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—Nunca oí hablar de él —masculló Dhamon—. De este valle de… ¿Caos?

—Eso es porque nunca has vivido por la zona —indicó Rikali—. Eso se debe a que antes tenías la cabeza siempre llena de ideas sobre caballeros, dragones y honor y cosas parecidas. Y de… cómo se llamaba esa dama… Fiona. —Escupió en el suelo y atajó una mirada maligna de Maldred—. Vamos a morir todos, ya lo creo. Moriremos justo aquí en este condenado valle de Caos.

El kobold parecía nervioso, pero permaneció en silencio, aferrando con la menuda mano una bolsa de tabaco.

—Este lugar está gobernado por enanos —continuó la mujer, con voz más baja aún—. No tiene sentido ir en busca de enanos después de Estaca de Hierro.

Jaspe Fireforge, pensó Dhamon, devolviéndole la mirada. Ese era un enano que él había considerado un amigo.

—Cerdos, pero si se supone que este lugar lo patrulla un ejército de esas gentes rechonchas y peludas.

—Hay patrullas —dijo por fin Maldred, hablando en voz baja—. Pero no es un ejército. Y pueden estar en cualquier parte. El valle es demasiado grande. Y los enanos no son los dueños del territorio, simplemente lo reclaman.

Dhamon le dirigió una mirada que indicaba: ¿cuál es la diferencia?

El hombretón suspiró y miró en derredor, luego se pasó los dedos por los cabellos y rumió sus palabras.

—Dhamon, Thoradin anda siempre librando escaramuzas con Blode…

—Los ogros —intervino Rikali.

—… por la propiedad de este valle —continuó—. Es una contienda con una larga historia, que en las últimas décadas se ha vuelto más encarnizada.

—Todo debido a la Guerra de Caos —añadió la semielfa.

—La reivindicación de los ogros es legítima, puesto que vagan libremente por el resto de estas montañas. En realidad, el valle debería pertenecerles.

—Dile eso a los enanos, Mal —musitó Rikali.

—Pero los ogros no quieren insistir sobre el asunto por el momento. No pueden. Tienen que dirigir sus esfuerzos contra dracs y draconianos y otros esbirros de la hembra de Dragón Negro que invaden constantemente sus tradicionales territorios.

—¿Por qué es tan deseable este valle? —inquirió Dhamon.

—Espera a que salga el sol, amor —repuso Rikali—. Lo verás, o al menos eso es lo que se cuenta. Todos lo veremos. Y entonces todos nosotros moriremos.

Cuando se tumbaron a dormir, la semielfa se acurrucó contra Dhamon y apoyó la cabeza sobre su pecho, diciéndole que la despertara al amanecer si los enanos no los habían encontrado antes. Maldred también cerró los ojos, pero Dhamon se dio cuenta de que no dormía. La protuberancia de su garganta ascendía y descendía, sus dientes tintineaban con suavidad y sus dedos dibujaban complicados dibujos en la arena. Trajín dirigía veloces miradas de uno a otro de sus tres compañeros y de vez en cuando, muy nervioso, sacaba la cabeza por detrás del peñasco. Dhamon dormitó brevemente y a intervalos, sin perder de vista a Mal y a Trajín. Cuando, horas más tarde, el sol iluminó lo alto de las paredes del cañón, el kobold fue el primero en contemplarlo y lanzar una ahogada exclamación de asombro.

También Dhamon se encontró por una vez en la vida sin saber qué decir. La impasible máscara se desprendió y su rostro se iluminó con infantil admiración. Golpeó con el codo a la semielfa para despertarla.

—Olvida lo que dije antes, Mal —indicó Rikali con voz apagada, al tiempo que se protegía los ojos con la mano—. Ésta fue una idea gloriosa. Me alegro de haberte seguido hasta aquí.

Cristales de todos los colores imaginables salpicaban las escarpadas paredes del cañón, capturando la luz del sol naciente para reflejarla a continuación en haces de luz casi cegadores. El valle era un inmenso y deslumbrante caleidoscopio de cambiantes colores: distintas tonalidades de amatista; una exuberancia de peridotos y olivinas; hipnotizadoras agujas de cuarzo que centelleaban en un rosa brillante un instante y en un azul cielo al siguiente; diamantes que parpadeaban como hielo; gemas a las que nadie podría dar un nombre jamás. Las rocosas montañas por las que habían avanzando la noche anterior estaban espolvoreadas de rubíes, ópalos y turmalinas y fragmentos de topacios y granates y… toda clase de piedras preciosas que normalmente no se hallarían juntas pero que de algún modo lo estaban. Todas ellas en el valle de Caos.

