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La mujer agitó los dedos ante él, exhibiendo los nuevos anillos, que se había quedado de las mercancías de los comerciantes. Había intentado sin éxito convencer a su compañero para que le diera el viejo anillo de perlas que había robado en el hospital, y también cualquiera de las mejores piezas de aquel botín. Pero lo obtenido en el hospital no había sido dividido equitativamente. De todos modos, había varios brazaletes nuevos en cada una de sus muñecas y alrededor de uno de los tobillos. Había desechado sus botas y escogido unas sandalias de suave cuero de las que también se había apropiado, y se las había apañado para encontrar un grueso anillo de oro que se ajustara alrededor de uno de los dedos de los pies.

—No necesitas toda esa… decoración —indicó el hombre.

—Ah, amor, pero sí que la necesito. —Besó el enjoyado anillo de la Legión de Acero del dedo de su compañero—. Es más fácil transportar mis chucherías que un pesado saco de monedas. Y son mucho más deliciosas de contemplar que las piezas de acero acuñadas. Pero algún día cambiaré todo esto por una hermosa casa lejos de los dragones y los caballeros y este inaguantable clima caluroso. En una isla, creo. Una que capture las brisas frescas cuando el verano resulte demasiado insoportable. Una donde jamás nieve. Una isla bella y perfecta. Estaremos solos tú y yo allí… y las visitas que invitemos. Y tendremos un enorme jardín de fresas rodeado por un campo de margaritas. —Se inclinó más cerca y lo besó, permaneciendo allí un buen rato para que él pudiera oler el dulce perfume almizcleño que se había aplicado generosamente—. Y a lo mejor tendremos un bebé o dos que acunar y ver crecer. —Se estremeció y rió nerviosamente—. Pero no por el momento, Dhamon Fierolobo. Soy demasiado joven para todo eso y tengo mucho mundo que ver todavía. —Tiró del pañuelo para soltarlo y volvió a besarlo.

Cuando se apartó, su rostro estaba serio.

—Dime que me amas, Dhamon Fierolobo.

—Te amo, Riki. —Pronunció las palabras, pero no había ardor en ellas, y sus ojos no le devolvieron la mirada.

Ella sonrió desilusionada y acarició los cabellos que colgaban sobre la amplia frente de su compañero.

—Algún día lo dirás en serio.

Se tumbaron, acurrucados uno contra otro, pero la mente de Dhamon estaba en otra parte. Una vez más había notado que la escama empezaba a arder. Era una sensación tenue al principio, un calorcillo nada desagradable. Siempre empezaba así, con un suave calor, hasta cierto punto casi reconfortante, que iba importunándolo. Al cabo de unos minutos, en ocasiones incluso una hora, el calor aumentaba.

Dhamon apretó los dientes, intentando concentrarse en las sensuales divagaciones de Rikali, pero todo lo que sintió fue el progresivo calor. Ardiente como una llama, parecía fundir su carne, y todo lo que oía era el tamborileo de su corazón, tan fuerte en sus oídos que resultaba ensordecedor. A continuación se iniciaron los pinchazos helados que alternaron con el ardor hasta que fuego y hielo vibraron emergiendo de la escama con cada inspiración que realizaba. El dolor lo consumía. Cerró la boca con fuerza y sintió que sus dientes rechinaban involuntariamente, como sus dedos se retorcían y los músculos de las piernas se movían incontrolables.

En las profundidades de su mente vio a la hembra de Dragón Rojo y al caballero negro que, tiempo atrás, lo había maldecido con la escama.

—Quítatela y morirás —había dicho el guerrero, repitiendo las palabras en un susurro que sonó como un coro de espectros enloquecidos.

Vio también una alabarda, la alabarda que ahora llevaba Rig, aunque en una ocasión había pertenecido a Dhamon. Vio el arma en sus manos y cómo descendía sobre Jaspe Fireforge, hendiendo el pecho del enano e hiriéndolo gravemente. Vio sus brazos que alzaban de nuevo el arma y la dejaban caer sobre Goldmoon, matándola, o eso pensó. Sintió algo entonces, en una pequeña y remota zona de su mente, pesar y horror y el deseo de estar muerto en lugar de Goldmoon.

