—Pero las ciudades nunca se unirán.
—No lo han hecho hasta ahora —dije—, pero espero que sean lo suficientemente razonables como para reconocer el momento oportuno. Toma este anillo —proseguí, y le di el aro rojo de metal con el sello de Cabot—. Muéstraselo a los administradores de Ko-ro-ba, Thentis y otras ciudades. Diles que deben levantar el sitio, y que este pedido procede de Tarl Cabot, guerrero de Ko-ro-ba.
—Probablemente me empalarán —dijo Kazrak y se levantó—. Pero iré a pesar de todo.
Apesadumbrado, vi cómo Kazrak se pasó por encima del hombro el cinto de su espada y tomó el casco:
—Adiós, hermano de espada —dijo, se dio la vuelta y abandonó la carpa.
Pocos minutos después, yo también recogí mis cosas, me puse el casco negro de los Asesinos y me dirigí hacia el campamento de Pa-Kur. Estaba compuesto de algunas docenas de carpas de seda negra, situadas sobre una pequeña elevación detrás del segundo foso.
Ya me había acercado centenares de veces a ese grupo de carpas, pero ahora quería algo más. Mi corazón comenzó a palpitar; al fin iba a actuar. Hubiera sido suicida penetrar a la fuerza en el campamento, pero como Pa-Kur por el momento se encontraba en las afueras, cerca de la ciudad, quizá podría hacerme pasar por su mensajero.
Sin titubear me presenté ante los guardias.
—Un mensaje de Pa-Kur —dije— para ser entregado a Talena, su futura Ubara.
—Yo se lo llevaré —respondió uno de los guardianes con desconfianza.
—El mensaje es para la futura Ubara —dije enojado— ¿Le impides el acceso a un mensajero de Pa-Kur?
—No te conozco —gruñó.
—¡Dime tu nombre! —le exigí.
Siguió un silencio angustiante; luego el guardián me dejó pasar. Atravesé el portón y miré a mi alrededor. De inmediato llegué a un segundo portón y fui nuevamente interrogado; un esclavo de la torre me acompañó a través de las carpas, seguido por dos guardias.
Nos detuvimos delante de una carpa resplandeciente de seda amarilla y roja. Me di la vuelta:
—Esperad aquí —dije—. Mi mensaje está destinado a la futura Ubara y sólo a ella. —El corazón me latía violentamente. Me sorprendió que mi voz no delatara tal emoción.
Entré en la carpa. En el gran espacio interior se encontraba una jaula. Era un cubo de unos tres metros. Las pesadas barras de metal estaban cubiertas de plata y adornadas con piedras preciosas. Una joven estaba sentada sobre un trono, llevaba los pesados ornamentos de una Ubara.
Una voz interior me previno. No sé por qué tenía la sensación de que algo extraño ocurría. Reprimí el impulso de llamarla por su nombre, de correr hasta la jaula, de tocarla y abrazarla. Tenía que ser Talena, mi amada, a quien pertenecía mi vida. Y sin embargo me acerqué lentamente, casi sigilosamente. La figura, de algún modo, me resultaba extraña. ¿Acaso estaría herida o aletargada? ¿Acaso no me reconocía? Me coloqué delante de la jaula y me quité el casco. No dio señales de reconocerme.
Mi voz sonaba apagada:
—Soy un mensajero de Pa-Kur —dije—. Te manda decir que la ciudad caerá con brevedad y que entonces reinarás a su lado sobre el trono de Ar.
—Pa-Kur es bondadoso —dijo la muchacha.
Me sentí aturdido, prácticamente aplastado en el momento por la astucia de Pa-Kur. Podía estar agradecido por no haber desoído los consejos de Kazrak. Sí, hubiera sido un error querer liberar a Talena por la fuerza. La voz de esa joven no era la voz de mi querida Talena. La muchacha que estaba en la jaula era una desconocida.
17. Cadenas de oro
Pa-Kur había sido más listo que yo. Deprimido, abandoné el campamento del Asesino y regresé a la carpa de Kazrak. Los días siguientes traté de hacer averiguaciones; pregunté a esclavos, desafié a espadachines e incurrí en diversas situaciones peligrosas para obtener la información deseada. Pero en los casos en que, por medio de la espada o el pago de discotarns de oro, obtuve alguna respuesta, ésta era siempre la misma, que Talena vivía en la carpa amarilla y roja. Probablemente sólo Pa-Kur sabía dónde se encontraba realmente la joven.
