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Entonces uno de los guardias descubrió la misteriosa abertura que de repente había aparecido en la pared y dio la señal de alarma. Uno de los tarns famélicos se arrojó sobre él, y el hombre gritó aterrorizado. Un segundo tarn llegó hasta la puerta y trató de quitarle su presa al primero. Otros hombres llegaron corriendo y de inmediato los tarns, casi enloquecidos por el hambre, se precipitaron hacia el cilindro. Desde la gran sala llegaron hasta mí terribles ruidos de luchas, gritos de hombres y tarns, silbidos de flechas, golpes violentos de alas y garras.

Después de algunos minutos conduje a mi tarn por la escalera y a través de la abertura. La gran sala, en la planta baja del cilindro, presentaba un aspecto espantoso. Quince tarns se encontraban posados sobre los restos de unos doce guardias. Varias aves estaban muertas; otras, alcanzadas por flechas, se movían convulsivamente en el suelo. No se veía un solo guardia vivo. Los supervivientes seguramente habían huido, quizá por la ancha escalera que, por la parte interior del cilindro, conducía hacia arriba.

Dejé mi tarn y subí los escalones con la espada desenvainada. Al acercarme a la parte del edificio reservada para uso particular del Ubar, distinguí a unos veinte guardias delante de una barricada compuesta de basuras y alambre de tarn. Algunos soldados habían luchado abajo contra los tarns; estaban bañados en sudor; sus ropas, destrozadas; sus armas, manchadas de sangre. Me veían como al responsable del peligroso ataque. Sin preguntarme acerca de mi identidad y sin ningún tipo de protocolo se abalanzaron sobre mí.

—¡Muere, Asesino! —gritó uno de los hombres, y me atacó con su espada.

Logré eludirlo y hundir mi espada en su pecho. Los otros hombres se me habían acercado. No recuerdo claramente los siguientes minutos; los recuerdo como fragmentos de sueño inconexos, absurdos. Los hombres me atacaron; mi espada, como guiada por el brazo de un dios, hacía frente a sus aceros, se abría camino hacia arriba. Uno, dos, tres contrincantes cayeron al suelo, y luego otro y otro. Yo atacaba, paraba los golpes, y volvía a atacar, mi espada relucía y bebía sangre nueva. Me parecía como si yo me hallara junto a mí mismo y me observara, Tarl Cabot, un simple guerrero, un solo hombre. En ese violento delirio de la lucha me parecía también que yo era muchos hombres a la vez, un ejército, que nadie podía hacerme frente, como si no me combatieran a mí, sino a algo intangible y a la vez irresistible, algo que tampoco yo podía percibir claramente, un alud, una tormenta, una fuerza de la naturaleza, el destino de su mundo, algo a lo que no lograba dar un nombre, pero que en aquellos instantes no se podía negar ni controlar.

De pronto me encontré solo en la escalera, rodeado de muertos. Tomé conciencia de que sangraba por varias heridas poco profundas.

Lentamente subí la escalera hasta alcanzar la barricada. Grité en voz alta:

—¡Marlenus, Ubar de Ar!

Con alegría escuché la voz del Ubar.

—¿Quién quiere hablar conmigo?

—¡Tarl de Bristol! —exclamé.

Silencio.

Limpié mi espada, la envainé y trepé por encima de la barricada. Lentamente descendí del otro lado y subí los escalones con las manos vacías; pasé la curva de la escalera y varios metros encima de mí apareció una puerta ancha, obstruida por muebles. Detrás de ese baluarte protector apareció el rostro macilento y la mirada siempre fogosa del Ubar Marlenus. Me quité el casco y lo coloqué sobre la escalera. Enseguida Marlenus se abalanzó a través de los obstáculos, como si no fueran otra cosa que leña menuda.

Nos abrazamos en silencio.

19. El duelo

Acompañado de Marlenus y de sus hombres bajé apresuradamente a la sala principal del edificio. Las grandes aves, que habían saciado su hambre, se mostraban nuevamente accesibles a las órdenes de los hombres, y Marlenus y sus guerreros pronto lograron hacerse respetar con sus aguijones de tarn. A pesar de la urgencia de nuestra misión, el Ubar se tomó el tiempo necesario para levantar una baldosa y mover la manivela que se encontraba debajo. La puerta secreta, a través de la cual habíamos llegado, se cerró y guardó el secreto del túnel.

