Maldred echó una veloz mirada al lugar por el que habían llegado. Lejos del arroyo el terreno tenía un aspecto tan seco e inhóspito como cualquier desierto.
—Ah, amigo mío, éste es un lugar de lo más agradable, podría pasarme unos cuantos días bajo este árbol. Es el lugar más fresco y más tranquilo que he conocido en bastante tiempo. —Su rostro aparecía sereno, casi bondadoso, mientras contemplaba el arroyo y seguía el avance de una hoja que flotaba en él, pero enseguida se nubló mientras añadía con el entrecejo fruncido—: Pero no te preocupes, amigo, tal ociosidad no puede ser. No podemos permitirnos permanecer en un mismo sitio mucho tiempo. No gente como nosotros. No aquí. Debido a esos caballeros y a otros en cuyo camino nos hemos cruzado. Y, más importante aún, porque todavía tenemos bastante trabajo por delante.
—¿Tienes un plan? —Dhamon ladeó la cabeza.
—Oh, sí —asintió él.
—Sea el que fuere, tendremos que movernos deprisa. —Los oscuros ojos de Dhamon centellearon.
—Desde luego.
La semielfa emitió un sonido, rodando sobre su espalda al tiempo que los delgados brazos se movían como las alas de una mariposa.
—De modo que este plan… —apuntó Dhamon, cuando estuvo seguro de que Rikali seguía dormida.
—Nos proporcionará grandes riquezas. Joyas, amigo mío. Algunas tan grandes como mi puño. —Maldred sonrió de oreja a oreja, mostrando una enorme boca llena de nacarados dientes uniformes—. No nos encontramos demasiado lejos de un valle en Thoradin, al norte y al oeste, protegido por las elevadas cimas.
—¿Una mina?
—Como quien dice. Tardaremos una semana en llegar allí. Menos, tal vez, porque estos caballos son muy buenos. Tomaremos ese sendero. —Su dedo señaló una línea que discurría por entre las colinas; a continuación dispuso los odres en su cinto y ajustó la espada de dos manos a su espalda—. Obtendremos suficiente para adquirir lo que quieres y con toda seguridad nos quedará aún un buen pellizco.
—Eso de ahí es una calzada comercial —dijo Dhamon.
—Donde es muy probable que encontraremos el carro de algún mercader —añadió el otro, con un centelleo en sus ojos color de avellana—. Necesitaremos algo en que transportar nuestras riquezas.
3
Un golpe de suerte
—Preferiría no matarte.
Maldred estaba de pie en el centro de un sendero muy transitado que atravesaba el corazón de las montañas Khalkist. Llevaba el pecho desnudo, con la camisa de gamuza atada alrededor de la cintura, y el sol del mediodía achicharraba su ya tostada piel y provocaba gotas de sudor que descendían despacio por su pecho y se acumulaban en el cinturón de sus pantalones. La constante brisa que jugueteaba en sus cortos cabellos rojizos hacía girar el polvo alrededor de sus botas en forma de tormentas de arena. El hombretón sujetaba la espada de doble empuñadura en sus húmedas manos, sosteniéndola como si no pesara más que una ramita y apuntaba con ella a un hombre entrecano cargado de espaldas que ocupaba la plataforma del conductor en un carro cubierto por una abultada lona.
—Tu muerte no me serviría de nada, anciano.
El hombre farfulló algo pero no dijo nada, sujetó las riendas con más fuerza y contempló a Maldred con incredulidad; luego parpadeó varias veces, como si con ello pudiera hacer desaparecer al hombretón.
—Ahora —advirtió éste.
—Por todos los dioses desaparecidos, no —dijo el hombre, no en respuesta a la orden de Maldred, sino a la inconcebible y muy real situación en que se hallaba—. Esto no puede ser real.
—Es tan real como este condenado verano sin lluvia. Baja del carro. Ahora. Antes de que pierda la paciencia.
—¡Abuelo no lo escuches! —Un joven larguirucho sacó la cabeza a través de una abertura en la lona y trepó a la parte delantera—. Es un único hombre.
—Debería escucharlo, hijo.