A medida que el dolor aumentaba, observó y observó. Vio cómo todo sucedía de nuevo, cómo se desvanecían los meses hasta el instante en que un Dragón de las Tinieblas y él se encontraron en una cueva, y una hembra de Dragón Plateado usó su magia para alterar la escama. Entonces el recuerdo se esfumó a medida que el dolor se intensificaba, impidiéndole por completo pensar en nada más.

Rikali se arrimó aún más y besó su húmeda frente. Las lágrimas afloraron a los ojos de la semielfa, y sus dedos se cerraron sobre su brazo.

—Pasará, amor —dijo—. Como sucede siempre.

4

El valle de Caos

—No me extraña que nos hicieras viajar de noche, Mal, para que nadie excepto tu gruñona persona supiera adonde íbamos —murmuraba Rikali, su voz aguijoneando y zumbando alrededor de la cabeza de Maldred como una nube de molestos mosquitos—. Vaya, si hubiera tenido la menor idea de que veníamos aquí… bueno, no habría venido. Ni tampoco Dhamon. Se lo habría contado todo sobre este lugar, y por una vez me habría escuchado. Estaríamos abrazados en algún lugar agradable, que no fuera tan condenadamente caluroso y seco, y… bueno, me siento tentada de dar media vuelta ahora mismo y…

—¿Dónde estamos exactamente? —quiso saber Dhamon, comprendiendo por qué Maldred había mantenido en secreto su destino, aunque se preguntaba ahora si no habría debido presionar a su compañero para obtener algo de información con respecto a esa misteriosa misión.

Descendían con cautela por la ladera de una montaña, Dhamon y Rikali siguiendo a Maldred y a Trajín, intentando, con excepción de las farfulladas quejas de la semielfa, moverse en relativo silencio. Mantener el equilibrio era bastante difícil, pues por todas partes había rocas afiladas alzándose hacia lo alto como dedos retorcidos y abundantes zonas de grava suelta que amenazaba con hacerlos resbalar hasta el fondo. Estaba oscuro, era bien pasada la medianoche, y una pincelada gris en el este indicaba que apenas faltaba una hora para que despuntara el alba.

—Por mi vida —persistió Rikali en su voz apagada—, esto es una idiotez, Mal, es el peor plan que has sugerido jamás. Primero Dhamon roba todas las riquezas guardadas en un hospital y luego deja bien claro que no se va a repartir correctamente, un abrepuertas lo llama. Tiene que ser una puerta enorme. Dónde está esa puerta, quisiera saber yo.

—¿Dónde estamos exactamente? —repitió Dhamon, alzando la voz.

—¡Chisst! —advirtieron Maldred y Trajín, prácticamente al unísono.

Dhamon se detuvo y observó a los tres que se deslizaban montaña abajo. Parecía como si se dirigieran al interior de un enorme pozo negro del Abismo en el fondo del valle. A través de las suelas de las botas que se había procurado, percibía el calor del verano tostando el terreno, pero aun así se sentía mejor de lo que se había sentido en bastante tiempo. La escama no le había molestado durante los últimos días y se sentía muy animado; demasiado animado para seguir soportando las protestas de Rikali y ese misterio.

—Dime con exactitud dónde estamos, Mal, o no doy un paso más.

Maldred continuó montaña abajo, sin hacer caso de la amenaza del otro, y Trajín se encogió de hombros y siguió al hombretón. Pero la semielfa se detuvo, bufó y posó las delgadas manos sobre sus caderas. Volvió la cabeza por encima del hombro, la plateada cabellera ondeando al viento, y miró airada a Dhamon.

—Estamos justo al sur de Thoradin, en pleno territorio enano. ¿Satisfecho? —Luego reanudó la marcha, haciéndole una seña para que la siguiera.

—Eso ya lo sé… querida.

—El valle de Caos —añadió, hablando aún en voz tan baja que él tuvo que aguzar el oído para oírla—. Justo en medio del valle de Caos.

Cuando Dhamon los alcanzó por fin, Maldred indicó que habían descendido la mitad de la ladera y los hizo colocarse tras un enorme peñasco.