Llevamos a nuestros tarns a una de las grandes ventanas circulares del cilindro. Monté mi tarn y dejé que alzara el vuelo. Marlenus y sus hombres me imitaron. Un minuto más tarde habíamos alcanzado el techo del cilindro central y Ar se hallaba a nuestros pies.

Marlenus estaba informado, en términos generales, de la situación política. Lanzó una maldición cuando le informé acerca del destino que le aguardaba a su hija, pero no parecía dispuesto a acompañarme en el ataque al Cilindro de la Justicia.

—¡Mira! —exclamó Marlenus—. Las tropas de ocupación de Pa-Kur ya están en la ciudad. Los hombres de Ar entregan sus armas.

—¿No piensas salvar a tu hija? —pregunté.

—Toma todos los hombres que quieras —dijo— pero yo tengo que luchar por mi ciudad: mientras yo viva Ar no ha de caer.

Se acomodó el casco sobre la cabeza y se aprestó para la lucha. Momentos después su tarn salía volando.

Lo llamé, pero su decisión ya estaba tomada. Iba descendiendo hacia las calles de la ciudad para volver a movilizar a los ciudadanos de Ar, para exhortarlos a que se liberaran del yugo traicionero de los Iniciados. Uno por uno lo seguían sus hombres, un tarnsman detrás de otro, todos dispuestos a morir con su Ubar. Y también yo habría volado con él, si un compromiso más elevado no hubiera requerido mi intervención.

Me aprestaba para la lucha. Sin grandes esperanzas conduje a mi tarn hacia el Cilindro de la Justicia. Mientras volaba observé, aterrado, cómo las hordas de Pa-Kur se apretujaban sobre los puentes del primer foso. La luz del sol brillaba sobre sus armas. Por lo que yo veía, no parecía que los vencedores fueran a respetar las condiciones de la capitulación. Esa noche Ar estaría en llamas; los cofres, vaciados; los hombres, apuñalados; las mujeres, en poder de soldados ávidos de placer.

El Cilindro de la Justicia era de mármol blanco. Su techo, sobre el que se encontraban unas doscientas personas, tenía un diámetro de aproximadamente cien metros. Distinguí las vestiduras blancas de los Iniciados y los uniformes de diversos colores de los soldados de Ar, y, como manchas negras en esa concentración, la ropa oscura de la Casta de los Asesinos. La punta de lanza, generalmente visible en lo alto del cilindro, había sido bajada. Cuando volviera a subir, sostendría el cuerpo de Talena.

Aterricé con mi tarn en el centro del techo. Gritando y lanzando violentas maldiciones, los hombres corrieron a refugiarse en un lugar seguro. En realidad, yo esperaba que me atacaran de inmediato, pero luego caí en la cuenta de que seguía llevando las ropas de mensajero.

Talena yacía en el suelo, con los pies y las manos encadenados. La punta de la lanza de ejecución se encontraba junto a ella. Cuando aterricé, también habían huido sus dos verdugos. La joven se encontraba casi al alcance de las alas del tarn, tan cerca y sin embargo tan alejada de mí.

—¿Qué ocurre aquí? —exclamó una voz acostumbrada a mandar. Pa-Kur se dio la vuelta.

Lo miré y sentí dentro de mí una furia inmensa, como de lava que pugna por salir:

—¡Hombres de Ar! —exclamé—. ¡Tened cuidado!

Con un gesto amplio señalé las multitudes armadas que avanzaban a través del campo, delante de los muros de la ciudad. Se oyeron gritos enfurecidos.

—¿Quién eres tú? —exclamó Pa-Kur, y desenvainó su espada.

Me quité el casco:

—Soy Tarl de Bristol —contesté.

El grito de sorpresa y de alegría que lanzó Talena me tranquilizó indescriptiblemente.

—¡Empaladla! —gritó Pa-Kur.

En el momento en que avanzaban los dos robustos verdugos tomé mi lanza y la arrojé con una fuerza que a mí mismo me pareció increíble. La lanza cruzó el aire como un rayo, se incrustó en el pecho de uno de los verdugos, traspasó su cuerpo y se clavó en el corazón del otro.