El viento empezó a soplar con más fuerza a medida que el sol iba ascendiendo, y la brisa sonaba como el tintineo de campanillas mecidas por el aire mientras serpenteaba por entre las rocas, descendía por un lado del valle, y volvía a subir por el otro para calentar el terreno. Era un calor que, a medida que avanzaba el día, se convertiría en una canícula insoportable.

Dhamon se sintió capturado por la natural belleza del lugar. Se protegió los ojos con la mano y luego, parpadeando y girando, miró en derredor contemplando la hipnotizadora exhibición de colores. Colores raros, inestimables, abundantes e interminables.

—Por mi vida. Esto es el paraíso —declaró Rikali.

Alargó la mano hacia un enorme cristal verde y consiguió cerrar los dedos alrededor, justo en el instante en que Maldred la agarraba por el tobillo y tiraba de ella hacia atrás.

—Una esmeralda —anunció la semielfa, dándole vueltas ante sus asombrados ojos, sin prestar atención a sus rodillas arañadas y ensangrentadas; la gema en bruto era unos cuantos tonos más oscura que la pintura que ella se había aplicado en los párpados el día anterior—. Por mi vida, que haré que un joyero la talle para mí. —La introdujo en su bolsillo y giró en redondo hacia Maldred, que la detuvo posando un dedo sobre los labios de la mujer.

—He estado aquí antes, Riki —empezó—, unas cuantas veces… solo. Antes era siempre sólo mi cuello el que arriesgaba. Hay patrullas. Las he visto. Principalmente cubren lo alto del valle, atrapando a la gente que desciende mientras el sol brilla y se los ve con claridad. Ese es el motivo de que escondiéramos el carro y los caballos.

—De modo que por eso vinimos de noche —reflexionó el kobold.

Sus diminutos ojos iban y venían de un lado a otro, posándose en una parcela de piedras preciosas, para a continuación clavarse en otra. Su mirada era como una abeja, sin descansar en un mismo sitio ni un momento y respiraba entrecortadamente debido al nerviosismo.

—Podemos evitar las patrullas —continuó Maldred—. Y los mineros. Pero hemos de tener cuidado, mucho cuidado, y estar alerta. Rikali tiene razón. Matan a los intrusos.

Los dedos de Rikali permanecían en su bolsillo, con las afiladas uñas tintineando sobre los bordes de la esmeralda.

—Puedo tener cuidado —susurró—. Y puedo ser rica. Mucho.

—No me importa si algunas de estas gemas van a parar a tus bolsillos —asintió el hombretón—. Coge todo lo que puedas meter en tus bolsas y ropas. Pero estamos aquí ante todo por Dhamon.

La mujer lanzó una mirada llena de curiosidad al susodicho, se volvió y enarcó las cejas inquisitiva.

—Lo explicaremos más tarde —indicó Maldred.

—Lo explicaréis ahora —replicó ella, en un tono un poco más alto de lo que había deseado.

—Tenemos que recoger todo lo que podamos del valle —prosiguió el hombretón.

—Y utilizaremos nuestro tesoro para adquirir algo muy antiguo y aún más valioso. Algo que nos proporcionará grandes ganancias —añadió Dhamon.

—No imagino que haya nada que produzca más ganancias que esto.

—En ese caso, Riki —observó Maldred con una ahogada risita—, no tienes demasiada imaginación.

Ella frunció el entrecejo y volvió a mirar a Dhamon, que estaba ensimismado con la belleza del lugar. La expresión de la semielfa se suavizó al tiempo que sonreía melancólica.

—Por Dhamon, pues. Cualquier cosa por Dhamon.

—Y en última instancia por nosotros —añadió el gigante—. Cargaremos nuestros sacos con las piedras preciosas más hermosas, nos ocultaremos tras los peñascos hasta que oscurezca y luego lo transportaremos todo de vuelta al carro. Lo haremos durante dos días, pues no podemos tentar a la suerte mucho más tiempo, para entonces tendremos el carromato bastante lleno y podremos dirigirnos a Bloten.