Dhamon salió de detrás de una roca, espadón en mano, con la hoja capturando la luz solar y reflejándola con tanta fuerza que el anciano entrecerró los ojos. Tenía la piel enrojecida y despellejada en los hombros, las mejillas y la nariz, y el resto de su sudorosa piel estaba tan oscurecida por el sol que parecía tallada en cedro aceitado. Tenía un aspecto descuidado y primitivo, con los pies descalzos, restos de finas costras en el pecho desnudo, y cubierto sólo con unos pantalones hechos jirones, que no ocultaban precisamente la extraña escama de su pierna. No se había afeitado desde que Rikali se ocupara de él, de modo que su barbilla aparecía sombreada, oscurecida por su nueva barba. Cuando sus labios se curvaron hacia arriba en un gruñido y entrecerró los oscuros ojos, el joven se estremeció.
Rikali se deslizó desde detrás de un afloramiento rocoso en el otro lado del desfiladero, con un largo cuchillo extendido y apuntó al hombre de piel oscura sentado en lo alto del segundo carro. Trajín se encontraba junto a ella, gruñendo y arañando el aire en un razonable esfuerzo por parecer amenazador.
—Baja, anciano, y levanta las manos. —La voz de Maldred era firme y autoritaria—. Y di a los otros que hagan lo mismo. Vuestras vidas valen más que lo que sea que transportáis. Necesitamos vuestra cooperación. No quiero tener que decirlo otra vez.
Había tres carromatos parados en el desfiladero, cada uno pesado y arrastrado por varios enormes caballos de tiro. Un hallazgo suntuoso, había declarado Rikali cuando divisó la pequeña comitiva durante su excursión de reconocimiento.
El anciano tragó saliva con fuerza y soltó las riendas. Susurró algo al muchacho y descendió del carro con paso inseguro, temblando de miedo y paseando la mirada de un lado a otro entre Maldred y la extraña criatura kobold. El joven lo siguió hasta el suelo, mirando enfurecido al gigantón y arrojando preocupadas ojeadas en dirección a Dhamon.
—Bandidos —resolló el anciano cuando recuperó la voz de nuevo—. Nunca me habían robado en mi vida. Jamás. —En voz más alta, dijo—: Es mejor que hagas lo que dicen, hijo. ¡Todos fuera! —Mirando a Maldred añadió—: No hagas daño a ninguno de los míos. ¡Ni a uno! ¿Me oyes?
—Apartad las manos de los costados —continuó el hombretón, haciendo una seña con la cabeza a Dhamon, quien, en respuesta, se adelantó con cautela y cogió un delgado cuchillo del cinto del anciano, que arrojó lejos a un lado del camino, sin dejar de observar con atención al joven por si llevaba armas.
—Ahora colocaos aquí. Y no habléis —ordenó Dhamon. Hizo un gesto con la espada al lado opuesto del sendero, donde una grisácea pared rocosa se alzaba hacia el brillante y despejado cielo azul—. Todo lo que quiero oír es el sol tostando vuestros miserables rostros.
Trajín se precipitó a la parte posterior de la pequeña caravana, jupak en mano, usándola para empujar a los restantes comerciantes fuera del carro. El hombre que descendió en último lugar se movía demasiado despacio para el gusto del kobold, de modo que éste lo golpeó detrás de las rodillas. El hombre cayó, y Trajín lo azotó con su arma unas cuantas veces. El caído se alzó a toda prisa.
Sin su encapuchada capa, que Rikali había dicho que debía tirar porque olía tan mal, el kobold ofrecía un aspecto aterrador a los humanos, a pesar de su pequeño tamaño. Escupió a una corpulenta mujer de mediana edad que sujetaba con fuerza un saco de lona ante ella, y señaló con la jupak, indicando que debía soltarlo en el suelo. Ella sacudió la cabeza con energía, lo agarró con más fuerza, y chilló:
—¡Demonio!
—Déjala —dijo Rikali acercándose al kobold—. Hay muchas otras cosas para nosotros. Deja que la vieja se quede con su preciosa antigualla. —Lanzó una risita ante su propio agudo sentido del humor.
Rikali y Trajín empujaron a los comerciantes hacia delante. Eran nueve en total, ocho de ellos adultos, y a juzgar por su piel oscura, dos eran ergothianos como Rig, que se hallaban muy lejos de su hogar. Todos alternaban expresiones de temor con maldiciones musitadas. El hombre de pelo canoso era quien las pronunciaba en voz más sonora.