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Pa-Kur, por su parte, impuso las severas exigencias que en general son propias de un conquistador goreano. La población debía ser completamente desarmada. Los oficiales de la Casta de los Guerreros y sus familias, empalados; del resto de la población, sería ejecutado un hombre de cada diez. Las mil mujeres más hermosas de la ciudad serían puestas a disposición de Pa-Kur como esclavas de placer, para su distribución entre los oficiales de más rango. En cuanto a las restantes mujeres libres, un treinta por ciento, entre las más sanas y atractivas, serían repartidas entre los soldados; el beneficio económico que eso reportaría le correspondería a Pa-Kur. Siete mil hombres jóvenes se incorporarían a las filas de sus esclavos sitiadores. Los niños menores de doce años serían repartidos al azar entre las demás Ciudades Libres de Gor. Y en cuanto a los esclavos de Ar, pasarían a poder de quienes les cambiaran el collar.

Al amanecer, una imponente procesión abandonó el campamento de Pa-Kur y cuando llegó al puente principal, sobre el primer foso, comenzaron a abrirse las grandes puertas de la ciudad. Probablemente yo fuera el único en la inmensa multitud de espectadores que sentía ganas de llorar, quizá con la excepción de Mintar. Pa-Kur cabalgaba al frente de los diez mil hombres de las tropas de ocupación. Su cabalgadura era un tharlarión negro, un animal poco común, adornado de joyas. Con sorpresa advertí que la enorme procesión se detenía y ocho miembros de la Casta de los Asesinos acercaron una litera.

Entonces presté la máxima atención. La litera fue depositada junto al tharlarión de Pa-Kur. De ella descendió una joven. No tenía velo, y mi corazón dio un vuelco. ¡Era Talena! Pero no llevaba las vestiduras de una Ubara. Iba descalza y la cubría un largo manto blanco. Con sorpresa advertí que sus muñecas estaban sujetas por esposas doradas; de ellas pendía una cadena de oro que Pa-Kur sujeto a la silla de su tharlarión. Al sordo ritmo de los tambores de tarn la procesión volvió a ponerse en movimiento, y Talena avanzó con dignidad junto al tharlarión de su vencedor.

No logré disimular totalmente mi espanto cuando un jinete montado sobre un tharlarión comentó en tono divertido:

—Una de las condiciones de la capitulación: Talena, la hija de Marlenus, será empalada.

—¿Pero por qué? —pregunté—. ¿Acaso no iba a ser la esposa de Pa-Kur, la Ubara de Ar?

—Cuando huyó Marlenus —contestó el jinete— los Iniciados decidieron que todos los miembros de su familia fueran empalados—. Sonrió agriamente:

—Ahora, para no caer en descrédito ante los ciudadanos de Ar, han exigido que Pa-Kur respete esa decisión.

—¿Y Pa-Kur ha accedido?

—Por supuesto, él acepta cualquier llave que le abra las puertas de la ciudad.

Me sentí mareado y salí, tambaleándome, a través de las filas de soldados que observaban la procesión. Corrí por las calles abandonadas del campamento y busqué a ciegas el camino hasta la carpa de Kazrak. Me arrojé sobre la bolsa de dormir y me puse a llorar.

Luego mis manos se aferraron a la tela y sacudí violentamente la cabeza, tratando de librarme del cúmulo de sentimientos incontrolados. La emoción de volver a ver a Talena y enterarme del destino que le esperaba había sido demasiado para mí. Tenía que hacer un esfuerzo para controlarme.

Finalmente me levanté con lentitud y me puse el casco negro y el uniforme de la Casta de los Asesinos. Aflojé la espada en la vaina, coloqué el escudo sobre mi brazo izquierdo y torné mi lanza. Apresuradamente me dirigí hacia el gran corral de tarns a la entrada del campamento.

Me trajeron mi tarn. Tenía un resplandor saludable y parecía lleno de energía. Los días de descanso le habían sentado bien; por otra parte seguramente extrañaba la inmensidad de las alturas.

