Un silencio aterrorizado se apoderó de todos.
Desde abajo sonaban gritos débiles. Comenzó a olerse a quemado. Se oía estrépito de armas.
—¡Hombres de Ar! —exclamé— ¡Escuchad! ¡Marlenus, vuestro Ubar, está preparado para la lucha por la libertad de Ar!
Los hombres de la ciudad se miraron entre sí.
—¿Queréis entregar vuestra ciudad? ¿Dejar a merced de los Asesinos vuestra vida y vuestras mujeres? —pregunté.
—¡Mueran los Iniciados! —exclamó un hombre y desenvainó su espada.
—¡Mueran los Asesinos! —dijo otro.
Los Iniciados retrocedieron aterrorizados. Como por arte de magia los hombres de la ciudad se iban separando de los otros guerreros. Desenvainaron sus espadas; pronto comenzó la lucha.
—¡Alto! —tronó una voz solemne y sonora. Todos se dieron la vuelta. El Iniciado Supremo de Ar avanzó majestuosamente entre los demás hombres. Era un hombre de rostro demacrado, increíblemente alto, de mejillas hundidas y bien afeitadas y ardientes ojos proféticos. —¿Quién pone en duda aquí la voluntad de los Reyes Sacerdotes? —preguntó.
Nadie respondió. Los hombres retrocedieron asustados, también Pa-Kur parecía intimidado. El poder espiritual de ese hombre flotaba en el aire en forma casi visible.
—Si es la voluntad de los Reyes Sacerdotes —dije— provocar la muerte de una joven inocente, entonces yo me opongo a esa voluntad.
Tales palabras aún no habían sido nunca pronunciadas en Gor.
Sobre el cilindro reinaba un silencio absoluto. El Iniciado Supremo se volvió hacia mí y alzó un largo dedo esquelético.
—¡Muere por la muerte llameante! —dijo.
Mi padre y Tarl el Viejo me habían hablado de esa muerte, del destino legendario que aguardaba a todos los que se oponen a la voluntad de los Reyes Sacerdotes. Yo sabía muy poco acerca de los misteriosos Reyes Sacerdotes, pero creía que debían existir, ya que había sido traído a Gor mediante una tecnología avanzada. Por cierto que no los consideraba dioses, suponía más bien que eran seres vivos normales, bien informados acerca de los acontecimientos de este mundo y que de tiempo en tiempo les manifestaban su voluntad a los goreanos.
Esperé montado sobre el lomo de mi tarn.
—¡Muere por la muerte llameante! —repitió el anciano pero su voz se había vuelto insegura, su gesto tenía algo de patético.
—Quizá ningún hombre pueda conocer la voluntad de los Reyes Sacerdotes —dije.
—¡Yo dispuse la muerte de la joven! —gritó el anciano con vehemencia— ¡Matadla! —gritó a los que lo rodeaban.
Nadie se movió. Antes que alguno de los presentes pudiera detenerlo, le arrancó la espada a un Asesino, la cogió con ambas manos y se arrojó hacia donde se encontraba Talena. Temblaba histéricamente, sus ojos parecían los de un loco, su boca se contraía convulsivamente, su fe en los Reyes Sacerdotes había sido destruida. El anciano se preparó para el golpe que debía matar a la joven. Pero en ese instante se vio envuelto en un resplandor azulado, y ante el terror de todos, parecía que iba a explotar echando chispas como una bomba viviente. La masa en llamas, que una vez había sido un ser humano, no emitió ningún sonido; segundos después todo había concluido y un soplo de viento dispersó algunas partículas de ceniza por el techo.
Pa-Kur dijo con voz excesivamente tranquila:
—La espada decidirá.
De inmediato me deslicé de la silla de mi tarn y desenvainé mi espada. Por lo que se decía, Pa-Kur era la mejor espada de Gor.
Momentos después se desencadenó una lucha violenta entre los Asesinos de Pa-Kur y los hombres de la ciudad, que respondieron con violencia al ataque repentino. Eran una minoría absoluta, pero yo estaba seguro de que sabrían defenderse.
Pa-Kur se aproximó precavidamente; confiaba en su destreza superior; sin embargo no quería arriesgarse.
