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Marlenus sonrió ferozmente. Con un gesto imperioso envió a su Ubar al claro que se había formado por la última jugada de Mintar; el Ubar protegía ahora la Piedra del Hogar.

Mintar se inclinó irónicamente:

—Una debilidad de mi juego —dijo—. Siempre presto demasiada atención a la ganancia, no importa cuán pequeña sea.

Marlenus nos miró a Kazrak y a mí:

—Mintar —dijo— me enseña a tener paciencia. Es por lo general un experto en cuanto a la defensa.

—Y Marlenus en cuanto al ataque —respondió Mintar sonriendo.

—Un juego absorbente —dijo Marlenus y señaló el tablero. Yo utilicé al Asesino para tomar la Ciudad, luego el Asesino fue eliminado por un Tarnsman… una combinación poco ortodoxa, pero interesante…

—Y el Tarnsman a su vez es eliminado por un Esclavo con Lanza —comenté.

—En efecto —dijo Marlenus sacudiendo la cabeza—, y de este modo soy yo quien vence.

—Y Pa-Kur —dije— es el Asesino.

—Sí —prosiguió Marlenus— y Ar la Ciudad.

—¿Y yo soy el Tarnsman? —pregunté.

—Sí —dijo Marlenus.

—¿Y quién es el Esclavo con Lanza?

—¿Acaso importa? —preguntó Marlenus—. Tomó a varios Esclavos con Lanza y los dejó caer uno tras otro sobre el tablero. Cualquiera de ellos sirve.

—Cuando los Asesinos tomen la Ciudad —dije— , el dominio de los Iniciados habrá llegado a su fin y la horda se dispersará con el botín y dejará en la ciudad una guarnición para ocuparla.

Mintar se movió con cierta inquietud sobre su cojín:

—El joven tarnsman juega bien —dijo.

—Y —proseguí— cuando caiga Pa-Kur las tropas de ocupación se pelearán entre sí y puede producirse una revolución…

—Bajo la conducción de un Ubar —dijo Marlenus asintiendo, y examinó la pieza que tenía en su mano: era un Ubar. La dejó caer sobre el tablero, dispersando de este modo las demás piezas— ¡Bajo la conducción de un Ubar! —repitió.

—¿Estás dispuesto a entregar la ciudad a Pa-Kur? —pregunté— ¿Permitirás que sus hordas se apoderen de los cilindros, saqueen y destruyan la ciudad, maten o esclavicen a sus habitantes?

Los ojos de Marlenus centellearon. —No —dijo—. Pero Ar caerá. Los Iniciados sólo saben murmurar plegarias y organizar los detalles de sus inútiles ceremonias de sacrificio. Ambicionan el poder político, pero no entienden nada al respecto, no lo saben manejar. No soportarán durante largo tiempo un sitio bien organizado. No pueden defender la ciudad.

—¿Pero no podrías entrar tú en la ciudad y tomar el poder? Podrías devolver la Piedra del Hogar y reunir un séquito a tu alrededor.

—Sí —dijo Marlenus—. Podría devolverle la Piedra del Hogar a la ciudad y pronto contaría nuevamente con partidarios. Pero no serían suficientes. ¿Cuántos seguirían el estandarte de un proscrito? No, primero el poder de los Iniciados debe ser destruido.

—¿Cuentas con un acceso a la ciudad? —pregunté.

Marlenus me miró y me guiñó el ojo:

—Quizá —contestó.

—Entonces te propongo lo siguiente: trata de apoderarte de las Piedras del Hogar de las ciudades dominadas por Ar, que se encuentran en la torre central. Cuando estén en tu poder puedes sembrar la discordia entre las hordas de Pa-Kur, devolviendo las piedras a las delegaciones de las diferentes ciudades, bajo la condición de que se retiren inmediatamente. Si se niegan a hacerlo puedes destruir las Piedras.

—Los soldados de las doce ciudades sometidas —repuso— buscan el botín y a las mujeres de Ar y no sólo sus Piedras.

—Quizás algunos de ellos luchen por su libertad, por el derecho de conservar su Piedra del Hogar —dije—. Seguramente las hordas de Pa-Kur no están compuestas sólo de aventureros y mercenarios.

Advertí el interés del Ubar y proseguí:

—Además, pocos soldados goreanos, a pesar de su posible salvajismo, arriesgarían la destrucción de su Piedra del Hogar, que a fin de cuentas es el símbolo de su patria.