En mi desesperación me di cuenta de que con mis apresuradas averiguaciones sólo había logrado un objetivo. Pa-Kur tenía que saber ahora que alguien se interesaba desesperadamente por conocer el paradero de la joven, por lo cual el Asesino extremaría las medidas de seguridad. Durante esos días yo llevaba las simples vestimentas de un tarnsman; a pesar de ello en más de una ocasión eludí a duras penas patrullas enviadas por Pa-Kur; por lo general eran conducidas por hombres a quienes yo había interrogado.
En la carpa de Kazrak hice un triste balance. Tenía que admitir que el Tarnsman de Marlenus había sido neutralizado y ya no intervenía en el juego. Reflexioné acerca de la posibilidad de matar a Pa-Kur, pero eso probablemente no me hubiera acercado a la meta anhelada.
Fueron días terribles. No recibía ninguna noticia de Kazrak y las informaciones procedentes de la ciudad sobre la situación de Marlenus comenzaron a ser contradictorias. De ello podría deducirse que él y sus hombres habían sido vencidos y que la torre central se hallaba nuevamente en poder de los Iniciados. Y si aún no había sido derrotado, eso ocurriría en cualquier momento.
El sitio duraba ya más de cincuenta días y el primer muro había caído en poder de las fuerzas de Pa-Kur. Era metódicamente desmantelado en siete lugares diferentes para brindar acceso a las torres sitiadoras que se aprestaban a atacar el segundo muro. Adicionalmente se construían centenares de livianos «puentes voladores»; en el momento del asalto a la ciudad éstos se tenderían entre el primero y segundo muro y así los guerreros de Pa-Kur podrían pasar del uno al otro. Corrían rumores de que docenas de túneles llegaban ya mucho más allá del segundo muro y podían ser abiertos en cualquier momento en diferentes lugares de la ciudad. Ar tuvo la desgracia de que, precisamente en esos tiempos difíciles, se encontraba dominada por la más débil de todas las castas, la Casta de los Iniciados, expertos únicamente en mitología y superstición. Por relatos de desertores se sabía que detrás de los muros reinaba el hambre y que el agua escaseaba. Algunos defensores de la ciudad abrían las arterias de los tarns y bebían su sangre. En nuestro campamento se calculaba que la ciudad caería en días, en horas. Pero Ar no se rendía.
Creo, en realidad, que los valientes guerreros de Ar hubieran defendido su ciudad hasta la última gota de sangre, pero ese no era el designio de los Iniciados. Sorprendentemente, el Iniciado Supremo de la ciudad apareció sobre los muros. Alzó un escudo y luego lo colocó delante de sus pies, junto con su lanza. Tal gesto, de acuerdo con las convenciones goreanas, es el pedido de una conferencia, de un armisticio, de una suspensión temporal de la lucha. En el caso de una capitulación, se rompen la correa del escudo y el asta de la lanza, como señal de que el vencido se encuentra sin armas a merced del vencedor.
Poco después Pa-Kur apareció sobre el primer muro frente al Iniciado Supremo y realizó los mismos gestos. Esa noche se intercambiaron mensajeros, y las condiciones de capitulación quedaron fijadas en notas y conferencias. Al amanecer, en el campamento, se conocían las principales condiciones. Ar había caído.
En las negociaciones, a los Iniciados les interesó principalmente garantizar su propia seguridad e impedir, en lo posible, la devastación de la ciudad. En consecuencia la primera condición fue que Pa-Kur les concediera una amnistía general. Pa-Kur, de buena gana, aceptó esa condición; una matanza indiscriminada de los Iniciados hubiera sido un mal augurio para sus tropas, y además ellos podrían prestarle valiosos servicios en el control de la población. Adicionalmente, los Iniciados exigían que la ciudad sólo fuera ocupada por diez mil soldados armados; los guerreros restantes sólo habrían de pasar desarmados las puertas de la ciudad. Seguía una cantidad de concesiones y condiciones complicadas de menor importancia, que en su mayor parte se relacionaban con el aprovisionamiento de la ciudad y la protección de sus mercaderes y campesinos.