El plumaje del tarn no es siempre el mismo, y se los cría teniendo también en cuenta su colorido, y no solamente su fuerza e inteligencia. Los tarns negros se utilizan para asaltos nocturnos; los blancos, para campañas militares invernales. Por su parte, los guerreros que desean impresionar y no tratan de pasar camuflados prefieren tarns de variados colores relucientes. El tarn común tiene un plumaje marrón verdoso. Prescindiendo del tamaño, el halcón es el ave terrestre que más se le parece, solo que el tarn tiene una cresta que se asemeja a la del grajo.
Los tarns, malignos por naturaleza, no están por lo general más que medianamente domesticados y, lo mismo que sus diminutos hermanos terrestres, son carnívoros. En más de una ocasión un tarn a llegado a atacar y devorar a su propio jinete o tarnsman. Sólo temen al aguijón de tarn. Son entrenados por hombres pertenecientes a la Casta de los Tarns. Cada vez que un ave joven se escapa o desobedece, es obligada a volver a su percha y se la castiga con el aguijón. Más tarde, por supuesto, las aves son desencadenadas, pero un aro en la pata ha de recordarles este castigo. Generalmente el entrenamiento da resultados positivos, excepto cuando el animal está sumamente agitado o ha estado mucho tiempo sin comer. El tarn se cuenta entre las dos cabalgaduras preferidas del guerrero goreano; la segunda es el tharlarión, una especie de lagarto, utilizado especialmente por los clanes que no saben manejar los tarns. Por lo que yo sabía, nadie en la ciudad de los cilindros poseía un tharlarión, a pesar de que, según decían, eran muy frecuentes en Gor, especialmente en las llanuras, los pantanos y los desiertos.
Tarl el Viejo había subido a su tarn, utilizando la escala de cinco escalones que cuelga del lado izquierdo de la silla de montar y que es recogida durante el vuelo. Con un ancho cinturón color púrpura se sujetó a la silla. Me arrojó un pequeño objeto, que casi se me cae de la mano. Era un silbato que emitía un sonido que sólo haría reaccionar a un tarn determinado: la cabalgadura que me estaba destinada. Después del episodio con la brújula enloquecida en las montañas de New Hampshire nunca me había sentido tan atemorizado, pero esta vez llegué a dominar mi temor. Si tenía que morir, nada podía hacer para impedirlo.
Hice sonar el silbato y se oyó un sonido agudo, que se diferenciaba netamente del silbido de Tarl.
Momentos después surgió un ser fantástico de la nada, quizá procedente de un resalto que se encontraba más abajo, un segundo tarn enorme, más grande que el primero, un ave negra reluciente, que voló una vez alrededor del cilindro y luego vino en dirección hacia mí. Aterrizó a pocos metros de distancia, y sus garras golpearon la piedra. Estaban fortalecidas por bordes de acero: era un tarn de combate. El ave alzó al cielo su pico encorvado y lanzó un chillido, al tiempo que sacudía sus alas. La poderosa cabeza giró hacía mí, sus ojos redondos me observaban. Enseguida abrió el pico, eché un rápido vistazo a su lengua delgada y cortante, tan larga como un brazo, y el monstruo se arrojó sobre mí, tratando de golpearme con su tremendo pico, entonces escuché los gritos aterrorizados de Tarl el Viejo:
—¡El aguijón! ¡El aguijón!
4. La Misión
Para protegerme, alcé rápidamente el brazo derecho; al hacerlo, el aguijón de tarn, que colgaba de la correa de cuero, describió una amplia curva. Lo agarré, lo usé como arma y golpeé con él el pico devorador que quería atraparme, como si yo fuera un simple comestible sobre el plato chato del techo cilíndrico. El tarn atacó dos veces y dos veces lo rechacé. Luego retiró la cabeza y abrió el pico, con el propósito de volver a atacar. En ese momento conecté el aguijón de tarn y le asesté un fuerte golpe. Las chispas saltaban como una cascada reluciente y retumbó un grito de rabia y dolor, mientras el animal aleteaba y se ponía fuera de mi alcance con un salto repentino, que casi me arrojó a las profundidades. Me apoyé sobre manos y rodillas y traté de volver a enderezarme. El tarn volaba alrededor del cilindro, profiriendo gritos penetrantes; finalmente se alejó.