Marlenus frunció el ceño:

—Pero si se pone fin al sitio, el poder seguiría en manos de los Iniciados.

—Y Marlenus no podría reconquistar el trono de Ar —dije—. Pero por lo menos se salvaría la ciudad. ¿Qué es lo que tú más quieres Ubar, tu ciudad o tu título? ¿Te preocupa el bienestar de Ar o sólo tu gloria?

Marlenus se levantó de un salto, se despojó de sus harapos amarillos y desenvainó su espada reluciente:

—¡Un Ubar responde con la espada semejante pregunta!

Yo también había desenvainado mi espada. Durante un largo, terrible instante nos mirarnos fijamente, luego Marlenus retrocedió un paso, lanzó una gran carcajada sonora y envainó la espada:

—Tu plan es bueno —dijo—. Esta noche entraré en la ciudad con mis hombres.

—Y yo os acompañaré —agregué.

—No —replicó Marlenus—. Los hombres de Ar no necesitan la ayuda de un guerrero de Ko-ro-ba.

—Quizás el joven tarnsman podría ocuparse de Talena, la hija de Marlenus —dijo Mintar en voz baja.

—¿Dónde está? —pregunté.

—No lo sabemos con exactitud —respondió Mintar—. Pero se supone que se halla en las carpas de Pa-Kur.

Kazrak habló por primera vez:

—El día que caiga Ar, se casará con Pa-Kur y reinará a su lado. Él abriga la esperanza de que esto inducirá a los sobrevivientes de Ar a reconocerlo como Ubar legítimo. Se proclamará libertador de la ciudad, el hombre que puso fin al despotismo de los Iniciados, y restablecerá el esplendor del imperio.

Mintar movía pensativamente de un lado a otro las figuras sobre el tablero:

—Tal como la situación se presenta actualmente —dijo— la joven carece de importancia, pero sólo los Reyes Sacerdotes pueden prever todas las variaciones posibles. Podría resultar ventajoso eliminar a la muchacha del juego.

Marlenus miraba fijamente el suelo con los puños cerrados:

—Sí —dijo—, tiene que desaparecer, pero no sólo por motivos estratégicos: me ha deshonrado. —Me miró con el ceño fruncido—. Estuvo a solas con un guerrero, se le sometió y ahora le ha prometido a un Asesino que reinaría a su lado.

—Ella no te deshonró —afirmé.

—Se sometió —gruñó Marlenus.

—Sólo para salvar la vida —respondí.

—Y por lo que se dice —dijo Mintar sin levantar la vista —aceptó a Pa-Kur sólo para ofrecerle una oportunidad de supervivencia a cierto tarnsman que ama.

—Como novia habría aportado mil tarns —dijo Marlenus amargamente—. Ahora vale menos que una esclava educada.

—¡Es tu hija! —repuse acaloradamente.

—Si ahora estuviera aquí —dijo Marlenus—, la estrangularía.

—Y yo te mataría —exclamé.

—Bueno —dijo Marlenus sonriendo—, quizá sólo la azotaría y se la entregaría a mis tarnsmanes.

—Y yo te mataría —repetí.

—En verdad —dijo Marlenus—, uno de los dos mataría al otro.

—¿Acaso no la quieres? —pregunté.

Marlenus me miró confundido:

—Soy un Ubar —repuso—. Recogió el manto amarillo, se lo echó encima y ocultó su rostro tras la capucha amarilla de leproso. Antes de irse, me golpeó amistosamente el pecho con su bastón nudoso —Que los Reyes Sacerdotes te acompañen —dijo riéndose.

Marlenus se encorvó y abandonó la carpa, simulando ser un leproso desesperado que con el bastón iba buscando el camino.

Mintar levantó la vista:

—Hasta ahora eres el único hombre que se ha salvado de la muerte de tarn —dijo, y en su voz había algo de veneración—. Quizá sea cierto lo que se cuenta acerca de ti: que eres uno de esos guerreros que se traen a Gor sólo una vez cada mil años para modificar el mundo, y son los Reyes Sacerdotes quienes los traen.

—¿Cómo sabías que vendría a tu campamento? —le pregunté.

—Por la muchacha —respondió Mintar. Era una suposición lógica que en primer lugar visitarías en su carpa a Kazrak, tu hermano de espada.