Nuestras espadas se encontraban casi encima del cuerpo de Talena. Las puntas de las hojas se tocaron brevemente, una vez, dos veces. Pa-Kur hizo una finta, sin exponerse, sus ojos parecían observar mi hombro, registrando cómo paraba su golpe. Una vez más me puso a prueba y pareció satisfecho con el resultado. Luego probó metódicamente otros golpes; utilizaba su espada casi como una sonda. En una oportunidad lo ataqué directamente. Con suma facilidad Pa-Kur desvió el golpe hacia un costado.
Finalmente retrocedió:
—Puedo matarte —dijo, seguro de sí. Podía ser verdad, pero yo más bien tenía la impresión de que con ese comentario se proponía quitarle seguridad e iniciativa al adversario.
—¿Cómo podrás matarme si no te doy la espalda? —respondí. En esa calma exterior debía de encontrarse una pizca de vanidad.
Pero sólo coseché un breve centelleo de enfado en sus ojos, seguido por una agria sonrisa. Nuestros aceros chocaron, el intercambio de golpes era ahora más rápido. Empecé a preguntarme si su táctica respondía a un motivo especial, si sus pruebas cuidadosas habían dejado quizás al descubierto algún punto débil de mi defensa. Pero durante una lucha tales especulaciones son peligrosas. Quería concentrarme por completo en el movimiento de su espada, sin dejarme intimidar.
Comencé a presionarlo y él no se opuso; sin ningún esfuerzo paraba mis golpes, sin pasar por su parte a la ofensiva. Por lo visto deseaba debilitarme a fin de poder comenzar, sin correr ningún peligro, su propio ataque violento, que era legendario en Gor.
Mientras luchábamos, los hombres de Ar hacían retroceder una y otra vez a sus adversarios, pero desde el interior del cilindro emergían más y más partidarios de Pa-Kur. Era sólo una cuestión de tiempo que el último defensor de la ciudad fuera empujado por encima del borde del edificio.
Talena se había dado la vuelta y, a pesar de estar encadenada, ahora de rodillas, observaba el combate. El verla me dio nuevas fuerzas, y por primera vez creí notar que Pa-Kur ya no paraba mis ataques con la misma seguridad que al comienzo.
De repente se escuchó un ruido como de truenos en el cielo y una enorme sombra flotó sobre nuestras cabezas, como si el sol hubiera sido oscurecido por una nube. Pa-Kur y yo nos separamos y miramos precipitadamente hacia arriba. En nuestro duelo nos habíamos olvidado por completo del mundo exterior. Escuché entonces el grito alegre:
—¡Hermano de espada! —¡Era Kazrak!
—¡Tarl de Ko-ro-ba! —exclamó una segunda voz familiar, la voz de mi padre.
El cielo estaba cubierto de tarns. Millares de aves enormes descendían sobre la ciudad, se derramaban sobre los puentes y las calles, se precipitaban entre las torres, que ya no estaban protegidas por redes de tarn. A lo lejos vi el campamento de Pa-Kur envuelto en llamas.
Un ejército irrumpió sobre los puentes del gran foso. En Ar los hombres de Marlenus por lo visto habían llegado a la puerta grande, pues se cerró lentamente, separando las tropas de ocupación de las hordas salvajes que quedaban fuera. La horda misma se sintió sorprendida y confundida, presa del pánico. Muchos tarnsmanes de Pa-Kur ya buscaban su salvación huyendo de la ciudad. Las tropas de Pa-Kur eran mucho más numerosas que las de los agresores, pero les faltaba algún tipo de liderazgo. Los hombres de Pa-Kur sólo sabían que habían sido sorprendidos y que ahora eran atacados por tropas disciplinadas, mientras que los tarnsmanes enemigos podían proceder sin trabas desde arriba.
El tarn de Kazrak había aterrizado en el techo del cilindro, seguido por mi padre y por otros cincuenta luchadores. Los Asesinos de Pa-Kur ya estaban entregando sus armas y eran rápidamente encadenados.
También Pa-Kur había visto todo esto antes de que volviéramos a enfrentarnos. Yo incliné mi espada al suelo, en gesto de gracia concedida al vencido. Pero Pa-Kur resolló despectivamente y volvió al ataque. Yo resistí con paradas diestras y después de un largo y violento intercambio de golpes, me di cuenta de que podía vencerlo.
Entonces fui yo quien tomó la iniciativa y empecé a empujarlo hacia atrás; paso a paso nos acercábamos al borde del cilindro. Le dije tranquilamente: