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Él y Maldred estaban sentados lo bastante cerca de una pequeña fogata para ver las monedas que contaban. Trajín aparecía de tanto en tanto para girar la carne que se asaba en el espetón y para asegurarse de que no lo estafaban ni en cuestiones de comida ni de dinero. Rikali se hallaba en las inmediaciones, probándose una prenda tras otra de las que había reclamado como suyas del botín de los carromatos e intentando infructuosamente atraer la atención de Dhamon.

—Aceptable —anunció Maldred cuando hubo hecho cuatro montoncitos de monedas y los hubo colocado en cuatro bolsitas de cuero; dos eran más grandes, y arrojó una a Dhamon y ató la otra de gran tamaño a su propio cinto—. Monedas y comida.

—Bebida —añadió su compañero, abandonando sus sombríos pensamientos; señaló una jarra de fuerte alcohol destilado que se hallaba al alcance de su mano y estiró el brazo hacia ella, cerrando los dedos alrededor del asa—. Buena bebida.

—Y ropas nuevas, mi buen amigo.

Maldred había abandonado sus calzas y su camisa de gamuza por unos pantalones livianos y una fina y ondulante túnica del color de pálidas azucenas. Sólo había encontrado unas pocas cosas de su tamaño en los pertrechos de los comerciantes, suficiente para dos cambios de atuendo con una camisa extra y una capa que le llegaba justo por debajo de las rodillas. Aunque era sólo unos centímetros más alto que Dhamon, sus hombros eran mucho más anchos, su pecho, brazos y piernas gruesos y fornidos.

Dhamon tuvo más para escoger, y eligió prendas caras de colores oscuros que envolvían su larguirucho cuerpo. También, ante la insistencia de Rikali, se había quedado con una cadena de oro gruesa como un cordón, y se la había colgado del cuello, donde centelleaba bajo la luz de las llamas.

Trajín había conseguido hallar algunas ropas infantiles que se ajustaban a su talla, aunque los colores y estampados le arrancaron siseos de disgusto: azul cielo con pájaros y setas bordados en las mangas. Por suerte, también consiguió encontrar una capa con capucha de lana de color negro de la talla de un kender, que juró llevar puesta cuando se acercaran a la civilización, sin importar el calor que hiciera. Si bien otros miembros de su raza raramente se preocupaban por su vestimenta, Trajín había llegado a apreciar las prendas bien confeccionadas, aunque sólo fuera porque ayudaban a disimular su raza. Farfulló que necesitaba encontrar un atuendo más apropiado en algún punto del camino y que, desde luego, no quería penetrar en ninguna ciudad de buen tamaño con un aspecto como el que entonces tenía.

En aquel instante, se disponía a fumar en su apreciada adquisición, la pipa del anciano, como la llamaba. Canturreando y gesticulando con los dedos, empezó a ejecutar un sencillo conjuro. Introdujo los dedos en la tallada barba que formaba la cazoleta y apretó con fuerza el tabaco en el fondo; el hechizo ayudó mágicamente a que el tabaco prendiera y dio unas chupadas para mantenerlo encendido, haciendo chasquear los dientes tranquilamente sobre la boquilla.

Rikali era la que había salido mejor parada, según su propia modesta opinión, al descubrir toda clase de túnicas, faldas, pañuelos y baratijas. Llevaba ocupada más de una hora desde que se habían detenido, probándose una prenda detrás de otra y girando al compás de una música que nadie oía.

Las cosas que no se acomodaban a su sentido de la moda, junto con prácticamente todo lo demás que contenían las carretas, se había vendido en el campamento de los bandidos, donde Dhamon había dirigido las negociaciones, obteniendo más de lo que Maldred había imaginado posible por todo el lote. Allí adquirieron un nuevo carro, uno que tenía altas paredes laterales y una enorme lona alquitranada. Maldred opinó que era aún más resistente y apropiado para el viaje al valle que los que vendían. Y se quedaron con dos caballos de tiro para arrastrarlo.

—El sendero que quieres tomar es estrecho —le dijo Dhamon.

—Lo sé, lo he usado antes. Es mi ruta favorita para entrar en el valle. No es fácil de recorrer y, por lo tanto, no se usa demasiado.

—Y bien, ¿vas a decirme exactamente qué hay en este valle? —instó su compañero—. ¿Diamantes, dijiste?

—Sí.

—¿Por qué tan reservado?

—Creía que te gustaban las sorpresas.

—Jamás lo dije. Debes de estar pensando en Riki.

Maldred sonrió de oreja a oreja y sacudió la cabeza, extendiendo el brazo para arrancar un pedazo de carne.

—Obtendremos ganancias inmensas, socio —dijo—, si podemos llevarlo a cabo. Ni me plantearía intentarlo sin ti.

Los oscuros ojos de Dhamon centellearon, reflejando la luz y su curiosidad.

—Resultará fácil, creo. Todo lo que tenemos que hacer es… —Maldred pescó a Rikali escuchando y sacudió la cabeza—. Será mejor que me guarde los detalles para mí mismo hasta que lleguemos allí. —Bajó la voz hasta el punto que Dhamon tuvo que esforzarse por oírlo—. Trajín hará lo que queramos, irá donde le digamos. Pero es mucho mejor que Rikali no se ponga nerviosa y alterada. Confía en mí.

—Con mi vida —repuso él—. Guarda tu sorpresa un poco más.

El hombretón se puso de pie y echó la cabeza hacia atrás para contemplar el cielo nocturno. Un aluvión de estrellas parpadearon desde las alturas, y él alzó un dedo para trazar un dibujo en ellas.

—También yo confío en ti con mi vida, amigo. No le había dicho esto a ningún hombre antes. Pero en los cuatro meses transcurridos desde que fuiste a parar a mi lado he acabado considerándote como un hermano.

Dhamon alargó la mano hacia la jarra y la destapó, bebiendo con avidez durante un buen rato.

—Yo también he tenido… pocos amigos en los que pudiera confiar así.

—Puedo leer tu mente, amigo —rió el otro—. ¿En qué piensas? ¿En Palin Majere y la mística Goldmoon? —Maldred dejó de trazar el contorno de las estrellas—. Yo diría que tus viajes a requerimiento suyo influyeron en tu carácter Dhamon Fierolobo. Y te enseñaron el auténtico significado de la amistad.

—Sí, es posible —asintió él, alzando la jarra en un brindis—. La amistad es importante. —Volvió a tomar un buen trago y luego clavó sus ojos en los de su compañero, sin parpadear—. Te he contado bastantes cosas de mi pasado —dijo con calma—. Pero sé muy poco sobre ti.

—No hay mucho que contar. Soy un ladrón, que juguetea con la magia. —Se apartó del fuego y se tendió sobre una manta, con las manos ahuecadas detrás de la cabeza a modo de almohada.

Trajín corrió hacia él, dio una última chupada a su pipa, sacudió el tabaco de su interior y, tras guardarla con cuidado, se enroscó entre los pies del hombretón, empezando a roncar profundamente al poco rato.

Dhamon arrancó un pedazo de carne chamuscada y lo masticó en actitud casi pensativa. La extraña criatura llamada Ruffels era sabrosa y tierna. Él mismo la había sacrificado a su regreso del viaje de exploración. Nadie en el campamento de bandidos quiso comprar el maldito animal, y éste había engullido unas cuantas joyas más de Rikali.

—¿Te gusta esto? —La semielfa se había deslizado detrás de él, colocando un hermoso pañuelo de seda ante sus ojos.

—Muy bonito —repuso él, estirando el cuello y alzando la mirada hacia ella.

El rostro de la semielfa estaba profusamente maquillado, con los párpados y labios pintados del color de una ciruela madura, y los rizos plateados amontonados en lo alto de la cabeza y sujetos por una peineta de jade que la mujer había encontrado en uno de los carros. Se cubría con una túnica de color verde oscuro de tela satinada, que resultaba demasiado ajustada, aunque eso a ella parecía satisfacerle.

—¿Y no crees que yo también soy muy bonita?

Dhamon asintió e hizo intención de alzarse. Pero ella le echó el pañuelo sobre el rostro y se dejó caer con delicadeza junto a él, que contempló apreciativo su algo nebulosa y celestial figura.

—Riki, eres muy bonita. —Le dedicó un atisbo de sonrisa—. Y lo sabes. No necesitas que yo te lo diga.