Sin reflexionar un instante, toqué el silbato. Al oír ese sonido estridente, el ave gigante pareció estremecerse en el aire, comenzó a girar, fue perdiendo altura y luego volvió a ascender. En su pecho se desataba la lucha entre su naturaleza salvaje, la llamada de las montañas lejanas y del aire libre, y el entrenamiento a que había sido sometida en su juventud.
Con un violento grito de rabia regresó finalmente al cilindro. Recogí la breve escala, que colgaba de la silla de montar, trepé por ella, me acomodé en la silla y me ajusté el ancho cinturón púrpura que habría de protegerme de una caída.
Al tarn se le conduce mediante una correa de cuero colocada alrededor del cuello, al que generalmente se hallan sujetas otras seis correas de cuero, que confluyen en un aro metálico en la parte anterior de la silla de montar. Las riendas se hallan teñidas de diferentes colores y terminan en aros diferentes, muy distanciados entre sí en el collar colocado en el cuello del ave. Para determinar el rumbo, se tira de la rienda cuyo extremo señala con mayor aproximación la dirección deseada. Cuando, por ejemplo, se desea perder altura o aterrizar, se utiliza la cuarta rienda, que termina inmediatamente delante del cuello del tarn. Para ponerse en movimiento, se tira de la primera rienda, que ejerce una presión sobre el aro en la parte posterior del cuello del ave.
También se utiliza, ocasionalmente, el aguijón de tarn para conducir al animal; en este caso se toca ligeramente al ave en la dirección opuesta a la que se desea tomar, la que, al retroceder ante la barra eléctrica, seguirá adecuadamente. Este método, sin embargo, no es muy adecuado, ya que la reacción ocurre de una manera exclusivamente instintiva.
Tiré de la primera rienda y sentí, con espanto y alegría a la vez, los fuertes aletazos del ave. Fui violentamente arrojado hacia atrás, pero el cinturón me sostuvo. Durante un instante dejé de respirar; me aferré atemorizado al aro de la silla mientras mi mano sostenía la primera rienda. El tarn continuaba ascendiendo, y fui perdiendo de vista la ciudad de los cilindros. Nunca había experimentado algo similar, y si jamás anteriormente me había sentido semejante a un dios, por cierto que lo experimenté en ese primer momento. Miré hacia abajo y distinguí a Tarl el Viejo sobre su cabalgadura, que trataba de alcanzarme.
—¡Hola, pequeño! —gritó—. ¿Acaso pretendes llegar hasta las lunas de Gor?
De repente me sentí mareado. A mis pies las colinas y llanuras de Gor parecían un paisaje compuesto de manchas borrosas; casi creí distinguir la curva del mundo, pero debió haber sido una ilusión de los sentidos.
Antes de perder el conocimiento, tiré de la cuarta rienda y el tarn empezó a descender como un halcón que cae sobre su presa, con una rapidez que terminó por hacerme perder el aliento. Dejé las riendas sueltas, lo que es la señal de un vuelo constante en línea recta. El gran tarn aleteó, y empezó a volar más lentamente. Tarl el Viejo, que parecía muy contento, conducía su tarn cerca del mío. Desde él, me señaló la ciudad, que ahora se hallaba a bastantes kilómetros debajo de nosotros.
—¡Una carrera! —exclamé.
—¡De acuerdo! —respondió a gritos. Hizo girar a su tarn y se alejó volando. Me sentí fastidiado. Él era tan hábil en su trato con el animal, que enseguida se adelantaba y resultaba imposible alcanzarlo. Finalmente también yo logré hacer girar al animal y traté de aguijonearlo. Se me ocurrió que estas aves habrían sido entrenadas para reaccionar ante la voz humana. Entonces vociferé en goreano y en inglés:
—¡Har-ta! ¡Har-ta! ¡Más rápido! ¡Más rápido!