Sobre las instalaciones se extendía una red de tarn que emitía un resplandor plateado, como si se tratara de una ciudad sitiada. El campamento de Mintar tenía una extensión de varios acres; se trataba del campamento de mercaderes más grande.

Miré con precaución a mi alrededor, trepé el cerco y me deslicé hasta el suelo entre algunos tharlariones. Los pesados animales de tiro apenas levantaron la cabeza, mientras me abría paso entre ellos y me acercaba cautelosamente al interior del corral.

Tuve suerte, ya que nadie me vio cuando salté por encima del cerco; me hallaba sobre un sendero que tenía aspecto de ser muy transitado, entre las carpas que servían de vivienda. Normalmente todo campamento de mercader bien organizado se halla dispuesto en forma geométrica, y noche tras noche las carpas están en la misma posición relativa. Los diferentes grupos forman círculos concéntricos: las carpas de los guardianes, el círculo exterior, seguidas por las viviendas de los artesanos, cocheros, supervisores y esclavos; el centro naturalmente le estaba reservado al comerciante, a sus mercaderías y a su guardia personal.

Teniendo en cuenta todo esto, había elegido el lugar adecuado para saltar el cerco; me proponía llegar hasta la carpa de Kazrak, que se hallaba en el círculo exterior, en las proximidades de los corrales de los tharlariones. Mis reflexiones resultaron acertadas, e instantes después me deslizaba dentro de su carpa. Dejé caer sobre su bolsa de dormir mi anillo con el signo de Cabot.

La hora siguiente, mientras esperaba la llegada de Kazrak, me pareció interminable. Por fin, la figura cansada del guerrero se perfiló mientras se agachaba para entrar en la carpa. Llevaba el casco en la mano. Esperé silenciosamente en la sombra. Dejó caer su casco sobre la bolsa de dormir y comenzó a quitarse la espada. Yo seguía callado, ya que mientras portara un arma no podía descartarse la posibilidad de que me atacara en el primer instante de sorpresa. Vi cómo Kazrak removía el fuego y advertí un cálido sentimiento de amistad que brotaba dentro de mí, al distinguir sus rasgos a la luz de las llamas. Encendió la pequeña lámpara de la carpa y se dio la vuelta; al hacerlo descubrió el anillo.

—¡Por los Reyes Sacerdotes! —exclamó.

Corrí a través de la carpa y le tapé la boca con mi mano. Forcejeamos durante un instante.

—¡Kazrak! —exclamé y aparté la mano. Me abrazó y me apretó fuertemente contra su pecho. Vi lágrimas en sus ojos.

—Te busqué —dijo—. Durante dos días cabalgué a lo largo de las orillas del Vosk. Hubiera cortado tus ataduras.

—Eso está prohibido —dije riendo.

—Y aunque así fuera —respondió—, igualmente lo hubiera hecho.

—Estamos juntos otra vez —dije simplemente.

—Encontré el armazón de madera —siguió Kazrak— a medio pasang de distancia del Vosk. Te di por muerto.

El buen hombre lloraba y tuve ganas de llorar con él. Amistosamente le agarré del hombro y lo sacudí. De su baúl, que se encontraba junto a la bolsa de dormir, saqué una botella de Ka-la-na, tomé un buen trago y le puse la botella en la mano. Bebió el resto y se limpió la barba.

—Estamos juntos otra vez, Tarl de Bristol, mi hermano de espada.

Kazrak y yo nos sentamos y le relaté mis aventuras. Sacudió la cabeza:

—El destino te favorece —dijo—. Los Reyes Sacerdotes te han elegido para llevar a cabo grandes empresas.

—La vida es corta —respondí—. Hablemos de otras cosas.

En ese instante se abrió la entrada de la carpa de Kazrak y yo me oculté entre las sombras.

El hombre que entró era uno de los palafreneros de Mintar: el que conducía los animales que arrastraban la litera del mercader.

—¿Podrían Kazrak y su huésped, Tarl de Bristol, hacer el favor de acompañarme a la carpa de Mintar, de la Casta de los Mercaderes? —preguntó.

Kazrak y yo nos quedamos mudos, pero nos levantamos y seguimos al hombre. Había oscurecido, y como tenía cubierta mi cabeza con el casco, no corría peligro de ser reconocido por un observador casual. Antes de abandonar la carpa coloqué en mi bolso el anillo de metal rojo. Hasta entonces había llevado la alhaja abiertamente, pero en ese momento consideré que convenía ser más prudente.

La carpa de Mintar era redonda y muy grande, un palacio hecho de telas de seda. En la entrada pasamos junto a los guardianes. En el medio del gran espacio interior, dos hombres se hallaban sentados sobre almohadones, delante de una pequeña fogata, con un tablero en medio de los dos. Uno era Mintar, de la Casta de los Mercaderes, cuyo cuerpo descansaba sobre las almohadas como si fuera un saco de harina. El otro, un ser gigantesco, se hallaba envuelto en los harapos de un leproso, pero los llevaba como un rey. Estaba sentado sobre los almohadones con las piernas cruzadas y la cabeza bien erguida, en la posición de un guerrero. Lo reconocí de inmediato. Era Marlenus.

—No interrumpáis el juego —ordenó Marlenus.

Mintar estaba absorto; sus ojos pequeños se dirigían a los cuadrados rojos y amarillos del tablero. También Marlenus volvió a concentrarse en él juego. Los ojos de Mintar relampaguearon brevemente y su gruesa mano se demoró un instante, titubeando sobre una de las piezas del juego, un Tarnsman. Tocó la figura, lo que le comprometía a moverla. A esto siguió un breve cambio de piezas, casi una reacción en cadena, durante la cual ninguno de los dos hombres pareció reflexionar mucho. Un Primer Tarnsman venció a un Primer tarnsman, un Segundo Luchador de Lanza eliminó al Primer Tarnsman, la Ciudad venció al Luchador de Lanza, un Asesino se apoderó de la Ciudad, el Asesino fue víctima del Segundo Tarnsman, éste fue eliminado por un Esclavo con Lanza y este último, a su vez, por otro Esclavo con Lanza.

Mintar se reclinó sobre los almohadones:

—Tomaste la Ciudad —dijo— pero no la Piedra del Hogar —sus ojos centellearon—. La perdí para poder apoderarme del Esclavo con Lanza. Terminemos el juego. El Esclavo con Lanza me otorga el punto necesario, un punto pequeño, pero decisivo.