Le arrojé al cuidador un discotarn de oro. Había hecho un buen trabajo. Desconcertado, me mostró la moneda. Un discotarn de oro equivale a una pequeña fortuna. Me instalé sobre la silla y me sujeté con firmeza. Le dije al cuidador que se guardara el dinero, un gesto que le alegró. Además, no esperaba vivir para gastarlo yo personalmente.

—Quizá me traiga suerte —dije. Luego tiré de la primera rienda y dejé que el enorme animal alzara el vuelo.

18. En el cilindro central

Cuando el tarn alcanzó cierta altura, vi el gran campamento, los fosos, los dobles muros de Ar y la imponente procesión de Pa-Kur; el sol matinal brillaba sobre las armas de los soldados. Pensé en Marlenus, quien, si es que todavía vivía, podía contemplar ese espectáculo desde su torre. Deseaba que no supiera qué destino aguardaba a su hija. Yo haría lo posible para salvarla. ¡Qué habría dado en ese momento por tener a mi lado a Marlenus y a sus tropas, no importa cuán reducidas fueran!

Como si repentinamente las piezas de un rompecabezas encajaran, empecé a ver claro. Marlenus, por algún camino, había entrado en la ciudad. Durante días había meditado acerca de esto, y ahora la solución parecía estar a la vista. ¡Los harapos de los leprosos! ¡Las cuevas de Dar-Kosis detrás de la ciudad! Una de esas cuevas debía de ser una pista falsa, debía de ocultar un acceso subterráneo a la ciudad. Probablemente, hacía años, el astuto Ubar se había preparado esa posibilidad de fuga. Tenía que encontrar la cueva y el túnel y, de alguna manera, unirme a Marlenus.

Pero antes tenía que resolver otro asunto. Dejé que mi animal volara en línea recta hacia los muros de la ciudad. Apenas un minuto más tarde me encontraba, montado sobre mi tarn, encima del muro interior en la proximidad de la gran puerta. Los soldados se dispersaron frenéticamente cuando aterricé con mi tarn. Nadie se atrevió a atacarme. Yo llevaba el uniforme de un guerrero de la Casta de los Asesinos y, en el lado izquierdo de mi casco, resplandecía la franja dorada de mensajero.

Sin descender, pedí hablar con el oficial al mando. Un hombre canoso se acercó cabizbajo; no le alegraba ser llamado por un enemigo de la ciudad.

—¡Pa-Kur se acerca a la ciudad! —exclamé. Ar le pertenece.

Los hombres callaron.

—Le dais la bienvenida —dije despectivamente— abriéndole la gran puerta, pero no habéis retirado las redes de tarn. Bajadlas de inmediato para que sus tarnsmanes puedan entrar sin tropiezos en la ciudad.

—Eso no figuraba entre las condiciones de capitulación —dijo el oficial.

—Ar ha caído —dije—. Obedece la palabra de Pa-Kur.

—Bien —dijo el oficial, y se volvió hacia un subordinado—. Baja la red.

La orden recorrió el muro de boca en boca, de torre en torre. Poco después se ponían en movimiento los grandes cabrestantes, y metro tras metro fue descendiendo la espantosa red. En cuanto cayó al suelo, fue desmontada y enrollada. Por supuesto que a mí no me interesaba facilitarles el acceso a los tarnsmanes de Pa-Kur, que por lo que yo sabía ni siquiera se contaban entre las tropas de ocupación, sino que quería que el cielo sobre la ciudad estuviera libre para que yo y otros tuviéramos posibilidad de huir.

Seguí hablando con tono arrogante:

—Pa-Kur desearía saber si el ex Ubar Marlenus vive aún.

—Sí —dijo el oficial—, en el cilindro central.

—¿Está preso?

—Como si lo estuviera.

—Procurad que no huya.

—No huirá —dijo el hombre—. Cincuenta guardias se ocupan de ello.

—¿Y qué pasará ahora con el techo del cilindro? —pregunté—. Las redes de tarn han sido bajadas.

—No creo que Marlenus pueda volar —respondió el oficial.

—¿Adónde llevará Pa-Kur a la hija del ex Ubar, dónde será ejecutada?

El oficial señaló un cilindro lejano:

—En el Cilindro de la Justicia. La ejecución se realizará lo antes posible.